miércoles, 11 de noviembre de 2015

Límites

"Porque lo que nos hiere no son las personas, sino ver destrozados nuestros ideales, y eso nos hace añicos"
Blitz. David Trueba.

Podría empezar esto hablando de loquemepasó. La píscina de la que no sales porque estás nadando hacia el fondo o porque ni quieres ni quieres querer, la sensación de que todo ha seguido rodando y tú te has quedado ahí, agostado, y ya no entiendes cómo se hacen las cosas, la duda razonable de si te habrás vuelto loco, la certeza falsa de que te vas a quedar así para siempre, blablablá; ya está contado. Y si nadie ha entendido loquemepasó, yo el que menos, no me voy a poner ahora a explicarlo, a hacer como que sí. Todo lo más, puedo buscar la cita de Erich Fromm sobre la necesidad de pertenecer a algo para no acabar majara. Somos raritos, de los raritos que ni siquiera tienen muy claro cuándo lo están siendo. Hacemos cosas tontas para encontrar un sitio, vosotros las vuestras, yo, por ejemplo, procurarme una tertulia literaria, querer jugar al cadáver exquisito, subirse a la mesa a recitar, hacer el poliamor cuando no existía. Hemos tenido nuestros ratos de aparentemente encontrarlo, El Primero de carrera con estrippókers en los coches y revolcones compartidos en la hierba, hasta que el suelo volcó; el del blog inicial en el que parecía que no estabas solo y podías escribir tanto como te diera la mano; el de aquella chica con la que te fuiste a vivir, la que sólo usaba tangas y se inventaba diminutivos. Pero al final te hacías a la idea de que ahí tampoco. 
Y, de repente, cuando ya casi ni lo buscas, lo encuentras, hay un huequecillo aburbujado lleno de gente tan rara como tú a la que adoras instintivamente y donde puedes hacer lo que siempre has querido hacer y todas las cosas nuevas que no sabías que podías hacer. 
Y, de repente, lo pierdes todo otra vez, no hay ningún sitio para ti ni entre esa gente tan rara como tú porque no sabes hacer lo que tendrías que estar haciendo.
Erich Fromm, puto profeta: “A menos que pertenezca a algo, a menos que su vida posea algún significado y dirección, se sentirá como una partícula de polvo y se verá aplastado por la insignificancia de su individualidad. No será capaz de relacionarse con algún sistema que proporcione significado y dirección a su vida, estará henchido de duda, y ésta, con el tiempo, llegará a paralizar su capacidad de obrar, es decir, su vida”. 
Y ahí está una explicación tan ficticia como otra cualquiera: por eso ya no quieres salir de tu pocito, por muy idiota que te sientas con todo al alcance de la mano, por mucho que veas cómo te abandonas hasta dejar de funcionar, blablablá.
Así que, olvidémonos de este tema, archivémoslo para siempre en esta introducción de post tan larga, porque ya está contado. El momento es ahora, cuando aparezco ya convertido en un vagabundo que, sólo este mes, ha dormido en tres camas y un sofá. El sofá se abría y me dejaba el culo en volandas a mitad de la noche. Las camas de invitados ya no son tan de muelles. De las mantas ya no se me salen tanto los pies. Desde ninguna de ellas se veían las estrellas. Dos daban a patios interiores, otra, a una terraza llena de trastos, el sofá estaba muy lejos de una ventana con árboles. Cuando salgo a la calle en una de esas casas, lo que hay es un barrio pijo con porteros que preguntan a dónde vas y con señoras lacadas que compran comida preparada al peso; en la puerta de la otra hay un parque y una cuesta muy larga por calles que me dicen ya poco, sólo que conducen al sitio al que parece que quiero llegar; alrededor de la otra hay un montón de palacios y piedras y japoneses haciendo fotos; y la última está a la orilla de un río por el que casi nunca paseo. Casi nunca paseo por ninguna parte. Y ése es el panorama, ahora que ya no me sirve de nada tener criterio ni puntuar las vistas, ahora que como mucho arroz y mucha pasta y algunos bocadillos. Sé que sigo distinguiendo un steak tartare bueno de uno malo y sé que sé a qué huele cada vino y sé que eso nunca fue importante, pero ahora aún menos.
Y tampoco os quería hablar de esto, era más bien de lo de las pastillas. He estado viendo Sin límites, la serie y la película de un tipo que toma unas pirulas que le hacen superlisto. Me he identificado con cada palabra del principio. El médico me dijo que como no me podía recetar cocaína, me recetaba ESO. Y ESO aumenta mi concentración cuando menos me lo espero. Me seca la boca y me hace levantarme e ir de un lado para otro, como si MDMA. Así que me hago la cama y leo cosas difíciles y pongo la lavadora y me da por escribir. No me hace lo que me dijeron que me iba a hacer porque no tengo esa cosa en la cabeza que me dijeron que tenía. Parece ser que sólo soy un poco raro o que sólo me mueven cosas diferentes que a la otra gente. Pero aún así, ESO me seca la boca y me afila los dedos y no sé hacia dónde me lleva, pero me lleva. Están la adicción y los otros efectos colaterales, pero no voy a pensarlo todavía, voy a volver a hacer como que fuera a vivir para siempre, voy a dejarme llevar. De ESO hace sólo dos semanas e igual es otro espejismo y nunca se van a ir del todo la piscina en la que ya no hay que pensar en nada y el nadar hacia abajo y blablablá. Pero, si no lo es, quiere decir
que mi barba de vagabundo y yo sólo estábamos dando un rodeo y que estamos de vuelta. 
que si sigo aquí después de todo es porque, aunque no sepa manejarlo, este planeta sigue siendo mi preferido.

domingo, 8 de noviembre de 2015

Bastante idiota

Corren malos tiempos para las buenas intenciones. No tengo ni idea de cómo lo he hecho, pero he conseguido llegar hasta aquí con las ganas intactas, con una fe previa en los humanos que no sé si veo en los demás. Siempre ha habido un precio a pagar, siempre lo he pagado cumplidamente. Desengaños, amor vuelto odio, chicas maquinadoras de dramas imaginarios, rondas gratis varias. Nada que no compense el salir a la calle un día de esos en los que notas al sol lavándote la cara y peinándote la barba y llegas a alguna parte donde te está esperando alguien con quien sabes que es una suerte pasar un rato y reírse o no reírse, y beber y escuchar y contar. La clave es fácil: te quieren (a veces) porque tú quieres (siempre) sin esperar que te quieran. Te quieren porque te entregas y confías. No porque sigas unas pasos o unas leyes o un programa.
Hablaba con Lía el otro día sobre esa sensación de que todo se ha acabado, de que ésta era mi última oportunidad, de que nunca nunca nunca he querido de esa manera. De que nunca volveré a sentirme así ni a encontrar a nadie como C, nadie con quien quiera tener tan abiertos los ojos, con quien estuviera tan seguro de que cada minuto eran los buenos tiempos y lo eran para siempre.
Y en lo que hago el inventario de lo que nunca tuve y, aún así, he perdido, C escribe sobre mí con la indisimulada intención de hacerme daño y habla de mi “maldad”, de mi “veneno” y de mi “sucio egoísmo”. Y de mi “torpeza”, y ahí sí que tengo que estar de acuerdo: soy bastante idiota cuando se trata de relaciones humanas, lo demuestro una y otra y otra vez, lo demuestro demasiado como para no saberlo. Porque lo hago a propósito o porque no sé hacer otra cosa.
Uno podría meterse en una cadena infinita de reproches, preguntarse qué es lo que legitima toda esa superioridad moral, cuántas veces ella se preocupó por mí en los días en que nos alegrábamos de vernos, qué gestos, qué caricias, con qué cuidados expresó esa limpia generosidad que parece oponer a mi “sucio egoísmo”. O también podría ser coherente con lo que defiendo siempre y hacerme a la idea de que un texto literario es un estado de ánimo fugaz y no se puede leer de la manera en que lees un reglamento municipal. Un texto-estado de ánimo, uno en el que donde pone “sucio egoísta” hay que leer un collage de palabras con la rabia del autor. O del lector, depende. Cuesta creerlo ¿verdad?
Si yo fuera tan egoísta, tal vez el constatar que ella lo está pasando mal no sería lo que me doliera lo primero de todo. Y tal vez no me entristecería más que ninguna otra cosa el que ésa sea la imagen de mí con la que va a quedarse para siempre, la de un mal recuerdo.
Dice Lía que esto pasa todo el rato, que uno cree que nunca va a volver a encontrar nada como eso, pero que luego pasa el tiempo y se te olvida ese sentimiento de subsuelo y lo encuentras. Me lo dice mientras nos llueve en la azotea del Círculo y alguien nos ofrece un paraguas y busco una respuesta que no está, claro, entre las gotas de la lluvia que nos asedia y nos empapa la espalda y vacía todas las camas balinesas menos la nuestra. La lluvia, dos de hidrógeno, una de oxígeno y lo que tú le pongas, Ahora todo lo que me dice mi estado de ánimo es que cada vez le pides un poquito menos a las cosas, que desciendes hasta el nivel al que te venga la vida.

Malos tiempos para los optimistas. Pero uno no puede ser otra cosa que lo que es y justo cuando está pagando lo que cuesta todo esto, que es una pasta, con la cabeza baja y todas las ganas de tirar, pisar, quemar la toalla para que quede claro, atisba algo entre las luces de la ciudad -máquina tragaperras, tele sin volumen, brillo de fluorescente-. Y escribe despacito en su móvil: “la mayoría de los chispazos se apagan en la arena, pero hay uno que incendia el bosque”. Terminará en espejismo, claro. Qué amor no lo es, en cuál la materia no será de espejismos y de espejos.

Las versiones y los hechos

En los últimos tiempos he tenido que oír más de lo que me gustaría lo de, “bueno, es que hay otra versión”. Yo estoy muy a favor de las versiones, las versiones son la literatura: Shapeskeare o Goethe son pura versión, la del tipo en el que el amor es homicida o suicida o la del que se transforma en el Hulk de los ojos verdes cuando se imagina cosas. Nabokov glosa bien clarito qué es lo que hace que un señor mayor pierda la cabeza por una preadolescente. Baudelaire deconstruye la receta del vino de los asesinos. Capote etcétera.
Leyendo somos más capaces de distinguir las versiones de los hechos, de evitar convertir las explicaciones en justificaciones y de poner distancia entre Ofelia o Humbert Humbert y nosotros, por muy concienzuda o certeramente explicados que estén. Pero cuando la versión novelescamente elaborada nos la dan en la vida real, moqueándonos a los ojos, es mucho más difícil sustraerse a la complicidad que nos están suplicando por el procedimiento de dónde está la bolita.
En general somos buena gente o al menos estamos programados para creer que el sicópata que siempre saludaba en el ascensor es buena gente porque siempre saludaba en el ascensor. Pero una versión es siempre una mentira. En el mejor de los casos, una que encierra una verdad poética. Ni Walter White mató a una persona menos de las que mató porque le acabáramos cogiendo cariño ni a Ruiz Mateos se le puede descontar un euro del botín de sus ingenierías financieras por lo gracioso que hablaba.

Fuera de la literatura, en la vida real, una versión es un cuento o una estafa (depende de si te la crees o no) que no debería tener ni media bofetada frente a un hecho.