jueves, 19 de junio de 2003

Entré en la única discoteca de la ciudad del otro lado del Atlántico que se llama como la mía con Zacarías, el gringuito que estaba haciendo prácticas en la oficina de turismo. Fue una de esas noches en las que sales con un desconocido que te termina garantizando que tienes un amigo para siempre en Indiana. Nos cachearon antes de entrar a un sitio que no podía recordarme otra cosa que el interior de una de las picudas pirámides que llevaba quince días escalando. Si las pirámides fueran huecas, claro. Un tequila y dos cervezas después Zac estaba de acuerdo conmigo en que ese chico inmóvil junto a la barra parecía un guerrero maya y ese otro que bailaba, un sacerdote. Ellas eran otra cosa, muy mestizas muy cocteleadas, con lo que eso supone. Tres contactos visuales. El estudiante me pregunta que si tengo novia. Que sí. Hablo de lo diferente que es esta discoteca a todo lo que se ve por ahí. Todos sentados en gradas alrededor de una pista enorme, bajo un techo altísimo, los mexicanos controlando cada movimiento de las chicas que les acompañan. Le cuento que en los viajes hay que salir un poco por la noche y siempre da miedo, todo lo que pase es más incontrolable, nunca sabes cómo vas a acabar, pero que vale la pena, conoces la otra ciudad, la gente de noche, haces amigos. Me dice que claro, que cuando está fuera no hay novia, jajaja. Tres tequilas lleva y ya no hay manera de entenderse. El mensaje universal de las palmaditas, las risas y los brindis. Viva México cabrrrrón. Salimos a bailar. En eso paran la música y anuncian que va a entrar una chica del Gran Hermano mexicano. Es huerita, alta, nos explica que está muy contenta en su segunda semana desde que salió y menos nerviosa que en la primera, que estaba más nerviosa. Apasionante. Creo que desciende de unos conquistadores españoles que eran primos hermanos de los antepasados de María José Galera y Jorge y todos los que vinieron después, que ya no me los sé. Mientras le explico la jugada al de Indiana anuncian que la intelectual va a firmar autógrafos, se me enciende la lucecita y tengo la grandiosa idea de pedirle uno. Luego sólo queda rellenar la tarjetita con un precio y, hala, factura falsificada. No es que me guste, pero en 15 días he pasado por 9 hoteles, con sus correspondientes maleteros de llegada y salida, he comido en unos veinte restaurantes distintos, he tomado nosecuantos taxis y he tenido una decena de guías. Y da no se qué no dejar propina a estos simpáticos meseros y conductores que contestan con monosílabos, te intentan timar y nunca nunca te hacen factura. Pero que casi sólo cobrna tu propina. Así que me he gastado una pastaza en trabajar, y no me vendría mal poder justificar una pequeña parte. Voy para allá y hay una cola tremenda. Me he comprado una camisa que me ayudará a pasar inadvertido junto con el corte de pelo maya -que parece que me ha quitado cinco años. Hoy en el cine: "¿tienes carnet joven o de estudiante?" "pues no, pero gracias por preguntar"-. Pero parece que una escena de manga sobre un fondo rojo llama más la atención que sus collares de oro, sus camisetas sin manga y tal. Me voy de la cola un poco intimidado. Zac está bailando con su sombra literalmente. Voy y vengo nosecuantas veces y siempre hay cola y cuando parece que me va a tocar, la chica y los camareros hacen una coreografía de Macho Men y Quai am si em. Desde la escalinata de los autógrafos veo al becario tambaleándose y pidiendo otra cerveza de las que pago yo, y me doy cuenta horrorizado de que por mucho que falsifique una factura, mucho más caro me va a salir lo que se beba el muy cabrrrrón. "Hala, Zac, majo, nos vamos a casa". Sentados en un peldaño de la plaza de la Catedral hablamos de lo fácil que es viajar de cualquier manera y lo complicado que parece desde casa, de lo que se conoce, de lo que se aprende, de la velocidad a la que se vive. La luna creciente mexicana no es vertical, tiene forma de sonrisa. La miramos a la vez y reímos como tontos.