sábado, 29 de marzo de 2003

Se acaba mi vida segoviana, ver el acueducto desde el balcón, contarle un cuento a Carolina antes de dormir, hacerle cosquillas a Candelilla y que la ropa aparezca mágicamente limpia y planchada por las noches. La última vez que me quedo de canguro, todo está en calma cuando llego. Malinka, la búlgara, me dice, con su acento de la Gestapo, que las niñas estánn acostadas y que tiene que irrse a cuidar a suss niñoss. Me acerco a darle las buenas noches a Caro, que está con la luz encendida, se cuelga de mi cuello y me empieza a dar besos y besos, me llama con ese nombre que sólo usa ella y con ese tonillo zalamero y astuto (¿cosa de familia?). Le regalo la mochila-fresa de la Gata Ruiz, como la llama ella, y le pregunto que qué ha hecho durante el día. “Me levantó mamá, desayuné, me puse el vestido, fuimos al cole... aprendímos la canción de... ¿te la canto?, mi amiga y yo le hemos organizado una fiesta a la profe -¿es su cumpleños? No, es que se nos ha ocurrido (pero bueno, organizando fiestas con cinco años, ¿a quién habrá salido?)-, ¿te leo la invitación que le he escrito? –y me la lee, sílaba por sílaba y volviendo al principio cada vez que se equivoca-... me puse la brillantina que me regalaste tú, ¡guapísima!,... (quince minutos después) ...y luego me ha dejado Malinka aquí”. Ah muy bien, Carolina, pues nada que me voy a cenar. Nononono, leeme un cuento. Y se cuelga. Que tengo mucho hambre... No le importa, quiere cuento, le leo el cuento. Notevayas notevayas. Hala, nena, a dormir. No apagues la luz del pasiiiillo. Vaale.
Me acerco como un náufrago al frigo, y, como siempre, no hay nada preparado. A ver, fuet, queso de cabra, salñchichas crudas y mostaza, ya está el menú... Oli llorando. Cuando llego no hay manera de calmarla, así que despierta a la otra. Se levanta Carolina. Déjame a mí que tengo muy buena mano –me dice literalmente. La dejo, y es un desastre, ya no paran de llorar. Me dice que las levante, porque si siguen llorando así se van a poner a vomitar. Y le hago caso, claro, cómo no voy a hacer caso a una niña de cinco años. Las llevo al salón y ya es la debacle. Si se calla una, cojo a la otra y entonces se pone celosa la primera y vuelve a llorar. Tiran el chupete, gritan hasta congestionarse, las dejo en la trona, en el parque, en el takatá. Nada que hacer. Al final empiezo a cantar y bailar una mezcla de jota y bacalao por toda la habitación, y, prodigiosamente, se calman. Me miran con la boca abierta. Pero Carolina se levanta y dice que nos callemos, que a ver si se va tener que ir a dormir al garaje o al portal. Vaya. Me muero de hambre, pero cada vez que voy a la cocina lloran. Al final me traigo las cosas al salón y se me cae la botella de cocacola que da varios botes y rueda estrepitosamente. Las niñas siguen tirando al suelo todo lo que les doy para que se entretengan, así que les ofrezco los juguetes de diez en diez para que tarden más en lanzarlos debajo de los muebles (puntería, las jodías). Lloran y lloran. Llama mi cuñada para ver qué tal. Pues como siempre, fatal, con su madre se duermen, pero conmigo... Que ahora viene. Pero debe de ser la una, y yo la voy a palmar entre el hambre y el estrés. Las siento conmigo en el sofá, esta vez no se me van a caer. Comeré con una mano y no las perderé de vista. Me pongo de pie y abro la cocacola de un golpe. Empieza a salir a presión y lo empapa todo, los muebles, la alfombra mi cara, mi ropa... Las niñas y yo nos quedamos quietos, mirándonos con la boca abierta. Joder, joder... Estoy chorreando sobre la alfombra, así que me quito la ropa y la voy lanzando en un rincón, la camiseta se me enreda entre el cabezón y el brazo y oigo un crock! Candela se ha tirado en plancha. Y llora. Berrea. Mientras doy vueltas por la habitación en calzoncillos y acojonao, mientras me empapa el hombro con sus lágrimas, pobre pobre pobre, veo con claridad meridiana que este va a ser el momento que elija mi cuñada para entrar por la puerta.