miércoles, 27 de agosto de 2003

Un amor de verano

UN AMOR DE VERANO

El sábado por la tarde nos conocimos. Nos emborrachamos por toda la feria de Málaga. Fuimos a mi habitación a que me metiera unas rayas. Charlamos. Salimos. “¿Has visto lo bien que me he portado?”. “Demasiado bien”. Así que la besé en el ascensor. Salió del hotel flotando. Yo ya flotaba desde hacía un rato.

El domingo dormimos juntos. ¿Qué tal fue?, me preguntó fire. Pues hubo mucho cariño. Qué iba a haber con el pedo impresentable que llevaba. También mucho sexo oral. Hablar, hablar, hablar hasta que el blanco sol malagueño terminaba con la noche. No, no terminaba nada, sólo empezaba. Empezaba el día y a ella se le quedaba en la garganta un te quiero tímido que quiso salir muchas veces en aquellas horas de camas con ruedas que amagaban con rompernos la cocorota en cada cambio de postura, lo nunca visto. Me invitó a su casita de la playa, en la costa de Cádiz. Allí ella me cuidaría, me observaría mientras escribo, inventaría una fantasía para cada noche. A cambio me pidió que la afinara. Me pareció un buen trato. Nos regalamos algunos adelantos.

Lo que pasó la noche del lunes ya lo he contado, aunque sigo sin entenderlo, sus motivos, su comportamiento, mi reacción. Esto lo que menos. Cuando aquél tipo, el menos colocado y sin embargo el más cortito de los tres, lo convirtió en una competencia, tuve que competir, y ella se fue conmigo, como pensaba hacer desde el principio -“a él le beso, pero contigo me voy a acostar”, me había dicho la primera vez-. Y con mis condiciones. Pero eso sólo hace que entienda aún menos el resto.

El martes, fuera de mis cabales y después de vagar y beber y masticar bajo el sol la duda dolorosa de lo que podría pasar si me quedaba, decidí que valía la pena arriesgarse. Durante todo el trayecto hasta su pueblo traté de adivinar con cuál de las dos protagonistas de Las amistades peligrosas se había quedado al final –ya me había hablado de elegir entre ellas en un mensaje muy anterior a todo esto-: Madame de Mertieul o Felicite. Pensé en volver a explicarle que en ambos casos yo tenía que ser el vizconde de Valmont. Nada más que eso. Pero tampoco menos. Llegó la hora de las explicaciones, hizo un breve amago de fingir que no se acordaba de nada y luego aceptamos pulpo, me prometió para luego una carta con explicaciones más sensatas, y yo no quise revolcarme más en ese sentimiento tan ajeno a mí, los celos, que se habían colado en un resquicio de mi (cada vez más) rara cordura tal vez viajando en un grumo de cocaína mal cortada. Quería dar carpetazo, pero no podía. Los gestos sospechosos se sucedían en torno al móvil, ese chivato. Los celos se convirtieron en obsesivos, no dejaron sitio en mi mente para nada más. Era una sensación fea y nueva. Se me quitó el hambre, me encerraba en largos silencios, maquinaba. Mentiras, puede que piadosas, abrazos, intentos de recuperar la confianza... Agotados, nos dormimos.

El miércoles le robé el móvil, lo llevaba yo, le espié todo, me porté como nunca hubiera imaginado (y recordemos que nos conocimos el sábado). Por la noche, por fin me cambié de tema. Sentados en una terraza, marie brizard y batido de almendras y dátiles, sentí una sensación casi física en mi cabeza, como si se deshiciera un nudo. Mi estómago se relajó, sonreí. Aquella noche volvimos a estar tan cerca como el domingo, sólo que, ejem, como el día anterior, en una casa llena de gente que pasaba continuamente por el salón en el que pasábamos la noche como pasan las noches los cuerpos imantados.

El jueves todo volvía a estar en su sitio. Hicimos la compra. Me dio una palmada en el culo y me dijo “anda, compra unas natillas de caramelo”. Sabe hacer una cosa con las natillas de caramelo. Me puso una dieta, me restringió las cocacolas, ante el cachondeo del resto de los compañeros de casa. Me dijo que me quedara en la piscina mientras me traía el periódico. “¿Te acompaño?”, “no, quiero tratarte como a un rey”. Por la noche nos dimos un paseo larguísimo junto al mar, nos sentamos en unas hamacas, descubrí que está llena de vida, descubrí gestos historias, suspiros, breves gemidos cuando la rozo. Decidí que quería seguir descubriéndola. No he encontrado nada que no me guste.

El viernes me dijo que me sentara en la terraza mientras me traía el desayuno y luego me fui a Madrid. Por la noche me preguntó enfadada que por qué le había borrado el teléfono de aquél tipo. Le conté que lo hice el miércoles cuando decidimos que todo estaba bien y que la había avisado. Le pareció bien, pero yo me empecé a preguntar por qué había buscado su número cinco minutos después de que yo saliera de allí. Dice que fue por casualidad, buscando otro número. Me pregunto que habría sido de Sherlock Holmes si hubiese creído en el azar y no en la causalidad, si no hubiese profesado el deductismo y la elección de la opción más probable. Habría acabado en Scotland Yard, supongo. Pero no importa, ya no tengo la cabeza taladrada, ya me divierte también que exista la posibilidad de que ella sea la Madame de Merteuil más perversa con la que me he topado.

El sábado vuelvo a Málaga, ella me espera allí, dice que se ha encontrado con fire. Hablo con fire y me dice que ella le ha contado que yo quería que la cuidase durante mi ausencia. Vuelvo a hablar con ella tres horas después y me dice que muuy bien con fire y que nada de irnos al pueblo, que nos quedamos en la feria. Joer con las nuevas generaciones. Con este carrerón, con está relación de años comprimida en una semana, yo había pensado, qué ingenuo, que a lo mejor ya podíamos hacer algo normal, no sé, ir al cine. Valmont tendrá que ponerse las pilas.

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