martes, 8 de noviembre de 2011

A mitad de camino

Hace unos años estuve encima de una mesa de operaciones. Los médicos, supongo que mientras se partían con chistes de Arévalo, me rajaron del ombligo para abajo, me sacaron las tripas y me cortaron 20 centímetros del ilion terminal, sea lo que sea eso. Tras un mes en el hospital, salí con un cosquilleo que sólo puedo calificar como “ganas de vivir”. Pero estaba flojito, apenas me atrevía a andar, temía que alguien me golpeara la tripa. Tenía que irme a casa y convalecer. En lugar de eso pedí que me llevaran al pueblo con la señora Patro. La llamé para decirle que estaba a punto de llegar. Durante la convalecencia ella me hizo pisto, algún guiso de patata y quizás me diera el chopped con chocolate que me solía preparar a diario la primera vez que me llevaron con ella, lo que me convirtió en el gourmet delirante que ahora soy (ser o no ser). Paseábamos del brazo hasta la fuente de La Pioja, quizás hasta la zona donde su marido llenaba carretillos de hierbas para sus conejos.
La casa de la señora Patro tenía conejos, pollos, un cerdo, un caballo, un perro, gatos. Una vez intentó tener patos. Cuando estaban casi incubados, a punto de nacer, fui agujereando los huevos, uno por uno, supongo que rápido para que no me pillaran, aunque me pillaron. Me escondí detrás de la falda de la señora Patro mientras todos en la casa intentaban lincharme. “Pobrecito, no lo habrá hecho adrede”, decía ella junto a los huevos concienzudamente agujereados y los patos, casi vivos. No era mi primer linchamiento. Unos meses antes había tratado de coger en brazos a mi hermano pequeño. Se me escurrió y así me encontraron, sujetándolo por una pierna, junto a la cuna, a punto de que se me resbalara de las manos e hiciera catacroc y rompiera una baldosa con la cabeza. Y ésa sí que me la iban a cobrar. Entonces no estaba acostumbrado a linchamientos domésticos, aún no sabía que iba a ser así siempre, el mundo contra mí, y me puse enfermo y me escondí. Hasta en el tambor de la lavadora me escondí. Para que me bajara la fiebre, me llevaron al exilio, a la casa del caballo y de las gallinas y del perro y de los conejos y de los patos que iban a terminar estirando la pata detrás de las faldas de la Señora Patro.
En esos mismos días, decidí que si tenía dientes debía de ser para algo. Así que me dediqué, con una eficiencia que nunca más ha vuelto a asomar, a morder a todos los niños del barrio. Cuando los probé a todos, me quedé con dos o tres niñas, que eran las que mejor sabían. Aquel barrio de casas molineras, pobre que entonces era lo mismo que decir bestiajo, era un sitio donde un niño tan chuloputas, tan de ciudad y con tan poco instinto de conservación no iba a durar tres pedradas, a no ser que tuviera guardaespaldas. Y mi guardaespaldas fue la señora Patro, dispuesta a pelearse con sus vecinas, en un pueblo y en un barrio y en una época en los que la institución vecinal se habría podido llamar eso, institución vecinal. Estaba claro que ella no pensaba exiliar a este puto delincuente infantil.
Un día vinieron a buscarme y recordé que sabía esconderme y me escondí. Y luego ya me he estado escondiendo siempre. Detrás de un libro sobre todo, aunque eso no sirva para nada, porque asoman todas las extremidades y ni siquiera lees el libro de verdad. Sólo funciona si nadie te está buscando. O precisamente funciona porque terminas consiguiendo que nadie te busque. Pero entonces no me sabía ese truco y sólo podía ocultarme en lugares vulgares: dentro de un armario, detrás de una puerta, debajo de una cama. Me encontraron y me sacaron de la isla de Elba contra nuestra voluntad. Yo no salí del todo de allí, ella me echaría de menos durante toda su vida.
Los siguientes veranos fueron muchos, ahora lo recuerdo. Y de un calor blanco a la hora de la siesta, que era cuando cruzábamos el pueblo entero para ir a la calle Arrabal, que fue arrabal antes que calle, a la casa molinera de los gatos, los pollos, el cerdo, etcétera. Como allí no quería esconderme, no recuerdo que hiciera nada más que descubrir cosas. Dar hierba a los conejos y ver cómo movían los bigotes. Mirar cómo se fregaba. Sacar la bicicleta sin alejarme mucho para parar en la cuneta y fijarme en los bichos y los cardos y las amapolas. Destripar margaritas. Oir las historias de violencia inaudita que contaban los chicos del barrio. Trotar muchísimo en un balancín con forma de caballo. Subir al sobrao, vacío y polvoriento. Preguntarme que hacían esos chorizos colgados por todas partes. Mirar la leña ardiendo en la cocina. Estudiar esas muñecas siniestras, sobre las colchas ásperas. Intentar asomarme a la cuadra, pero no llegaba, y cuando llegué, el caballo se había ido sin explicación.
La clave de todo aquello, mi rosebud, son los bocadillos de chopped con chocolate . Un bocadillo de chopped con chocolate no tiene el mínimo sentido. Para llegar al bocadillo de chopped con chocolate hay que creer que el mundo es nuevo o que lo estás inventando tú, que has entrado en una alfombra molinera donde la fantasía ha sustituido a las reglas cotidianas y los niños grises de los colegios del Opus con sus abrigos largos se han transmutado en seres fantásticos, pollos, cerdos, conejos, etcétera. Y luego, sobre todo, tiene que haber alguien que esconda ese planeta fantástico detrás de su falda para que nadie lo rompa, porque todos quieren romperlo, porque todos saben que en realidad no está ahí y te lo quieren explicar cuanto antes. La señora Patro, tercamente, me hacía un bocadillo de chopped con chocolate cada tarde. Porque ella y yo, gourmet delincuente infantil y cómplice incondicional, sin atenuantes, habíamos creado el mejor bocadillo del mundo para el mejor mundo de fantasía del mundo. Y porque ella quería que yo viviera en ese planeta precisamente, en el que yo había elegido, y le ponía tan contenta preparármelo como a mí comérmelo. Los dos sabíamos.
A la señora Patro le gustaban los toros. “El Cordobés –decía- le prometió a su madre que con el primer dinero que ganara le compraría un cortijo. Y se lo compró”. Yo le prometí una lavadora, para que no tuviera que restregar más ropa. Pasaron los años y yo seguía yendo por allí. Mi pueblo era esa casa. Y mi pueblo era el lugar que más me gustaba del mundo. Traía mi sonrisa de oreja a oreja, por perdido que estuviera, exactamente igual que ahora. Traía alguna novia. Pero tardé en traer dinero, porque, al contrario de lo que se está diciendo, la explotación del periodista pardillo no se ha inventado ahora y mi padre, cada vez que encontraba un trabajo nuevo me preguntaba “¿éste cuánto me va a costar?”. Para cuando reuní algo de pasta, sus hijas le habían comprado la lavadora y yo le puse una tele. A veces me pasaba alguna tarde sentado a su lado, viendo concursos de Constantino Romero, y me sentía orgulloso de la tele, que era un cacharro. Habían puesto una estufa en el cuarto de estar, la cuadra hacía tiempo que se había convertido en cocina, ya no se cocinaba con leña bajo una cocina de metal, había un baño. Hasta llegó el teléfono. Pero la leña de la estufa seguía oliendo igual. Y la señora Patro era la señora Patro. Sabíamos en qué mundos nos conocimos. En un mundo incondicional.

El otro día volví a mi pueblo. Me bajé del coche de línea y empecé a caminar junto a la muralla, por el mismo camino de todas aquellos días de verano, pero bajo un raro sol de octubre que no daba ningún calor. Tomé la dirección de la casa de la señora Patro, pero me tuve que quedar a mitad de camino, en el tanatorio.