lunes, 27 de enero de 2003

Jet lag cada domingo
(Tengo todos los síntomas, me temo. Pero supongo que eso es muy bueno)

El viernes me apetecía estar colocado. Todo iba bien, era feliz, estaba muy a gusto y fue por eso. De las veces que más claro lo he tenido. Quería viajar un ratito por dentro, porque me gustaba lo que había dentro. Pillando se conoce a mucha gente. Uní esfuerzos con una mamarracha pastillera con pearcings que buscaba lo mismo que yo. Conocí a una camella muy graciosa. Me abracé con todas las jóvenes que venían a pedirme tabaco. Gurruchaga me desnudó con la mirada y me sentí rejuvenecer.
Así que el viernes me acosté a las 19 horas del sábado, me levanté a las 4, me acosté a las 9, me levanté a las 14. Así que el domingo podría haber estado bien, pero he estado como si hubiera vuelto de China en burra. Hasta las cosas más bonitas me daban pavor. Bueno, es que los sentimientos puros asustan. La Belleza pura (perdón por la mayúscula, no estoy para rodeos) te deja paralizado, nunca estamos preparados. De sport pudiera parecer que ilumina menos, pero qué va. Y no quiero ni pensar en la Belleza desnuda...
Asi que tenemos muchas cosas en la cabeza, pero las pensaré mañana.
Tenemos también el coloconazo del viernes, largo y estúpido, pero bien planeado. Quiero decir que no me preocupan las causas. No creo que sea falta de cariño. ¿Cuánta gente me considera uno de sus mejores amigos? Aunque sea un mejor amigo no presencial. Recuerdo una primera clase de Literatura Comparada, un monográfico sobre la amistad en la literatura. El catedrático preguntó uno por uno cuántos amigos –amigos de verdad- teníamos. La gente oscilaba entre uno y tres, creo que una chica dijo que ninguno. Cuando llegó mi turno calculé unos veinte. “No. Amigos de verdad. En los que puedas confiar. A los que les contarías todo. Que te acepten exactamente como eres”. “Bueno, pues entonces más de veinte”. No considero que me falte nada. No sé qué pedirle a los reyes, aparte de un pijama. Mi vida sigue cambiando a mejor y como siga así me salgo por arriba.
No considero que me falte nada, pero sí que creo que puedo perder lo que tengo. Sólo cosas inmateriales, por elección, pero sin esas también te puedes quedar. ¿Por qué nunca pienso en las consecuencias de nada? ¿Cómo estaré esta semana? ¿A qué hora llegaré a trabajar? ¿Cómo habría sido de haber podido disfrutar del sábado y el domingo? Lo que me preocupa es que a mi caos habitual se añada un plus incontrolable. Vale, quedo el viernes y se me olvida el papel con la dirección, el taxi me deja en la calle que no es, me equivoco de portal, etcétera. Lo de siempre. Todos los días. Harto que estoy. Pero bueno, eso lo puedo arreglar, qué remedio. Por ejemplo, el sábado noche había quedado con seis personas distintas a las que quería ver, mi típico desastre. Y seguro que al final hubiera salido bien, no sé cómo. Pero me acosté a las 19, me levanté a las 4 y etcétera, así que no hubo posibilidad de nada que no fuera darme media vuelta en la cama y pensar que estoy tonto, una vez más. A veces me viene a la cabeza un email que recibí hace cuatro meses, uno de los más sensatos sobre este tema, quizá porque la autora sabe de que habla y ha pasado, al menos, por un par de cosas que yo también conozco. A veces pienso en él. Suena bonito.

“Bueno... jo... me gustaría no ser moralista, porque no sirve de nada. Sólo decirte, que cuando cambias tus hábitos de fin de semana, y se convierten en fines de semana normales, tu vida cambia. Hace falta un tiempo para darte cuenta del giro que ha dado tu vida y de sus ventajas, pero merece la pena. Te lo aseguro. las relaciones mejoran, el sexo también. Si te gusta pasar por altibajos, si te gusta el vértigo, etc, lo encuentras igualmente. No dejas de meterte en líos, pero son menos, como diría yo, menos autodestructivos. Creo que es a partir de los treinta, cuando empezamos a tener miedo en serio del tiempo.
(...)
Que sepas que te entiendo muy bien.”

Suena bonito. ¿Por qué no?

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