lunes, 3 de febrero de 2014

Mi lugar preferido del planeta (auroras boreales)

Nos alejamos del pueblo en el que se acababa el mundo para pisotear la nieve, para excavar con las cuchillas de las motos un camino perecedero hasta la montaña desde la que ya no se alcanzaba ninguna luz de la tierra. Cuando llegamos, me sacudí la piel de reno y la nieve y empecé a caminar hacia adelante hasta que me se me hundieron las rodillas, hasta el paso previo a no poder dar un paso más. Encima de mí, las luces se movían con la gravedad fantasmal de una serpiente mitológica. El cielo era un salón de baile asgardiano. Saqué el trípode, coloqué la cámara e hice una foto. Lo que apareció en la pantalla era una psicofonía de colores, un abismo inverso y tumbado y frutal. A partir de ahí no podía dejar de hacer fotos. Disparaba y me ponía delante como en un suicido diferido. Usaba el puntero láser de mi mechero de los chinos para encender la nieve. Dibujaba geometrías incandescentes con la brasa del cigarrillo a mi alrededor. Cada foto era distinta e incluía una nueva confección, rápidos cócteles de descosidos con parches de colores fugitivos. Era un cielo de jazz. Era un asomarse a las cosas del otro lado que sólo alcanzaba esa máquina dimensional, mi cámara.
Alguien vino a buscarme. Todos se habían ido metiendo en la cabaña hacía rato, estaban alrededor del fuego bebiendo vino caliente. Habían pasado dos horas y estábamos a 30 bajo cero y yo ni siquiera tenía las manos frías.
Cuando volví a Madrid era casi primavera y una chica que no sabía cómo tomarme me esperaba para mostrarme el plano de su próxima vida sin mí. Guardé las fotos en una carpeta como quien entierra un tesoro que sabe que volverá a necesitar en invierno. Muchos meses después, una mañana cualquiera, el ordenador ardió por dentro y todo se perdió. La noche boreal, los pescados voladores del Índico, el verano abrasador del Madrid oceánico al que le puse una camisa de peces. Y aquel amor intenso y doloroso e inexplicable que duró 18 meses. Guardé el disco duro inservible en el cajón donde escondo las cosas que no quiero perder. Como si pudiera ser la manija que abriera aquella Era de dos años y pico que se acababa justo ahí. Si lo miro y me concentro veo posarse frente a mí todos aquellos días como una bandada de pájaros imaginarios. Ahora ya sólo viven en mi cabeza. Hacen de ella una chistera y un campo de fractales. En noches como ésta es un sitio estupendo.