lunes, 29 de octubre de 2012


Nueve atardeceres de Ibiza. CUATRO.

El atardecer se entiende de verdad cuando se mira al revés. Hay que darle la espalda al sol para darse cuenta de que una verja se ha llenado de metales preciosos, dos chicas con un errado tinte zanahoria brillan como un cuadro de Klimt y la bola de helado gigante, monstruosa, la bola del cartel que parece que vaya a comerte a ti, cambia los brillos industriales por unas irisaciones que la hacen apetitosa por primera vez. Las piedras falsas del muro también me las comería, naranjas ahora como un salmorejo. Y hasta mi viejo pañuelo marinero refulge como si estuviéramos llegando a Ítaca.
La luz del atardecer miente dentro de un orden. No disfraza del todo. Durante un ratito arranca al mundo el perfil que le favorece, pero sin vestirlo de nada que no llevara dentro. Eso me queda claro al pasar delante de un solar, que se convierte ahora en un paisaje lunar por el que sólo pasea un perro marciano que parece radioactivo. O al mirar el reflejo en unos bloques de pisos con vocación de extrarradio y cuyas cristaleras no pueden evitar devolver un tono amarillo huevo e incluso un verdoso que no viene a cuento cuando todo a su alrededor es puro melocotón. Al pasar frente al Café del Mar, miro las gafas de sol de la chica del bar. Trato de dilucidar si ese brillito del fondo es un reflejo o son sus ojos. Me sonríe, saluda con la mano y comparte conmigo unos segundos de lo que bien podría ser felicidad o ebriedad. Nada que no llevara dentro.
28 de octubre de 2012