lunes, 31 de marzo de 2014

Un poeta de 18 años

La ciudad parecía sucia o vieja o triste o las tres cosas. Todo era del gris del cielo: la ría, el Arriaga, el casco viejo. Mira que yo llegaba con ganas de todo. Preguntaba cosas y le contaba lo que me estaba pareciendo todo a cualquiera, aunque nadie me lo hubiera preguntado. A los compañeros de autobús, a los txikiteros de los bares, a los dependientes de las tiendas, a los desconocidos. Ni siquiera entendía por qué me miraban raro o me contestaban con desconfianza. Acababa de llegar a Bilbao para preinscribirme en Periodismo y tenía 18 años.
Enseguida me enamoré de una chica. Se llamaba Anne y, no sé por qué, yo la llamaba Rosa. A mi amigo Tito le gustaba también y yo ya tenía una novia peluquera, así que nunca se lo dije.
Vivía en un piso con cuatro chicas de Ondarroa. Había puesto carteles por la universidad y por las calles: "trabajaría a cambio de una habitación y comida". Porque estaba empeñado en que nadie me pagara la carrera y porque pensaba que el mundo funcionaba así.
Creo que nunca llegué a usar el enorme armario de mi cuarto. A un lado de la cama tiraba la ropa sucia, que se amontonaba allí hasta que me iba a Valladolor a que me pusieran una lavadora. Al otro lado iba arrojando los periódicos. Cada día compraba uno diferente. Con chinchetas, ponía por las paredes la página que más me había gustado ese día. También unas láminas que regalaba un diario: una de Klee, el París por mi ventana de Chagall, el cuarto de Van Gogh, la Muchacha en la ventana de Dali y una guitarra cubista de Picasso. Cuando las paredes estuvieron forradas compré un spray de pintura verde y escribí encima de las hojas una frase que no recuerdo. Me quedé sin pintura a la mitad. Era el cuarto de un sicópata. Algunas noches salía a patearme la ciudad, sin rumbo, entraba en algún bar y hablaba con cualquiera, pero otras muchas me quedaba en esa habitación, despierto hasta el amanecer, leyendo y escribiendo.
Supongo que cuando terminó el curso recogí la ropa del lado izquierdo de la cama y me fui para siempre de aquella casa de la calle Labairu, detrás de la plaza de toros. Si me recuerdo bien, seguro que me despedí con algún tonto rito sentimental, un recitado, un mensaje escrito en alguna parte, un mirar las cosas despacio para que no se me borraran.
Hoy estoy con otra mudanza, una mucho más complicada. No me caben los recuerdos, así que los estoy abandonando para irme a vivir a una vida más simple en la que sólo entran una cama, un armario pequeño y un balcón. Y por esos prodigios de las mudanzas, ha aparecido una libreta con algunos poemas que escribí aquel año de mi primero de Periodismo. Hay más en alguna parte, nada que la Humanidad vaya a echar de menos. Pero es bonito releerse después de tanto tiempo, se parece a encontrarse con alguien que conociste mucho, que sabes quién y cómo es sólo con tenerle otra vez enfrente, pero del que sólo recuerdas algunas historias sueltas.
Ese tipo escribía esforzados versos medidos, combinaciones desconjuntadas de nefastos alejandrinos y endecasílabos asilvestrados hasta arriba de tópicos líricos. Contaba las sílabas golpeando los dedos en la cama, sólo para asegurarse de que el ritmo de su cabeza no estaba escacharrado. Copiaba sobre todo a Baudelaire, Darío y Lorca, pero también a los poetas del 50, a Quevedo o a cualquiera que hubiese leído en un suplemento de periódico.

Si existiese el buen Dios que a los hombres crease
y hubiese yo nacido omnipotente
(nunca es seguro si serás Juan o Pedro, 
serás pescao o carne)
entonces soplaría uno a uno tus rizos,
creando negros pelos recubriendo tu frente,
que es el estadio en que hacen carreras tus cabellos,
modelaría a besos tus labios de princesa,
más vírgenes que un tallo, más fresas que la fresa,
y cuando ya tuviese hecho el molde del cuerpo
(exacto a lo que eres, con todo tan bien puesto:
uñas que ya no muerdes, chicos que ya no amas...)
pondría fuego eterno gota a gota en tu pecho
(llamas que escalarían desbordando tus ojos,
que de bonitos son el reflejo de tu alma)
y así, tan tú, tan Rosa, tan igual a ti misma,
Venus en cada poro, eterna en ser Anita,
sería alguien exacto a ti en los dulces
tiempos de Primavera
(sólo a la Primavera crearía
en un mundo de arroyos, fuentes, claros,
quizás con manantiales de cerveza,
ríos de zumo y fiestas compartidas).
Y el mundo detenido: a tus pies y en tus manos
Yo, Dios, se haría hombre para rozar tus labios.

Ponerle un altarcito al pasado es una idiotez.

2 comentarios:

Danzante dijo...

Me ocurre algo parecido cuando me encuentro un antiguo texto..., aunque yo escribía con mucho menos conocimiento. Yo tampoco le pondría un altar al pasado; no me fío de la memoria, siempre manipula como quiere.

Me gusta mucho esta frase: "Un mirar despacio las cosas para que no se me borraran".

Un saludo.

virgenyfurioso dijo...

Justo esa frase es el arranque de la superpoblación de nostalgias: fabricas memorias significativas adrede y luego se te amontonan y pesan y te desequilibran.