domingo, 15 de diciembre de 2002

Por fin he recogido todo lo que me quedaba en casa de Laura. Por ahí encima he visto un ejemplar de la revista porno más cutre del mercado. Un recopilatorio, doblemente infame. He creído recordar que lo compré en la gasolinera de enfrente una noche que llegué borracho y con falta de cariño. Lo he escondido en una caja y ahora, en mi nueva casa, hojeándolo, me he dado cuenta de que tenía una página marcada. Era la sección de contactos. Hay una chica con ropa interior roja, de cuadros escoceses. Lleva el sujetador en la mano, se muerde un dedo. Es ella, sin duda. Mi ex. La innombrable. Aquella noche etílica lo dudé porque recordaba más grande su pecho. Pero en la memoria (aunque sea en la enterrada) todo crece. También pasé hace poco por la casa en la que aprendí a hablar y vi que las enormes escaleras en las que casi me mato por intentar llegar de un salto desde el último al primer peldaño son una mierdecilla, enanas. Pero no, sus tetas de peluquera, formadas con horas y horas de subir y bajar los brazos con tijeras, tintes, peines, eran esas. Siguen siendo perfectas, con los pezones pequeños y la misma separación. Es una foto favorecedora, algo aprendió en Bellas Artes, en los cursos de fotografía, pero se adivinan sus cartucheras de siempre. También están sus piernas cortas y anchas. Sí, es ella. Con unos zapatos sin mucho tacón, de calidad popular. Se ha puesto mechas. Las bragas tapan el tatuaje. Ese pequeño caballito de mar verde. Pareja de Bilbao, de 30 y 32 años. Ella bisex. Buscan pareja para disfrutar del sexo. No tienen mucha experiencia, pero sí las ideas claras. Contestarán a todos los que envíen fotografía. Es coherente con la trayectoria de los juegos que practicamos en nuestra última época. Es lógico si tenemos en cuenta lo que me contó sin contármelo cuando la dejó el tipo por el que me dejó y pidió mi ayuda y yo me fui hasta allí y estuve una semana consolándola, escuchando sus lloros y su arrepentimiento y sus ofertas de amistad eterna. Y dormíamos juntos y nos besábamos, porque nos hubiéramos sentido muy raros si lo hubiésemos hecho de otra manera. Y terminamos practicando sexo manual y nunca me había sentido tan triste como aquélla noche. Y me dijo que no quería volver a jugar a aquéllas cosas de los últimos tiempos. Y le expliqué que nadie había dicho que estuviéramos ahora juntos, que antes tenía que demostrarme muchas cosas. Y me las demostró enseguida. Le dijo a aquél tipo que se había quedado embarazada. Le pidió 100.000 pesetas para el aborto. Él mandó 120. Me invitó a unas vacaciones, pero no pude ir. Y se fue con un grupo de gente. Uno de ellos es ahora su marido. Así que, sin que yo me lo esperara por segunda vez (estúpido) no volví a saber nada de ella ni de su amistad eterna, ni de todo ese pesar por cómo me había tratado. Bueno sí, supe que quería recuperar todos los regalos (todos no, sólo los de valor) (económico) que me había hecho. Una historia sórdida.
Y lo que me contó en aquél intermedio en que la vi por última vez fue que el tipejo había propuesto llamar a una puta, para probarlo. Ella había dicho que sí, pero no lo habían hecho. Sólo que para entonces yo ya sabía distinguir cuándo mentía. Cuando me contaba una cosa para que me enterase, aunque cambiando algunos datos casi siempre sin motivo, por pura deshonestidad patológica. No sé lo que la hicieron de pequeña, por qué le asustaba todo tanto, por qué al principio temblaba por las noches, por qué me costó tanto que confiara en ella misma. Creo que fueron las monjas. Era un animalito hermoso y aterrado. Y muy burro también. Y yo la hice daño, pero la enseñé a ser independiente, a creer en sus posibilidades, a tomar decisiones. Como la de borrarme. Ella a cambio fue mi madre, mi secretaria, mi enfermera. Y descubrimos el sexo juntos.
Así que deduje que lo habían hecho, que le había gustado. Que ahora puede escribir un anuncio y decir que es bisexual. Supongo que es ella la que lo ha propuesto. Ocho años convencido y sin lograr convencerla de que le gustaba más el sexo de lo que podía reconocer desde el enfermizo pánico a su propio cuerpo y a sus propias apetencias. Y ahora ya lo ha descubierto.
Llevaba dos años sin saber de ella. Y tres sin verla. Se ha puesto mechas.