lunes, 14 de septiembre de 2020

Los que se van

 

Murieron M. y C. y mi tío A. y no sentí nada. Con M pasé algunas noches divertidas, de confidencias, risas y frases astutas. Con C hice un par de viajes de descubrimiento. Crucé a América por primera vez a su lado, y me descubrió a Camarón en un viaje en coche por el Levante. Con ambos me llevé instantáneamente bien y mejoraban mi vida cada vez que me los encontraba. Sé que yo a ella y a él también. Con mi tío compartí muchos días de infancia y, a pesar de algunos desencuentros familiares y algunas torpezas por su parte, cruzaba la calle hacia él sonriendo cuando le veía. Sé que les llevo a todos en el corazón, pero no sentí nada cuando me dijeron que habían muerto. Puede que sea por mi visión de la muerte asentada hace tanto. Un fatalismo que me lleva a aceptar la vida como un ciclo que se abre y se cierra cuando tiene que hacerlo. Que me cambia el “pobre” o “qué pena” por un: “ah, mira, el punto final era hoy”. O puede que sea otra cosa.

PD: me posdateo esto tan preocupante que escribí para actualizarme y matizarme: sí, sí que sentí todo y más. Esa forma desarmante de dejarte solo que tienen los que se van; esos recuerdos desfilando uno por uno, que cambian al sepia desleído automáticamente y serán ya sólo tuyos. Pero lo sentí más tarde, porque, al parecer, el estupor es lo primero que te llega y te deja paralizado todas las veces, incluso durante meses.