viernes, 8 de agosto de 2008

El paraiso es un sueño
pa que te voy a engañar
aquí todo tiene dueño
como en la vida real.


Yo sueno convincente y ella suena convencida. Somos expertos en eso. Lo va a dejar todo, esta vida que le gusta tanto, con su trabajo en el que siempre es un hacha, ascendida sin parar desde un puesto del que nunca sale nadie. Sus amigas y amigos, que ven su estatura de persona libre. Libre. Y su aura de ser alegre, de bichito de luz. Nuestra casa de colorines que tanto nos costó pintar y su terraza, convertida en verano en un serrallo, al menos en lo estético, que por algo se empieza. La vida en la que por primera vez es feliz y plena y segura todos los días. Teme añusgarse cuando salga de Madrid, quedarse todo el día en la cama de Barbate y dejar que se vaya diluyendo todo ese potencial y que a su pozo sin fondo le crezcan cancelas.
Y aún así dice que se viene. Lo dijo a la segunda.
Hablo y sueno convincente y me lo creo hasta yo. Le explico que casi no hay ya más opciones para mí. Que necesito tirarme desde arriba de esta mugre al paraiso para forzar que salga algo de dentro de mí, no sé, que me surjan unas alas o me clave una espada flamígera en el culo.
Me cree y me acuerdo de Fidel. El comandante nunca obliga a nadie a nada –lo repite continuamente–, prefiere convencerlos. Claro que si no estás de acuerdo con él quizás tengas que hacerte 30 kilómetros diarios de bicicleta o botella para llegar a tu nuevo trabajo. O tal vez pases las próximas décadas durmiendo con los pies de alguien de tu familia en la cara en tu nuevo minipiso. Por supuesto, tienes la opción de no dejarte convencer, nadie te obliga a nada. Y yo me pregunto si por debajo de mis argumentos serpentea la amenaza, si a su asentimiento sólo lo sostiene el miedo.
Si va a dejarlo todo, se merece que yo haya hecho un par de pruebas con gaseosa antes de la mudanza. Pero no puedo no pedirla que venga. El paraiso sin ella sería un jardincillo de chalet.


el paraiso no tiene
ni pecado ni serpiente
que me muerda ni me tiente,
ni principio ni final
ni gracia si no es contigo
dormir la siesta al abrigo
del árbol del bien y el mal.

Javier Ruibal, Atunes en el Paraiso.

lunes, 2 de junio de 2008

direis ahora a aquel yacente
que su hijo aún se encuentra con los vivos
sí, le direis al mundo las palabras de un poeta muerto hace demasiados siglos
le direis que los hijos de la tierra siguen perdidos por su superficie
creyendo que sus corazones son cometas

llegan hasta aquí las palabras de aquel verano
como olas cansadas
mi locura es un niño enfermo y yo la amamanto con cuidado
ha llegado el tiempo de los asesinos
y la gloria de quien mueve todo el mundo escribías
acordándote del único libro que leiste

(de El camino de los ingleses)


Fue en Trinidad donde lo descubrí. Que por mucho que lo intentase no iba a regresar al verano verdadero, a ese verano de mi infancia, todos los veranos el mismo verano. Largo, inacabable. Porque ese verano no es el sitio ni la libertad ni el tiempo ni nada más que mi forma de ver el mundo convirtiéndose en mi forma de ver el mundo, cambiando a cada paso. Pero aquí estaba una parte de mi verano, el único, ya sabes. En la plaza principal había gente diferente de la que hasta entonces había visto en Cuba. No querían nada de mí, por primera vez, es la triste verdad, pero me hicieron sentir bienvenido. Cantando cosas de Manu Chao, ignorando a la autoridad porque decían: ¿qué me van a hacer por tocar? Quitarte la guitarra, contesto uno. Y se acabó la música.
La chica del short con los colores de la bandera de Estados Unidos no parecía de allí, tan rubia y pálida. Se rió, se lo habrán dicho mil veces, estúpido.
Y allí estaba mi verano porque tenía los ingredientes de mi infancia. Descubrimiento, porque cada cosa era nueva. Tiempo, porque era un mes largo y parecía que no iba a terminar y que podrías disponer de él hasta para perderlo impunemente. Libertad porque yo decidía a dónde ir cada día, hacia donde dirigía mis pasos en cada calle, sin nada ni nadie que me obligara. Aprendizaje porque todos los días descubría algo más de un punto de vista sobre el mundo que no sabía ni que existía ("no es honesto, no son honestos" me dijo el hombre de Cienfuegos más preocupado por la perdida de valores de sus vecinos que por quedarse sin almorzar por culpa de la arbitraria subida de precios del comedor). También hacía amigos y enemigos, también me daba el sol hasta pelarme, también me jugaba un poco el pellejo escalando por donde no debía y también estaba en contacto con las cosas más mínimas, con los bichitos o la dirección en que cae el sol.

lunes, 26 de mayo de 2008

Se titulaba LOS TERTULIANOS. Era para un concurso que dejé para el último día. Luego, una vez mandado, me di cuenta de que no era un cuento sino un post. Claro, lo había escrito en un ratito, después de mucho tiempo escribiendo muchos posts y cero cuentos. Tuvo el éxito que se merecía como cuento. Como post también espero que tenga lo suyo: una larga vida en éste camposanto al que no le falta de ná, ni la llama eterna de arriba del todo. Y que, de momento, blogger me deja mantener.
Ah, y como post se titula:

Valladolore

Había signos por todas partes, chispazos ininteligibles para nosotros. La poesía se nos acercaba con timidez, un par de cervezas hacían que nuestras neuronas bailaran claqué, las chicas pálidas atravesaban la Plaza Santa Cruz acarreando instrumentos de cuerda, nunca íbamos a la primera hora y nadie nos pillaba. Todo parecía anunciar el comienzo de una época fabulosa. Pero nosotros no veíamos nada. O peor, sólo veíamos las tardes grises y todos esos pequeños contratiempos. Los madrugones, eso sí que lo recuerdo bien. Soy un buho y nunca pude despertarme del todo antes de las 12 o la 1. Así que vagaba entre clases. A veces me llevaba una radio, otras el periódico y casi siempre dormitaba. Las chicas estaban ahí, al alcance de nuestra mano. Alguna bofetada con sonido de piedra que rompe un charco confirmaba lo cerquita de nuestra mano que estaban, lo lejos que se ponían. No había nada que hacer, tan pocas escapatorias. Corrupción en Miami en la tele, un bocadillo de Nocilla y unos pocos libros de mis hermanos mayores. Una temporada en el infierno. Me gustaba el título y no entendía nada. Poesía con nombres de Blas de Otero. Un poema a Sancho Panza debió de ser el culpable de nuestra locura caballeresca. Exiliados de todas las ofertas primaverales, Miguel y yo escalamos rápidamente el monotema de la literatura. Tres lecturas en diagonal nos confirieron una fascinación por lo que no entendíamos en contraposición con la insoportablemente tangible vida a nuestro alrededor. La poesía, eso sí que era vida. Eso sí que era un buen rábano al que agarrarse por las hojas ardiendo, no sé si se me entiende. Baudelaire, el Romancero gitano, verde, verde, verde, las mulas tordas de Alberti, estaban bien. Pero si nos hubieran dado a elegir y en el imposible caso de que hubiesemos decidido sincerarnos, nos habríamos quedado con la postura. Sí, la postura de poeta, con el puño sujetando el mentón, como para que la boca del poeta no se desboque y ponga la acera perdida de versos fundamentales. La de César Vallejo en la foto aquélla.
Ahora sí que nos íbamos a poner morados.
Nuestras primeras tentativas eran cartas de amor anónimas. Cuando llegaban a la destinataria ella y toda su clase ya sabían que estaba de camino. Y por si acaso, los versos que contenían describían al detalle situaciones y conversaciones que delataban al autor de aquí a Tordesayas. "Quedé contigo, llovía/ me dije, bonito día..". No funcionaba. En el colegio estaba mucho mejor visto dárselas de falangista o de deportista que de poeta. Aunque quizá los deportistas fueran mejores de ver. Lo de los falangistas, en cambio, aún no lo he conseguido entender. Sólo se sabían una canción.
Era cuestión de echarle paciencia. La poesía nos haría ricos y famosos. Sólo había que leer el arrobo en los prólogos, esa admiración académica por la vida de privaciones de Valle-Inclán o la muerte temprana de Miguel Hernández. En esas instrucciones biográficas se hallaba la cifra de nuestra entrada por la puerta grande de la sociedad. Fama. Mujeres. Dinero. Porque había premios literarios en los que se repartían fajos de 25.000 y hasta de un millón. Nos veíamos recogiendo el premio, del brazo de la reina de las fiestas, haciendo un paseillo triunfal del Ayuntamiento a la plaza de toros de Lagunilla de Douro, la charanga pisándonos los talones. Lo que no veíamos era aumentar nuestra famélica obra. Tres poemas mal alimentados con menos duelos que quebrantos. Había que ser trágico y quejarse. En consonante a ser posible.
A medida que nuestros objetivos inmediatos se estiraron hasta el medio plazo, nos fue invadiendo un gusanillo de soledad que tenía aún menos sentido que todo lo que habíamos hecho desde que se nos trago la pitón de la Poesía no presencial. La sociedad no entendía nada. Nosotros intentábamos entendernos una y otra vez, pero es que ellos ni eso. Tenía que haber más como nosotros. Claro que los había. Los tertulianos. Ahí estaban, en el libro de Francisco Umbral. Se trataba de una reunión de sabios en la que todos se lanzaban versos, caían como hienas sobre los compañeros ausentes o agrandaban su obra a manera de pozo. Ese era nuestro hogar. Sólo había que buscar su plano de situación en el periódico.
Sorprendentemente en el periódico sí que estaban las tertulias. Bueno, la tertulia, la única que en Valladolore trascendía, a la espera de que trascendieran sus integrantes. Era en la Casa Cervantes y allí nos presentamos, apestando a colonia, costumbre de buen tono los domingos. La concurrencia se encontraba en esa jovial edad entre los 60 y la muerte. Y precisamente de esta última iba el tema de la tertulia. Nuestro entusiasmo ni se inmuto ante la materia escogida. Teníamos tanto que decir, tantas frases épicas y alegres sobre ese o cualquier otro tema que nos pusieran por delante... Pero para que tuviera mérito el vuelo hacia esa fuente de preocupación que existe desde que el hombre no es mono, los doctos tertulianos comenzaron la disertación desde abajo del todo, desde el tema más terreno que encontraron.
-Bueno, antes de nada quiero señalar que algunos se fueron la semana pasada sin pagar los cafés. Los tuvimos que abonar Puri y yo de nuestros bolsillos. A ver que hacemos hoy, que aquí me parece que hay mucho choricete.
Lo que siguió, oh, que fabuloso espectáculo retórico para Miguel y para mí. Las mejores mentes de su generación -que fue hace dos generaciones- despertaron por fin para arrojarse mutuamente epítetos que hacía décadas que nadie alzaba desde el diccionario. Pasmosas construcciones verbales con la contundencia de un silletazo, silletazos con la ligereza de un enrevesado insulto que nadie más que el ofensor comprende del todo. Maravillados, nos sentimos parte de algo más grande que nosotros, un calambrazo de palabras que venía desde Homero, una llama de la que genios locales o tontos en varios idiomas nos habían hecho depositarios. Queríamos estar a la altura. Cogimos una silla y empezamos a repartir estopa.
Nuestra primera tertulia no podía haber sido más didáctica. Qué precisa escenificación de la muerte había hecho aquella señora sobre la tarima. Pero no podíamos mirar atrás. Había que dejar algo de nosotros para la posteridad. Nuestra propia reunión. Ilusionados, decidimos juntar a nuestros amigos menos zoquetes con un atractivo programa que no pudieran rechazar. Les llevamos a La patata brava. La tertulia, les contamos, iba sobre la guerra. "La guerra es mala", decía éste. "La guerra mata", respondía aquél. Y entonces fue cuando aparecieron las patatas y la discusión finalizó abruptamente. Mientras uno de los contertulios lamía el plato y otro se guardaba servilleteros, palilleros y platos espejeantes en la cazadora, nos dimos cuenta de que habíamos fracasado. Alguien debía desasnar a nuestra generación antes de empezar a hablar. Mientras hacían tiro al plato con el botín robado, llegamos a la conclusión de que ni el hada de Pinocho.
Teníamos que adquirir conocimientos previos. Las conferencias. Ése era nuestro próximo campo de acción. Leímos la frase de Eugenio d'Ors, que a las ocho de la tarde o das una conferencia o te la dan. En espera de alcanzar la elevada posición de conferenciante, nos las daban. Y todas en el mismo lado. Oímos charlas sobre el travelling en Orson Welles, la caza menor en los Campos de Castilla o los distintos colores de la diarrea. Conocimos los diferentes tipos de oyente. El que aprovecha para dar una opinión personal sobre algo que no tiene relación más que con las cosas en las que venía pensando el hombre y lo camufla en una pregunta que nunca llega a enunciar. A la que todas las conferencias le recuerdan a una historia que le pasó a su sobrina. El que se indigna mucho con el gobierno. El que le contesta desde la oposición. El que, por fin, pregunta algo sobre la conferencia, pero nadie lo entiende. Oficio duro el de conferenciante. Pero más el de conferenciado. Estábamos a punto de retirarnos, y ojalá lo hubiéramos hecho antes.
Pero apareció ella.
Era un súcubo que caminaba entre nosotros. Miguel empezó a pensar con el pito. Siempre lo había hecho, pero ahora su pito apuntaba en una dirección. Mira que se lo dije.

miércoles, 21 de mayo de 2008

El folio en blanco

El folio en blanco
Redacción

Cada una de las palabras que escribía era como el verso de una oración. Cuando hacía un poema, cuando escribía una redacción, paladeaba las palabras recién escritas, a la manera de los panaderos, las recitaba y las leía despacito. No era exactamente orgullo. Era asombro. Yo había parido esa frase, ese verso. Y rimaba con el de dos más arriba. Más o menos rimaba. Y lo que decía tenía sentido. Lo tenía para mí.
Quizá es por eso que me acostumbré a escribir poco. Erigía un altarcito para cada cuento, me postraba ante los poemas, aunque me parecieran malos, ya entonces. Aquél relato en el que cruzaba el Atlántico con mi novia imaginaria en un bote neumático. Ese otro en el que viajaba al Oeste y mi novia imaginaria esquivaba las mesas llenas de borrachos dejando tras de sí la cola de su vestido como el mar deja espuma. Y la tercera parte, el cuento en el que se encontraban autor y personaje (yo y yo) y se mataban de alguna manera desproporcionada.
Pero no había visto el mar más que una o dos veces por aquél entonces, no tenía novia (ni siquiera imaginaria) y no sabía nada de metaloquefueraaquello.
Supongo que un poema de vez en cuando, un cuentecito que me reafirmara en la convicción de que yo valía (guau, todo esto lo he hecho yo) eran suficientes. Podía volver a ellos tantas veces como quisiera y me ahorraba tener que hacerlo, me ahorraba tener que valer.
Y así hasta hoy, que me he decidido a escribirme estas líneas. Merteil me pregunta "¿qué haces?". "Escribo". "A quién". "A mí". Sí, ella que se enamoró de alguna afortunada combinación de mis palabras, antes de conocerme, se extraña hoy por hoy tanto como yo de verme teclear.
Teclear.
Ultimamente, cuando me preguntan a qué me dedico siempre contesto: "a teclear".