sábado, 16 de noviembre de 2013

Un jueves cualquiera

El jueves empezó a las 6 de la mañana, cuando encontré las bragas de B. debajo de la cama. Un arco lunar de 90 grados y cuatro botellas -tintocavaronvodka- después de vernos, las dos lenguas se habían reencontrado en los mismos lugares de dos años antes. Toda la habitación olía a sexo, todo mi cuerpo olía a sexo, todo mi pelo olía a sexo y todas las calles olían a sexo cuando la dejé en el taxi. Creo que lo último que me dijo es que no escribiera sobre ella.
Volví a casa, bajé las persianas para obtener una cueva en la que escribir uno de los artículos de costumbres con los que debería ganarme la vida si alguna vez recordara pasar las facturas. Uno sobre las implicaciones emocionales del calimocho en vaso grande y el estado de trance en que te sume Paquito el chocolatero. Cuando terminé, todas las teclas estaban pringadas de sexo, eran las 9 y el sol ya había convertido el techo de mi ático en un grill de gratinar. Humo, sudor, fluidos y rendijas de luz de novela negra. Me dormí igual. A las 3 me encontré a Merteuil sentada en mi cama. Todavía tiene llaves y a mí se me había olvidado que habíamos quedado. Comimos con mucho vino, menos por comer y por beber que por recordarnos el uno al otro quiénes somos. Pasear Madrid con quien lo paseaste por primera vez es siempre otra primera vez.
Luego me fui a la plaza del Dos de mayo con David y unas laticas. Estaba preocupado por algo. David en julio siempre estaba preocupado por algo. Pasamos allí la tarde con el culo frito sobre una piedra de parrilla, entre balonazos, músicos espontáneos que se molan y torres de latas de Mahou vacías. Luego vinieron Pelayo y Alberto y nos fuimos al Picnic. Pelayo estaba bien, porque Pelayo siempre parece estar bien. Pero Alberto nos contó cómo estaban las cosas y se fue y yo me quedé un buen rato mirando al frente porque estaba mirando al futuro y supe todo lo que iba a pasar y me hubiera gustado cambiarlo, pero no podía hacer casi nada. David me dijo que si me ponía así por las cosas de los amigos me iba a gastar una pasta en psicólogos.
Ya era de noche cuando me encontré a Guillermo y a Ceka por la calle y nos fuimos a la puerta del Nasti a beber unas latas y a molestar a las chicas, el plan estándar del verano.
Conocí a Luna en aquella puerta. Rubia y delgada a lo yonki, vestía corto y tenía las pupilas como eso, como dos lunas llenas. Casi sin hablar, me llevó a la calle de al lado, me puso una raya entre los cubos de basura y me besó en un portal. Respondí.
-¿Pero tú no eras gay?
-Superhetero.
-Ah, como ibas con tu amigo.
-Él tampoco.
-Ah, bueno, pues es que a mí ya me han empotrado esta mañana en un baño.
-Claro, dos veces en un día te iba a sentar mal.
Entramos en el Nasti y se puso a bailar a saltos en la pista vacía. Salimos. Salió. Se alejó calle abajo gritando nosequé.
Fue como estar un ratito en los 80.
Volví a entrar y conocí a M. Tenía unos labios rojos como de haberse comido un kilo de fresones y haberlo intentado solucionar con una palada de Titanlux. Estaba muy oscuro, pero se veían, se les veía la textura de dibujo animado polaco pintado a mano y de fruta ecuatorial blanda sólo por dentro. Cuando pude mirar a otra parte, me fijé en sus tatuajes de ficha policial. También llevaba una minifalda y un moño y un mirar selvático. Bailábamos y pusieron su canción favorita, que hizo la mitad del trabajo. Nos hicimos unas fotos de nuestra silueta en la pared, con luz de foco azul a nuestras espaldas, tan típico del Nasti como sujetar la Torre de Pisa en Pisa. Y entonces hablamos de la violencia en las relaciones, creo que ella estaba a favor, y me ofreció una muestra gratuita, una prodigiosa colleja que me me enterró la nariz en el pecho y que, contra todo pronóstico, me puso cachondo. Luego se fue a la barra o al baño y yo me puse hablar con unos tipos que había por ahí sobre las fiestas de los pueblos y volvió y pensó que no le estaba haciendo el caso suficiente y se largó sin avisar. Luego nos escribimos y me dieron las seis de la mañana intentando mitigar su mala hostia de serie, embotado supongo por el rojo, los trazos carcelarios de su piel y el calor de sus cinco dedos grabados en mi cogote. Un par de días después prácticamente me instalaba en su casa durante toda la semana con unos resultados que hubieran sido fáciles de pronosticar. Pero ahora eran las seis y el sol iba a volver a calentar enseguida el techo de mi casa hasta convertirla en el merendero del infierno y yo me dormía pensando que hace demasiado calor por la mañana y que se vive mejor de noche.