jueves, 23 de enero de 2014

Minas

Cada vez que te escribo me suben las visitas
210 al blog, la tuya en el portal
tú crees que no lo sé, que no me sé las tretas arrastradas
con que lleno de pelos esta almohada
los valses con que sé qué hacer no piso a nadie
qué abrazos se evaporan en el taxi
lo que me cuesta un beso tuyo que cuesta cinco metros
cinco metros más lejos pero es un beso tuyo
di que no me conoces
que de un camaleón tú sólo sabes
de qué color es hoy la pared en que posa
dime todas las cosas que no quiero
y consigue que piense dios que es sólo ella
nadie me mira así tú sigue hablando
de morderte los labios sigue hablando
sigue diciéndome tú y yo no somos nada
no te entiendo la odias o es tu amiga
di los amigos son que no se hacen
tú y yo no somos nada y yo no te conozco
cada noche distinto si tan sólo escribieras
si no existes no existes no existieras
podría amarte tanto si no te conociera
porque no te conozco si no te conociera
cada vez que me das las diez razones
para que no te guste y cierto cierto cierto
me gustas porque sabes por qué yo no te gusto
y el domingo no entiendes que tengo que estudiarte
dime las cosas claras o doy un puñetazo
a esta pared tus dientes la tibieza
y las frases a medias
pero puede que sí que sí te vea

me amarías si no me conocieras

jueves, 2 de enero de 2014

Hoy casi lo consigo



Hoy casi lo consigo.
Empecé no pensando en lo que mira,
me acordé de otras pieles
menos resbaladizas,
de las cosas que no saben a ella,
de las formas de hablar
que no bombean.
  
Para el almuerzo ya su espalda era
otra arcadia cualquiera.

A un olor de su pelo que he inventado
me he escorado a la hora de la siesta
y casi he estado a esto de decirme
que no huele mejor
que un césped o una era.

En serio, he estado a punto
de barrer de mis ojos
las latas de las calles de Madrid
que bebemos a medias,
las pelotas de nieve
que redondea su lengua,
ese par de llamadas en que me dijo “vente”,
el beso o dos que me dio sin pedirlo,
los fríos compartidos
que no eran casi fríos,
la colección de toses
que la elevan,
y la vez que salía de la ducha
y en la que no fue mucho primavera

Casi a punto, de veras,
de estar a punto de que me lo crea.

miércoles, 1 de enero de 2014

Nos empeñamos

Nos empeñamos todo el rato. Buscamos y buscamos. Sabemos que no, decimos que no, pero creemos que ese amor nos va a salvar de nosequé. En lugar de mirar las cosas que son, lo que vemos, lo que es evidente, nos contamos un cuento futuro de algo que recordamos dulce y algodonoso y que igual ni hemos vivido. Perseguimos a una chica posible y existente y sólo habría que levantar la vista y mirarla, porque eso es lo que es. Pero luego buscamos que se parezca a una ficción que ni sabemos si queremos. Hipotecamos por hipotetizar. Vivimos el amor en el futuro y los futuros sólo son las motas que flotan en las rendijas de luz o los charcos en el asfalto de cuando atraviesas La Mancha un día de verano a la hora de la siesta.
Y luego, con suerte, si las cosas salen bien y todo se parece a algo que imaginaste, en medio de la euforia le entregarás esa parte de tu vida que le reservabas y luego también esa otra que era sólo tuya. Y luego se va a ir y se las va a llevar. Una y otra vez. Por eso esto es un callejón sin salida.
A lo mejor porque lo veo así, me empeño en que no puedo tener una relación como las demás con una chica como las demás. Y a lo mejor eso no es verdad y acertaba más antes cuando creía que lo importante es que a ella le importara yo y no hacía falta nada más, porque ella ya sabía que a mí me importaba ella y todo salía solo. Igual todo lo demás, el esquema, el molde, es lo de menos.

Estoy harto de escribir sobre ese amor, sé que lo volveré a hacer, pero no quisiera siquiera tener que pensar en ello nunca más. Como si no hubiera otras formas de amor menos sicosomáticas, menos sísmicas y más alumbradoras.

Hace tres años pasé el verano en uno de los agujeros más inmundos del planeta. Desde la casa en la que vivía, enrejada como una cárcel frágil, oía los tiroteos y veía pasar a las niñas embarazadas, a la comitiva del chaval al que mataron para robarle la moto, a los camiones cargados de policías embutidos en protecciones como armaduras, subiendo a empujones a la gente parada en las esquinas como en una novela futurista de un futuro de mierda. Todos los días me inventaba una especie de taller de periodismo para niños. Venían a clase con hambre o con ojeras y me cantaban raps de narcos o de peleas a muerte que convertíamos en noticias y crónicas. No sabía qué mierdas pintaba allí y lloraba todos los días.
Había un pequeñísimo grupo de vecinos que querían cambiar las cosas. Una noche les di una charla, les expliqué cómo cualquier periodista querría hacerse amigo de alguien que pudiera guiarle con seguridad por el barrio, como redactar una nota de prensa y cómo llamarles para crear una relación con ellos. Estaban agotados, la más mayor se quedó dormida. Llevaban todo el día preparando una jornada de limpieza para el día siguiente por las calles de un barrio hasta arriba de una basura que traía el cólera. Y aún así entendieron a la primera lo que les decía, redactaron notas de prensa decentes, me lo preguntaron todo una y otra vez. Aquella noche me fui a un colmado. Fue mi única borrachera del mes, pero me lo bebí todo, conseguí vodka y me lo metí a morro. Me desperté con una resaca tropical taladradora, de las que el calor pegajoso multiplica. Estaba en aquel cuartucho celda en el que la salida del aire acondicionado de la habitación de al lado sonaba como un motor de avión y el sudor lo impregnaba todo todo el rato. Mi amigo roncaba al lado y hasta sus ronquidos me asfixiaban. Decidí que quería limpiar. Corrí a la calle donde estaba la brigada de limpieza, pedí una escoba y me puse a barrer. Barrí sin descanso bajo el sol, iba de una calle a otra con la escoba, dando empujones a la basura, metiendo cajas y botellas en la carretilla con un ritmo enloquecido. Sudaba y barría y recogía y se me rompía la escoba, que era un palo con unos mechones de paja, y seguía barriendo como podía. Algunos vecinos tiraban más basura a mi paso, otros se reían de nosotros. Los de la brigada me dijeron que descansara un poco, pero les contesté que no iba a parar. Barría tanto y tan sin mirar que al final me metí en una calle fuera de la ruta, una de las peligrosas incluso de día, y vinieron a buscarme, alarmados, y me obligaron a parar. Tenía las manos llenas de callos, olía fatal, tenía el pelo y la ropa llena de mierda. Y lo había entendido todo. Nunca había sentido un amor tan universal y desinteresado y generador como el de aquel día, nunca había sabido tan a las claras lo que es. No sé si volveré a pasar por algo parecido, pero de alguna manera lo llevo conmigo desde entonces.

Dice Iñaki que mientras un amigo diga “estoy jodido” y otro conteste “Estoy cerca ¿un par de latas?”, hay esperanza. Claro que hay esperanza, pero nos empeñamos en buscarla donde no es.