lunes, 30 de junio de 2003

“¡Oh! Sí, bellísima Inés
espejo y luz de mis ojos;
escucharme sin enojos,
como lo haces, amor es:
mira aquí a tus plantas, pues,
todo el altivo rigor
de este corazón traidor
que rendirse no creía,
adorando, vida mía,
la esclavitud de tu amor.”


El sábado me quedé medio atrapado en Madrid. Sin móvil desde hace meses, como casi siempre, anulé los planes demasiado tarde como para hacer otros nuevos. Así que me fui al cine a ver una peli con moraleja –¿dónde me he dejado mi buen gusto aleatorio para elegir sala?–. Llamé a mi niña antes, no es que dos días separados sigan siendo un abismo feo, es que lo son más que nunca. Le dije que era porque yo me quedaba y ella se iba. Me preguntó si ahora entendía lo de mis 17 días mexicanos. Ay, que sólo entiendo las cosas por las malas. Me recorrí la Gran Vía y la calle Princesa andando. Y eran todas carne, carne, carne. Con lo que a mí me gustaba la carne.
Nadie pone morritos como las francesas, nadie tiene los ojos de las indias, nadie las tetas de las danesas, nadie la agresividad dulce de las italianas, ni sus piernas largas, nadie la gracia de las gaditanas, nadie baila como las cubanas, para nadie tiene el alcohol tal poder afrodisiaco como para las inglesas, nadie se mueve en la cama como las tailandesas (dicen), nadie es tan sana como una irlandesa, nadie lleva los escotes de las yankis, ni lo pasea todo con la sonrisa de las mexicanas, ni gasta el desparpajo de las extremeñas, ni habla con la voz sugerente de las portuguesas, ni anda como las brasileñas (eso es andar, y lo demás pìsar el suelo). O eso creía. Porque resulta que mi niña es una belleza internacional.
Así que estoy como con un huequito, y me voy a casa. No puede ser tan malo eso de quedarse en casa un sábado por la noche. Enciendo la tele y ponen un reportaje sobre la movida madrileña.

(Gracias por hacer la cama, por cocinar tan bien, por lavarme la ropa, por darme cariño, por abrazarte a mí tan fuerte, por pedirme besos y achuchones, por venirme a buscar, por ponerte ese camisón, por intentar despertarme por las mañanas, por coserme la mochila pochola, por ser tan dulce, por fregar los platos y limpiarlo todo. Por echarme de menos, por quererme. Soy un patán, un zoquete y un torpe y nunca me doy cuenta de nada. Un torpe enamorado, pero eso no es excusa. ¿Qué puedo hacer ahora para que tú también estés tontita? Algo difícil –¿un soneto en alejandrinos? ¿empezar la novela? ¿no dejarte hacer nada para la próxima? ¿comprarme un armario y ordenar la habitación? ¿todo?– y algo fácil –te voy a querer como en los ripios del tenorio–)