lunes, 29 de abril de 2013

Destinados



2002
Solía llegar a las doce, a veces a la una. Aquél era un lugar que no le correspondía, pero todavía no quería saberlo. Aun así, trataba de mantenerse alejado de todo lo que estaba mal allí con un horario de locos. Luego, ya se quedaría, cuando todo ese sudor inútil se fuera desvaneciendo y estuvieran solos la pantalla y él. Eran las 10, las 11 o las 12 de la noche y entraba en el mundo al que pertenecía de verdad. Un blog. Un documento abierto y todo lo que quisiera decir. Un planeta entero como un desván lleno de trastos. Cogía los sentimientos más intensos de entre los del día y los modelaba en una página. Cogía el último resbalón, el que sólo le había hecho gracia a él, y lo desmenuzaba hasta que fuera divertido para alguien más. Era un buceador, y no emergía del folio sin un par de peces y la sensación de haber flotado en el agua o en el aire, no sabía, durante las mejores horas del día. Creía que estaba escribiendo para él, para los dos o tres amigos de entonces que le leían, para alguna chica que le esperaba en el bar o en la cama. Siempre había sido menos de mirar los futuros que de quedarse ensimismado en los pasados, montándolos y desmontándolos como mecanos. Así que no se paraba a considerar que con cada mordisco a la manzana iba también dejando un rastro de semillas. No se puso a imaginar si en realidad estaba escribiendo para alguien que ya le conocía, pero que tardaría diez años en conocerle. Ella llegaría cuando él se estaba sacudiendo todo ese montón de escombros, justo para empezar una partida nueva del todo, como si no existiera el pasado. O como si el futuro existiera mucho más.

Él escribe un post que empieza “esta mañana me han tocado mucho el culo”.

Ella había tenido un mal fin de semana. Era la estrella en clase, entre sus amigos de la partida, en su casa -cuando en su casa había paz-. En alguna parte de su cabeza hecha de diagramas y constelaciones estaba la información de que tenía algo bueno entre manos, que el futuro era una cosa que iba a poder escribir ella misma. Le gustaba ganar y solía ganar y merecía ganar. Y, sin embargo, estaba perdiendo batallas todo el rato con aquel chico. Porque aún no sabía que irse, a veces, es la única manera de ganar. En aquellos tiempos y durante muchos muchos años, la única dirección que contempló fue hacia adelante. Las múltiples voces de su cabeza, las que le decían, a ratos, que algo no encajaba y, a menudo, que ella conseguiría ensamblarlo todo, cesaban un ratito en su cuarto cada noche. Abría la pantalla y entraba en vidas ajenas puestas en un escaparate de mercería, de pastelería o de ferretería. Creó su propia juguetería, donde tenía una corte de tipos que, como ella, salían por la puerta de atrás cada noche para inventarse una vida en la que todo tenía mucha más lógica. Un día descubrió una página de un chico un tanto perdido que escribía como si le estuviera hablando a ella. Le pareció que se conocían, le pareció que podrían conocerse. Le gustó cómo veía las cosas y entendió que le estaba contando la verdad. Pensó que le podría ayudar, quiso advertirle, gritarle “esa chica no te conviene”, “tú vales más que las cosas que haces”, pero lo dejó correr y nunca le escribió. Lo que no sabía es que ese atracón de manzanas durante el que las voces se atenuaban también había plantado los árboles a los que se subiría en un momento crucial de su vida.

Ella entra en el blog con ganas de que haya un nuevo post y se encuentra con uno que le hace sonreir.

Ambos prescindieron en un par de años de todo lo bueno que les había proporcionado ese cruce de caminos etéreo. Ambos desmintieron al destino, en apariencia. Él se perdió del todo y consiguió encontrar por fin algo con lo que golpearse a lo grande: dejar de escribir. Ella dio unos cuantos tumbos, ni tan malos ni tan buenos, para llegar al punto en que volcara y diera los primeros pasos para descubrir quién era y lo que quería, muchos años después.

2011
Es uno de esos días soleados de octubre, un regalo tardío. Él sale apresurado por la puerta de la redacción. Ella lleva ya diez minutos esperándole en un banco. No le conoce, pero sabe quién es en cuanto le ve. Va vestida con una chaqueta deportiva, el sol hace de su pelo rojo un frutal, su sonrisa es la de alguien que acertara con la puerta tras la que se esconde el premio gordo. Él le da la revista en la que no cree y ella la enrolla como si fuera un bate. El corazón les va demasiado rápido. Tratan de ralentizarlo con bromas estúpidas sobre lo que espera cada uno de una cita que no es una cita. Ella, además, baja la cabeza todo el rato, se esconde debajo de su pelo y enrojece hasta que convierte su perfil en el de una manzana de fuji. “Estás a la defensiva, mira como coges la revista, parece que me quieras atizar”. “Pues tú te escondes detrás de unas gafas de sol”. Se las quita.