miércoles, 21 de junio de 2023

Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos

Entontecemos un poco más todos los días, no hay duda. Tenemos la cabeza como para recordar lo que sabíamos hace diez años. Menos mal que lo tengo apuntado. Este año no me pasa.

Amores de verano

martes, 20 de junio de 2023

Lunes

Al retomar el libro, decidí también volver a los ayunos. Cuando escribía el primero, descubrí que las digestiones son inversamente proporcionales a la concentración y las reduje al minimísimo: sólo por la tarde o por la noche. Anteayer y ayer escribí sendos parrafitos que al menos me garantizan que hoy empiezo en otro punto, el punto pegado al punto, pero necesito esa ilusión de movimiento que al final arriba a libro terminado, lo sé.

Había empezado a llover, así que saqué del invernadero a la terraza esas plantas que me regaló aquel botánico loco de Donosti (tomates, chiles, pimientos...) y que no sé si van a pasar de esta semana. Y escampó. Salí disparado (siempre tarde) hacia una comida de unos chavales que han conseguido una estrella Michelin en su pueblo. De camino, mi amiga Y. me contó lo de su cáncer y lo que le espera. Estas cosas te dejan con ganas de vivir o de beber.

El primer cóctel, de un trago. Luego hubo otro y otro y otro y otro. Luego fui con mi amigo A. a Lovo, una coctelería nueva y oscurecida que se parece a… nada que esté a este lado del Atlántico. Y allí, otro y otro. Resulta que. en la calle, el sol de rayos-x se había vitaminado, 32 grados de canto para forzudos. A. me llevaba a una cata de tintos en el nuevo hotel de cinco estrellas más pijo de todos y empecé a ver que no era buena idea. Se lo dije. “Yo también estoy borracho, qué más da”.

En cuanto pisé la azotea, fui directo al baño a hacer algo que yo nunca hago. Sudoroso y amarillo, me senté en una esquina de la fiesta, con vistas a las tejas rojas y negras, a las azoteas del centro, a esos mascarones de la Gran Vía que no sé lo que son. Vino A. a presentarme a la organizadora, que me dijo que estaba muy pálido “no me encuentro bien” y volví a empezar sobre el suelo de alguna madera noble que tampoco sabía cuál. Entendieron la indirecta y me volvieron a dejar solo. Miré envidioso a una familia rusa que chapoteaba en la piscina con vistas. Ojalá estar potando allí. Y seguí con lo mío y allá fueron el mero del Cantábrico, los guisantes lágrima con cocochas, el tomate cuerno de los Andes, la presa de bellota en perigord y así hasta 11 platos, todos revueltos. Lo llaman fusión. ¿Qué fueron sino verduras de las heras?

Antes de lograr escabullirme de aquel hotel tuve que pasar por dos baños más. Eficientes y silenciosos empleados con fregona seguían todos mis pasos. Apenas me tenía en pie, pero tuve el detalle de salirme del perímetro de moqueta del hotel para terminar de vaciarme entre dos coches de policía, con la esperanza de que me auxiliaran o me detuvieran. Pasaron. Luego decidí tomar el metro, donde el conductor no te insulta si lo manchas todo. Y luego, no sé cómo, conseguí caer inconsciente en mi cama, después de atravesar en zigzag, y sin que me matara nadie, este barrio nuevo mío que no hacen más que decirme que es peligrosísimo, incluso los que viven aún más allá. Y más luego, ahora, muchos mensajes de disculpa: “bajada de tensión”, “la nueva dieta”, “tú sabes que yo bebo el doble un lunes cualquiera, a veces contigo J, y nunca vomito”. 

Y a seguir la semana a tope, que sólo es martes.

domingo, 18 de junio de 2023

Las olas

Me quedo en la verbena de Villaverde después del concierto de Burning, del pequeño subidón de “son las tres de la mañana y yo sin poder dormir” que me devolvió a los pupitres del cole y a esa pija bellísima de rasgos bizantinos y pelo largo y astifino que se las daba de macarra en el bar en el que nos pirábamos las clases para hacer el mal. El mal eran un ocho de chocolate y una cocacola, la máquina de Tetris y, a veces, escupirle la bebida al de enfrente de la risa. Yo no era de ese grupo de malotes, pero, como en todo aquel curso sólo conseguí llegar a la primera hora dos veces, estaba allí más que el camarero, y acabaron admitiéndome.

Tengo hambre, y con un pincho moruno en la mano aprovecho para fijarme en cómo sigue el mundo por los barrios. Primero en la ropa. Como siempre, no llego a ninguna conclusión. La gente se viste como le da la gana. Ellos, de camiseta y pantalón corto, se relajan más que ellas, que se suelen poner lo que sea que les siente bien, también mucho pantalón corto y mucha camiseta, pero más estratégicos. Aquí hay de todo, vestidos negros, minifaldas al reventón, un top verde manzana que deja la espalda al aire y lo de delante, casi. Mucho logo con el caballito de Polo, tendencia en el mercadillo.

A mi alrededor, en la caseta del PP, una familia china con los hijos ya creciditos mordisquea sus pinchos de carne en silencio; una pandilla de rasgos americanos que se acaba de despedir de la adolescencia juega a que son mayores y coge una mesa en la terraza, el tono lo marcan ellas: sonrisas, no risotadas; un grupo de niños habla muy serio de sus cosas, debaten a qué jugar después, sólo uno está con el móvil; una niña de ocho años le da un beso en la boca a su madre, y luego le pide otro y otro y otro.

En las verbenas de barrio hay muchas más casetas de tiro que atracciones. En la de los dardos y los globos, un grupo de chavales vitorea al amigo cada vez que falla el tiro, que son todas las veces; la de las escopetas de corchos está tan trucada, con la mirilla tan desviada, que el encargado lleva cara compungida de serie, porque los corchos dan en el techo y allí nadie le acierta a nada; un chaval de 10 años aprieta la frente y se concentra como si fuera la ronda de penaltis de la final del Mundial, pero no hay quien le meta un gol al muñeco del portero que gira a toda velocidad y tapa toda la portería. “Siempre gana” pone en una de las casetas, y es lo contrario.

En lo que en mis tiempos de feriante se llamaba el ET, el disco que gira rápido y te centrifuga, una delicada adolescente con los ojos grandes y la piel porcelanosa, con un pelo largo que se diría peinado cabello a cabello, se levanta al centro y enseña los dientes y el dedo corazón a todo el mundo. La más malota de toda la feria. Tan tierna. Así que el mundo sigue ahí, siempre el mismo y siempre renovado. Si acaso, el que a menudo no esté sea yo. Con lo fácil que es coger una silla y un pincho moruno.

sábado, 17 de junio de 2023

Un sótano más negro que mi reputación

No, si ya sé, si yo lo entiendo todo. Fíjate que, recorriendo tu libro en diagonal, por buscarme, lo primero que me ha invadido, inesperado, es el recuerdo de muchas chispeantes charlas con vino, de algunas noches divertidas, de los buenos ratos de lectura mutua que nos llevaron a tomar la decisión que tomamos. Cosas en las que había pensado poco desde entonces. Y fíjate que leyéndolo con un pie en el que fui, en los que fuimos, me alegro sinceramente cuando describes lo feliz que te hace esa vida de aplausos que al final te conseguiste. Y me estremezco de pena cuando detallas tus síntomas, el dolor presente y el futuro. Y sé que perdonar es terapéutico y olvidar ni te cuento, y que a estas alturas qué más da. Pero mira, cuando te me has aparecido aquí o allá, en las escaleras de la Sala Sol o en algún enlace en redes, posando de Madre Teresa, no he podido evitar la náusea pensando en lo miserables que fuisteis con una niña que no le hacía mal a nadie, la que jugaba conmigo a que estábamos enamorados, la que tenía una única herida sobre la que os ocupasteis de echar paletadas de sal. Por envidia, porque podíais, por lo que sea, que nunca he querido excavar en ese pozo. Yo sigo sin tele, pero ella te habrá visto más a menudo, y puedo imaginarme lo que siente. La espléndida madre pija que es ahora, la que espero que sea tan feliz como sale en su doradito Instagram, la que parece que sigue viviendo ajena a todas esas sordideces que a lo mejor tú y yo sí que conocemos, tendrá que volver a entonces. A toda esa pegajosa sensación de que no valía para nada, ni entonces ni nunca, con lo que ella brillaba; al chapapote que te encargabas de depositar en su orilla cada día. Porque eso que le pasaba entonces te acompaña para siempre. Y aunque quiera recordarme que yo también me he equivocado mucho -quizás no de una forma tan abyecta-, como todos, que yo también he cambiado, como todos, no se me va de la cabeza lo que sentirá ella cada vez que apareces en su pantalla. Y leo tu siguiente parrafito, ese que puede que me dediques a mí o a cualquier cosa, quién sabe, y sé que en el fondo sigues siendo ese mismo, poses de lo que poses, y que sus lágrimas no te han provocado, desde entonces, ni un segundo de remordimiento.

miércoles, 14 de junio de 2023

Carmen y Fausto

Esto es un descarte del nuevo libro.

Fausto había nacido en el pueblo con un destino marcado de salinero, como el de su padre y el de sus hermanos, todos de ojos achinados para defenderse del acoso del sol por arriba y por abajo, en forma de bola o de reflejo, azul sobre las aguas estancadas, blanco como la nada desde la propia sal. Para huir de toda esa luz quiso buscar los trabajos más sombreados posibles, y encontró uno en el cine Macario y otro en el Cementerio Municipal, de enterrador. El acomodador de vivos y muertos, le decían. De aquellos acomodos y de aquellos hoyos le vendría muchos años después la vocación de hortelano. 

El punto en el que su vida hizo click, que en su caso fue catacrock, ese momento en el que se decide lo que será, ése que sólo ves de viejo cuando lo miras de lejos, ya con la historia completa, fue un viaje con su jefe a Madrid, a visitar las casas de películas por unos asuntos nunca aclarados. Fausto ya tenía veintitodos y un capitalillo en el banco con el que empezar a pensar en pagar la entrada de una casa en la que formar una familia. Lo que no había tenido nunca era novia. A bordo del Seat 131 Supermirafiori rojo del jefe, con las ventanillas bajadas para combatir casi nada el calor de un agosto que ponía borroso el paisaje y llenaba el asfalto de espejuelos, hicieron todos y cada uno de los 800 kilómetros a la capital sin parar ni para sacudirse un poco el fuego. Cuando pusieron el pie en la Gran Vía, ya con un brazo más negro que el otro para todo el verano, se había formado una de esas noches prodigiosas del estío de los rodríguez madrileños: pocos coches, mucha luna, algo de brisa, nada de prisa. Así que, cuando el jefe dejó adivinar los verdaderos objetivos del viaje dirigiéndose directamente del parking al Pasapoga, Fausto se dijo por qué no.

Desde la puerta, mientras cumplimentaban al portero, que les cobró una pasta, le llegó una risa que iba del arpeggio al jojojo sin transición. Venía de un grupo de amigas que se despidían en el ropero de sus finas chaquetas decorativas y sus bolsos de casi piel auténtica. Carmen no era la más bella del grupo, quizás la que menos, pero había algo en su mirada que a Fausto no le dejó ver ya más. Ni la orquesta en la que las versiones de Machín las cantaba el propio Machín, ni las parejas que se unían y separaban en las cuatro pistas al ritmo de los nonono caballero, ni los mármoles neocubistas de colores, ni las butacas en curva de los reservados, aún con la marca de las posaderas de Jorge Negrete y Ava Gardner, deidades del acomodador que, acodadas en la barra, esa noche le dieron un poco igual. Los espejos versallescos y las lámparas diamantinas se pasaron toda la noche multiplicando hasta el techo, tostada por los oros del artesonado, la imagen de aquella chica flacucha, liviana y nerviosa, fanática de lo que le llamara la atención, que lo hacía todo con todo el cuerpo: reír, hablar, los morritos.

Sería el acento, sería la planta garycooperiana, pero Carmen no dijo que no cuando Fausto la sacó a bailar. Y tampoco cuando la invitó a un martini (“¡hasta arriba de aceitunas!”) ni cuando le ofreció acompañarla a casa paseando. El resultado fue que, cuando, días después, su jefe anunció que se volvía, Fausto declaró que se quedaba. Se instaló en un hostal de la calle Mayor; cambiaba sus dos sombríos empleos por el incierto firme de unos días radiantes de los que sólo sabía que le habían deslumbrado hasta no ver más. En razzias nocturnas por la Gran Vía y paseos de mediodía por las Vistillas, en incursiones al Segoviano y cócteles en Chicote, gastó los tres mejores meses de su vida, unos en los que se levantaba con una sensación irrompible de que todo estaba bien, hablara con quien hablara, viera lo que viera; un drama en el cine, un posadero mal encarado, una resaca que le volvía el estómago del reves, de todo se reían. Una fascinación tan gratis, tan garantizada un día y otro, que pensó que el mundo ya era así para siempre. También gastó todos sus ahorros sin preguntarse ni una sola vez qué pasaría después. Y una tarde, mientras Carmen se abandonaba en sus brazos al abrigo de una pérgola del Retiro, le comunicó que sólo le quedaban unas pesetas, que tendría que empezar a pensar en cómo seguir financiando toda esa felicidad, que era el momento de hablar de compromisos y futuros. La risa estrepitosa de Carmen desapareció esa misma noche; todo su cuerpo se convirtió en un aparatoso, fanático y apasionado no.

Para cuando Fausto volvió al pueblo, en un crujiente vagón de quinta, ya le habían sustituido en ambos trabajos, y lo único que le quedaba era una habitación angosta en la opaca casa de su madre y un bocado de tierra cerrado de malezas que había sido el huerto del abuelo.