domingo, 22 de noviembre de 2020

No te hablaré de eso

Elvis Presley

No te hablaré de amor, no te hace nada.
Recuerdo cómo era con tus ex,
cuando el retrovisor de espejismos patéticos
que al menos te follabas. Pero ya no eres esa.
Te hablaré de deseo, que lo inventaste tú
y ahora es la lengua muerta.
 
En las albas que anima tu recuerdo
me vuelan pajaritos en las venas,
sucias bandadas cuánticas que alzan
el peso de tu pecho galleta y huevo frito,
la selva y humedal de pegajoso acento
con que siempre me tumba tu fantasma.
 
Y uno y otro mes y un año, un lustro,
a veces tres por día o cuatro o cinco,
las que pida la coca, el redbull, la resaca. 
La contabilidad del holocausto
es tan agotadora como un cielo estrellado,
la arena de la playa y las gotas del mar
y el Eclesiastés de los cojones.
La cuenta es de diez años
por doscientos cincuenta
millones de individuos 
por trescientos sesenta 
y cinco días.
Sale casi un billón,
con b de absurdo,
de espermatozoides despeñados
desde que no hemos vuelto a hablar de eso.

jueves, 5 de noviembre de 2020

Mofeta en su tierra

Pues ya ha pasado, ya me he alcanzado. No tengo más material diario semidiario que publicar aquí.

El experimento ha sido un fracaso enorme precisamente porque ha sido un fracaso mínimo, irrelevante, a unos átomos de nada de la inexistencia. He fracasado con todo. Fracasé en lectores, 50 diarios de media durante estos meses, la mayoría desde Estados Unidos. Casi nunca he llegado a los 20 por post, ni aunque lo enlazara en las redes. Fracasé cuando puse un mensaje durante días pidiendo comentarios y recibí cero comentarios. Fracasé cuando puse un formulario durante semanas prometiendo una newsletter a quien se apuntara, pero sólo recibí un correo que decía hola k ase y era mío, para ver si es que esto funcionaba o qué. Fracasó mi idea de sentirme menos solo mientras escribía e incluso la que no me reconocía de sentirme menos solo porque alguien real aparecería por aquí o por el bar de abajo. Fracasó la intención de tunear formas y contenidos al corregirlo un mes después, porque no tenía mucho sentido editar una polaroid, y le peinaba las comas y a publicar.

El algoritmo de Google no me ha dejado de odiar ni un milímetro. Ningún puchero le ha enternecido. A ratos he sido bastante turras y debería haber salido más a menudo de mi cabeza para recolectar los temas con los que he terminado de hundir este blof (blog+bluff). Tendría que haber contado más a menudo lo que ha pasado, porque cosas han pasado, como todo eso de la pandemia. No hablar demasiado de eso debe de haber sido lo mejor del blog. Porque opiniones he tenido, como esa sobre el fatalismo con que se aceptan las medidas aleatorias que se contagian como modas entre gobiernos, esa sobre el adictivo y rico vicio de prohibir cosas a bulto o su hermano aún más feo, el volver cosas obligatorias a voleo. El mundo necesitaba escuchar mi "oigo patria tu aflicción", pero ya para otra pandemia.

Podría haber metido alguna movida, la fuga de Ariel del piso porque va a ser padre, y la búsqueda de un nuevo compañero en día y medio, porque al día siguiente huíamos los tres como ratas del Madrid debate de La Sexta. Y allí estará, él solo, ese mejicano tan discreto que vivía con sus padres y nunca había salido de su país. Estará o no estará, qué sé yo, no he vuelto a saber nada de él. 

O mi viaje a Ibiza en avión, pendiente como un crío de la llegada para ver la isla desde arriba para sentirme un poco astronauta, y cómo me dormí contra la ventanilla unos segundos antes de que apareciera. 

O la excursión en bici a Cala Bassa, entre pinos, caminos de cabras y carreteras en las que los de los coches no distinguían si mi pachorra veranoazulesca era un efecto óptico o es que iba marcha atrás. 

También podría haber traído a artistas invitados, a Lucía y Yoyo en la última vez que les vi en Madrid. Podría haber sido graciosa la escena en la que llegamos tan borrachos al sótano de Yoyo que ella bajo las escaleras por donde no estaban y se hizo no se qué de unos líquidos fuera de sitio en el brazo y se tumbó en el sofá quejándose del dolor y me empecé a poner las rayas en su escote y llamamos a un amigo médico a las tantas y nos dijo que si lo podía mover dejáramos lo de urgencias para cuando se nos entendiera mejor y cómo Andrea me pasó su porro y acabé abrazado a la taza y si me movía un centímetro el mundo se volvía remolino (de váter) y Lucía gemía al otro lado de la puerta, sólo la mitad de dolor. Y cómo se cogió el virus al día siguiente en urgencias y cómo sabemos que se lo cogió al día siguiente porque nos besuqueamos mucho y yo no lo tengo.

Podría haberle puesto épica a la noche en que salvé la vida a un inglés canoso y borracho que se cayó al agua con su bici al salir de su barco y solo dijo help help help help hasta que le saqué y entonces lo cambió por fuck fuck fuck. O contar cosas más sencillas, como los largos paseos por la costa en bici o a pie o los baños extemporáneos en el Mediterráneo con los que a veces me acuesto y a veces me levanto. O cosas menos sencillas, como el recuento de las botellas de vino y de vodka que me he terminado aquí en esta terraza con vistas al mar y a las fotos de las chicas de las redes sociales de ligar con citas de Paulo Coelho de las que copian hasta las faltas de ortografía y que no quieren quedar conmigo aunque yo lo único que quería a esas alturas (que son éstas) era no beber solo.

Cualquier mandanga hubiera funcionado mejor que las espirales paranoicas a las que les he puesto letra mala y música dudosa.

Pero aquí estoy, 18 años, 7 meses y 17 días después de empezar este diario porque me sentía un poco solo en Madrid; escribiendo desnudo y solo en Ibiza después de bañarme desnudo y solo en el  Mediterráneo, con una copa de un vino que, condescendientemente, se llama ¡EA! y con vistas a una bahía en la que el mar es de piscina de plástico y ya no me dice nada después de mes y mucho mirándolo a diario; con el sol dándome en la cara y la palabra fracaso tan en los dedos, tan de la casa, que la he querido escribir muchas veces pensando en los fracasos que vienen y -yo tampoco lo entiendo- con ganas de los fracasos que vienen. A por el siguiente.

sábado, 31 de octubre de 2020

La noche en que conocí a Laura

La noche en que conocí a Laura en el Tupper me contó que tenía dos trabajos, niñera y stripper. “Como en Ana y los siete”, nos reímos. Tenía un tatuaje que le ocupaba todo el pecho. En el centro estaba la cabeza de una niña (que era ella) de la que salían ramas de manzano (que eran sus enredados futuros). Tampoco sé si era un manzano, recuerdo las manzanas que igual no estaban, pero pienso ahora que sí. Acabamos la noche colándonos en la parte de arriba y escondiéndonos detrás de la barra recién clausurada para siempre, para beber, desde el suelo y a morro, las botellas que quedaban por allí, mientras ella me convencía no sé cómo de que en el bar les iba a parecer bien nuestro pillaje de salteadores etílicos.

Esta noche me la reencuentro en Instagram al pinchar en una foto de un after casero ya rococó en la que nos etiquetaron a los dos hace mucho. Recuerdo esa noche, o esa mañana, que empecé desnudándome encima de una mesa y que acabé con más ketamina de la que me recomendaban y recorriendo un túnel. No un túnel con luz al final, sólo un túnel.

Las tres últimas veces que hablamos fueron un descenso trepidante hacia el adiós. La antepenúltima quedamos en su casa. Llenamos una de las paredes de su cuarto de post-it en busca de un proyecto en común cuya única coherencia era que queríamos tener un proyecto en común. De aquello salió una idea difusa de un blog de vídeos malasañeros y otra más concreta de recitar nuestros poemas en algún slam. Recuerdo los suyos, sucios y rabiosos, largos y sin tregua. Tenían algo o más bien gritaban, berreaban que ella tenía algo. Por un ventanuco enano salimos a la terraza que se había inventado sobre unas tejas que daban al aire de Malasaña. Nos prestamos dos libros. Yo, Las afueras, de Pablo García Casado, que espero que siga teniendo, pero que seguro que no, porque es un adiós a una forma extinta de escribir poesía, la mía también, que no creo que le dijera nada. Ella, el Querido diario de Lesley Arfin, con toda esa parte central emborronada de heroína que tanto nos advertía y que termina expandiéndose hasta ocupar todo el libro y todo su recuerdo. Las páginas estaban manchadas de purpurina.

La penúltima vez que hablé con ella fue en una calle de Malasaña. En el lugar donde tan bien nos habíamos entendido todo me contó algo terrible que le había pasado en París y no supe qué decirle. Pensé luego que allí, en ese proscenio donde habíamos sido felices, en un encuentro callejero casual no podía decirle nada que mitigara la metralla de esa bomba que traía y seguirá llevando, y que entonces arrojó entre nosotros. Ahora pienso que da igual, que no habría sido distinto si me lo hubiera contado en una barra, en una academia, en una cabina de sex shop, en un cementerio. ¿Qué hubiera cambiado eso? Las bombas no distinguen dónde las desentierras ni, casi, en qué las envuelves.

La última vez que me llamó me pidió algo que no podía darle. Digámoslo, qué tontería, fue dinero. Justo en la semana en que me iba a vivir con mi hermano porque no tenía fuerzas para conseguir la mínima mierda que necesitaba para seguir, porque no quería seguir, y eso que era fácil, palabritas por moneditas. Todavía es de lo que más siento de esa época, no tener nada, no poder ayudar a nadie, no poder ayudar a Laura.

Ahora veo las fotos de sus casi treinta. Pongo una lista de tangos de Discépolo bajo sus vídeos de pole dance y se enroscan inesperadamente adecuados. Se mueve asaetada a la barra con un oleaje lírico curvado. Sólo se puede pensar que es lo suyo. Leo sus pocos textos largos que sigue pareciéndome que tienen algo, que tiene algo ella más que los textos, como me pasaba antes de la noche en que la conocí en el Tupper, cuando leía sus reseñas musicales sobre grupos que nunca había oído. A veces parece forzarse en los pies de foto la niña que desmiente su mirada de lago de fondo oscuro, como de profeta harta de sus iluminaciones. Y veo que se encontró donde yo creía que había ido a perderse. O eso parece. Quién sabe, es Instagram.

jueves, 22 de octubre de 2020

He vendido mi diablo al alma

Sobre el mar no sé escribir, me sale que canta como una pianola, con teclas de ola que siguen un rollo sin fin. Sé escribir sobre la tierra, la que se riega de lágrimas rojas de consistencia y consecuencias de terrón sobre las espigas en gancho de todas las gargantas. No se puede ser poeta de todas las cosas: el alma del niño pelea, pero cada puño es un rebuzno y se le va poniendo la cara de máscara y desde la máscara no se ve el camino de vuelta a lo que fue. Y eso es lo que aprendí hoy.

lunes, 19 de octubre de 2020

No me he despertado aquí

No sé qué estaba mirando en Instagram cuando me ha aparecido una foto de María comiendo pipas en la plaza del Dos de mayo en 2013. Le he hecho una captura para mandársela mañana y he bajado un poco y he visto una foto de la fuente de mi pueblo con un pie que contaba que “sale mucho en mi novela”. Sí, la misma novela que todavía no he terminado, aunque por aquel entonces iba de otra cosa. He seguido bajando y subiendo para encontrarme más cosas que me dieran vergüenza, pero, en lugar de eso, hay decenas de fotos que me explican una época entera, los alrededores de 2013, que estaba entendiendo mal.

A veces pienso en el post Dandolotodismo, pero ni siquiera me atrevo a releerlo. Sé lo que dice, sé cómo era de cierto, y sólo me pregunto cómo se pudo ir todo a la mierda tan rápido, tan poquísimo después. Analizo lo que iba bien antes y lo que fue mal después y lo analizo todo mal, porque le pongo dos o tres causas fáciles y zafias para no darle más vueltas. Pero esas fotos me cuentan otras cosas.

Empezando por la de María. Justo después había quedado con María Elena. Si María siempre me cargaba las baterías, me hacía sentir que era un buen escritor mientras me bebía sus palabras, esperando ese momento en que, clack, hace eso tan de María de mirar a las cosas con unos ojos alienígenas y decir algo tan sensato o tan raro (o tan sensato y tan raro) que me siento como un gorrino en un parque de bolas. Y si con María eso, con María Elena era un paseo constante por un paisaje marciano, ahora lo recuerdo leyendo sus comentarios. Sus preciosos e infantiles -en el mejor de los sentidos- comentarios, tan hogareños y fractales como su preciosa cabeza, como cualquier ratito con ella. Con María comí la semana pasada, pero a María Elena no la he vuelto a ver desde que me la encontré con su marido y su hijo en la calle Fuencarral, y han pasado años ya.

Cuando terminó aquella tarde, seguro que empezó una noche larga y llena de emociones y amores y ruido y colorines y música, al estilo bazar. Un día normal de entonces. Luego viene una colección de imágenes de gente resplandeciente y talentosa, de playas y montañas y festivales que ni siquiera me molestaba en identificar en los pies; de chicas de las que me enamoraba un ratito, aunque luego el ratito se me hiciera largo. Está también la serie “Me he despertado aquí”. Y "aquí" era una cabaña a la orilla del Pacífico, una cama en Laponia desde la que se veían las auroras boreales, un velero en el Mediterráneo, un bosque en los Andes. ¿Cómo no iba a ser feliz con todo eso? Luego pasó lo que pasó, no había cómo torearlo sin cornada, pero, aun así, no tienen sentido, tantos años después, la colección de posts derrotistas y llorones que he escrito este mismo verano y que esos sí que ahora ya no quiero releer nunca. Porque sé que todo aquello lo sigo teniendo al alcance de la mano. Que sé que sé qué hacer y cómo hacerlo. Porque el caso es que siempre digo que esta vida que llevo ahora se parece mucho a la que siempre había querido llevar y es hora de que me sacuda este larguísimo invierno que ya me tiene harto para que eso sea verdad.

Hoy he estado viendo un vídeo de mi youtuber favorito que hablaba de Prometeo y Pandora, de la esperanza, el último tesoro que guardaba Pandora en su caja (que resulta que era un frasco), sin que se sepa si era un tesoro o la plaga definitiva. Fabián lo interpreta como lo segundo, como la plaga definitiva que, si la abres para ti, acaba con todo lo demás, porque no hay nada más paralizante que esa esperanza que te hace vivir en el futuro o en el pasado, nada que te impida mejor exprimir el presente, con sus grandezas y sus miserias, que también tienen zumo. Los alrededores del 2013 no incluyeron ni una gota de esperanza. Porque lo tenía todo ya. Y eso fue porque lo quería todo ya.

Pensaba en todo esto mientras paseaba el puerto sin peatones de San Antonio, entre barcos de excursión y botes pesqueros y yates faraónicos atracados hasta el año que viene, porque todo se ha parado y esta temporada se acabó mucho antes. Sólo que nada se ha acabado, que el sol y el mar y los fondos con manifestaciones de peces de colores no se han ido a ninguna parte. Y lo que le ha sobrado a este día que he empezado bañándome despeinado en la cala de enfrente de casa ha sido la esperanza de después, ese tipo de esperanza. La que me ha mantenido en casa porque luego me iba a poner a escribir o a hacer el reportaje mucho antes de la fecha de entrega o a rellenar eso de los impuestos por anticipado o a yo qué sé qué cosas que no van conmigo. El de las fotos de 2013 se parece bastante más a mí y sigue aquí, sólo que no le hago el caso que debería. Es el que el día que llegué a Ibiza se compró una bici de segunda mano para pasar los días de playa en playa mientras brille el sol. El que sabía que no hubiera pasado nada (malo) si hoy la hubiera cogido por los cuernos para ir hasta la siguiente cala. Con las cervezas y algo de picar, con el papel y el boli para, quizás, seguir escribiendo los diálogos entre dos ángeles en la fuente aquella que le tocan ahora a mi libro o para, quizás, tumbarse en la arena para despertarme ahí. Aquí. 

domingo, 18 de octubre de 2020

Un cartabón y una escuadra al borde del camino

Es una maravilla llevar toda  la tarde aprendiendo sin culpa ni complejos de El tiempo es un canalla, de Jennifer Egan y de Todos quieren a Daisy Jones, de Taylor Jenkins Reid. Es mejor el primero, pero el segundo me lleva, de una manera tosca, a donde quiere llevarme, que es a un sitio parecido a algunos lugares del otro, a la energía creativa juvenil que arrasa con todo, a esa manera de creer que somos inmortales para algo más que para acuchillarnos a ver qué pasa, para ese dejar los efectos de nuestra eternidad del instante presente aquí para siempre. De una manera poco sofisticada, lo de Daisy Jones me conduce a donde quiere que esté, que es emocionándome hasta la lagrimita. Claro que, para entonces, ya llevo tres vodkas y un atardecer mediterráneo sobrehumano o celestial.

Al de Egan, en cambio, no le sobra casi ninguna palabra, es elegante y de una precisión relojera. Y me alegro de saber apreciarlo, que antes no, yo, tan poco lector de novelas; menos, las actuales; aún menos, las traducidas. Me recuerda en el macramé a La mujer del viajero en el tiempo y me pregunto por qué  las novelas españolas tienen tan poco de sinfonía. Aquí la costumbre es echar a rodar el espejo stendhaliano al borde del camino y ver lo que pasa. Y lo que pasa es una liebre, un pino, un mulero, lo que pase. Valle, Baroja, Delibes, incluso Clarín. Incluso Cervantes, aunque el pobre bastante tenía con estar inventando la novela moderna como para ponerse a diseñar mecanismos que encajaran en todas sus partes. Sé que esa geometría anglosajona viene de la academia y también sé que hay una generación de escritores españoles que ya se han leído la guía de Gotham Writers y la están aplicando. Lo que no sé es por qué no es posible reunir eso con un conocimiento y una continuidad con los clásicos o semi clásicos propios (incluso desde la ruptura, que es otra forma de continuidad). Supongo que pasará. Fantaseo con que podría ser yo el que hiciera que pase, pero me falta academia, desde luego paciencia planificadora, y me sobran ganas de divertirme con lo siguiente. Que es una novela de personaje, uno con el que me apetece pasar muchas horas de juerga, no trazarle pisadas de delineante.

sábado, 17 de octubre de 2020

Sección de pasatiempos

En la página 35 del quinto tomo del Salón de pasos perdidos de Trapiello, mil y pico páginas y cuatro años de diarios después, al autor por fin le pasa algo (liga por la calle) y se ve que se alegra, y el lector también.

Hace muchos muchos años, cuando estaba haciendo las prácticas de la carrera en Palencia, me recomendaron que leyera El buque fantasma, también de Trapiello, para que viera cómo se ponía allí a Valladolor. Este año lo abrí de una vez y lo abandoné cuando llevaba la cuarta parte. Que no es raro en mí, pero esta vez tenía mis razones. Primero porque ya había llegado a donde quería llegar, a donde cuenta lo que siente por la ciudad, que, aunque, ay, es lo mismo que yo he sentido tantas veces, es injusto de tan despiadado. Sólo al final parece que la quiere salvar ligeramente del encono hablando de un brillo que le descubre mirándola desde fuera. Pero no, y hasta lo deja claro, eso último que ve es un efecto óptico, algo que el cielo, la niebla y la luz reflejan en la ciudad, todas ellas cosas externas. No le va a conceder ni eso. Pues nada, leído, hay tantos villanos en la vida de Trapiello que hasta hay una ciudad supervillana. Me da un poco de envidia, con lo que a mí me cuesta dividir el mundo en buenos y malos. Mejor me iría. 

Los otros motivos tienen que ver con que en tiempos de rapiña, donde salto de Cervantes a Mutis, de Quevedo a Umbral,  de Sedaris a Galdós y Valle-Inclán, a ver qué les saco, la prosa de este libro no me servía para nada. Una historia lineal que se resuelve yendo de a a b, poniendo un ladrillo y luego otro y luego otro hasta que tienes, supongo, un bonito buque de ladrillos. No se surfea por los párrafos, se va mirando al suelo para que no te espachurre el pie un ladrillazo.

El caso es que el sitio justo donde había dejado El buque fantasma era una digresión sobre Valladolor a la mitad del encuentro del protagonista con su primera chati. Y la historia del diario -en el tomo Los caballeros del punto fijo- me recordó mucho a aquella otra. La revisé y sí, la historia parece ser la misma, aunque con finales distintos: una chica guapa que aborda a un protagonista un poco menesteroso después de un encuentro casual, que es rica (bolso de cocodrilo / ropa elegante) y guapa, que le propone irse a un picadero que pica alto (el hotel Palace / un piso con largas vistas al río) y con la que el protagonista vive un momento incómodo cuando, inoportunamente, se saca el tema de los condones. Pero, sobre todo, ambas chicas tienen la nariz llena de pecas ("como si alguien se las hubiera salpicado", algo así). La novela la escribió justo después o quizás a la vez que ese diario.

¿Fue así? En otro tomo de los diarios cuenta que redactó Las armas y las letras en un mes. Lo cuenta como una hazaña, no como lo normal, y lo justifica quitándole valor al género (ensayo), que considera una artesanía en la que sólo tiene que colocar en orden cosas que ya sabe. Aquí parece que hace lo mismo, contar lo que le pasó en Valladolor en aquella época, que también es un tema que se conoce de memoria, y, si acaso, coloca alguna que otra peripecia nueva, como la de la chica.

Hay muchas otras posibilidades, claro. Que lo de la chica le pasara mucho antes y que lo haya colocado en esa fecha de ese diario como si fuera de entonces. O que sea pura ficción: coge una historia inventada (y deseada) y le planta dos desarrollos distintos. No pasa nada por ficcionar en un diario, pero yo no lo leo igual sabiendo que es en parte o en todo ficción, que, cuando quiera, el autor se va a inventar situaciones y conversaciones. Entonces pensaré si ese párrafo tiene sentido, cómo encaja con todo lo demás, a dónde me quiere llevar… pensaré las cosas que se piensan leyendo ficción.

Yo apuesto por que todo sucedió como lo cuenta y me maravillo de que en los 90 se pudiera escribir ese libro tan rápìdo y con esos materiales y ganar el premio Plaza y Janés y me pregunto si se seguirá pudiendo. Espabila.

martes, 13 de octubre de 2020

Atardecer cuántico

Qué suerte de atardecer.

Lo ha pintado Turner.

Le digo eso a Nuria después de mandarle un vídeo desde su balcón de San Antonio, en Ibiza. Pero luego pienso que no es un ocaso de Turner. Si acaso, de algún impresionista, aunque las pinceladas sueltas de unas nubes que se desmarcan de otras, sólidas, cargadas, la mar de concretas, me parecen más de Velázquez. Del Velázquez cuántico que desdibuja los átomos de los contornos para explicar que lo que hay siempre entre unos cuerpos y otros, entre los cuerpos y el aire, son pinceladas sueltas que se sostienen de milagro.

Pienso que ya no soy el mismo escritor que hizo los nueve atardeceres de Ibiza desde este mismo balcón, que escribo más de relaciones subatómicas que de jardines, de paisajismo. Pero luego me pongo a escribir y hago paisajismo relacional subatómico, o sea, lo mismo.

sábado, 10 de octubre de 2020

Creo que ando un poco perdido

Creo que ando un poco perdido. Y lo sé porque me he apuntado a una clase de zumba. A mi optimista cocorota le pareció que iba a salir de ahí en forma y sabiendo bailar. Dos por uno. O aún mejor, porque seguro que eso iba a estar lleno de chicas marchosas en proceso de mejorar sus vidas. Había al menos dos tipos que habían pensado ya en esto último. Uno, claramente, porque estos ejercicios eran una pamema para él. El otro jugaba en mi liga en lo de la forma y la coordinación. En todo caso, cada quien estaba en su cuadradito, como en una cadena de montaje de zumba a la que le faltaba amor por todas partes.

Aquello -se supo enseguida- no iba a ser un dos por uno si no un tres por cero. Las tres cosas que se me dan peor, reunidas: hacer deporte, bailar y tener equilibrio. En cuanto vi de qué iba el asunto me di cuenta de que estaba muerto. Había que hacer cosas distintas con las manos y con los pies, había que cazar los pasos al vuelo sólo mirando a la monitora, y los resultados eran predecibles: cuando todos se agachaban, yo estaba saltando; si hacía unas aspas con los brazos, la clase andaba ya en la postura del perrito; y, mientras ellos bailaban Danza Kuduro, yo abordaba Suspiros de España. Me preguntaba por qué parecía ser el único que repetía los movimientos de dedos que hacía la líder con los brazos en alto. Resulta que eso era para indicar cuantas veces había que repetir los pasos. Me mareé con los tres giros de “hay que ser torero”, y, al dar unos saltitos, el pantalón de deporte de cuando pesaba 20 kilos más me estaba intentandi abandonar cuando lo cacé a media pierna, el muy traidor. Los calzoncillos se han mantenido firmes, al menos, bien por mi culo. 

La monitora preguntaba después de cada canción si estábamos todos bien y me miraba a mí. Pudiera ser que le hubiera gustado. O que estuviera preocupada. Dos sentimientos positivos, en cualquier caso. Al final, no he roto ningún corazón, y mejor así, porque tal como estaba la cosa iba a ser el mío.

Creo que ando un poco perdido. Y lo sé porque he salido de la clase de zumba canturreando y con esa inepta sensación de felicidad que me llevaba costando todo el verano.

viernes, 9 de octubre de 2020

Zopenca vida

Esto que estás abriendo el congelador para ponerle el hielo a la segunda copa de la tarde y te descubres buscándote una excusa para tan perversa conducta: la ola de calor, que es como antes se llamaba al verano. Le pones un título a un post “Sola, fané y descanganyada”. El post lo escribiste el 1 de julio y lo publicas hoy, porque ahora tus posts van en lata: los escribes cuando sea y los publicas mes y medio después. Con eso te has quitado la presión del qué carajo subí ayer y escribes más contento. Tienes cuerpo de tango. Tan a favor estás de Esta noche me emborracho que vas a empezar ya.

Quitando los ratos de la piscina, el pastel diario y la lectura en el parque (mientras te preguntabas de qué carajo de especie serían esos árboles que te dan sombra de ciudad, de hormigón, todos los días), llevas toda la mañana en casa ideando ingeniosas maneras de no escribir. De no escribir el reportaje que tienes pendiente, el segundo encargo que te hacen desde hace 7 meses, y por supuesto, de no ponerte con la novela, a la que solo le faltarían un par de semanas de trabajo un poco intenso, según le contabas ayer mismo a Juanra, ufano y resolvedor.

Te has cocinado unos canapés infames con base de corteza de cerdo, engrudo de mayonesa, rodaja de cebolleta y pepinillo, migas de queso y medio langostino de algún océano ignoto. Has mandado muchos mensajes de ola k ase. Te has puesto medio capítulo de una serie. Has paseado frente a los platos sucios planteándote fregarlos. Has vuelto a planear el viaje a Los Caños de Meca de la semana que viene, el segundo del verano. Te has sentado a escribir cualquier cosa en este diario. Finalmente, te has decidido por el procrastine fetén: has abierto la botella de vino más barata del Mercadona, que compraste astutamente para no beber de más, y lo has prolongado a dos copas de vodka redbull, que igual esta noche te mantienen despierto, pero que ya sebes que no te pondrán a escribir. Raro sería.

Vas a por la tercera copa y, en la puerta del congelador, en lugar de nuevas excusas con las que llenar el vaso piensas en, convocas a, deseas las tres llamadas que, si te las devolvieran, aunque fuera sólo una, te sacarían de casa mientras el documento de tu primera novela, terminada, por corregir, que sabes que no va a llegar nada nada lejos, sigue ahí abierto, esperando que lo mejores hasta donde se pueda y lo mandes a ver mundo de una vez para que por fin tenga sentido esta zopenca vida que llevas desde hace ya casi un año.

jueves, 8 de octubre de 2020

Sísifo ya no pide un deseo cuando ve un cometa

He tenido en casa a mi primo Toti durante una semana, justo la semana antes de que cumpliera 16. Para el segundo día tenía reservadas unas entradas al Prado, que ya suponía que no iba a ser su plan favorito. Pero la cosa era peor: en la cola del museo me contó que le sonaban, pero que no sabía muy bien quiénes eran Velázquez y Goya. Por Rubens, Tiziano o el Greco ni pregunté. Rubens le habría parecido un buen nombre de youtuber, Tiziano una marca de tizas y el Greco un bar viejuno. Ni nadie le había hablado de eso en clase ni nadie le iba a hablar de aquí a que termine el cole, me dijo, porque no entra en los temarios de la rama que ha escogido. La rama se llama Humanidades.

Con un espíritu de vago desaliento dirigido contra esas Humanidades y hasta contra la humanidad, le hice un recorrido que empezó cronológico y acabó de cualquier manera. Para que viera lo que tenía que ver y nos zafáramos a tiempo de esa agonía final de los museos, cuando, a eso de la hora y media, se te mezclan brochazos y colores, inmaculadas y reyes a caballo, y lo único que quieres es que te dé la luz. Le expliqué cosas genéricas: que los austrias eran aún más feos que los borbones; que, mira, eso que se ve alrededor de los personajes de Velázquez es el aire, que también lo pintó; que las figuras deformadas de El Greco que tiran de ti parriba son el equivalente en pintura a una catedral gótica; que eso no es un escarabajo pelotero, es Sísifo, un listillo que se pensó que podía engañar a los dioses una y otra vez, y ahí lo tienes, que se le está haciendo todo bola. A quién me recuerda.

Entre lo que más le gustó estaban Las meninas, que al final sí que le sonaban, y el Perro semihundido de Goya, que ya lo había visto en una diapositiva de un bendito profe de Dibujo que les preguntó que qué veían ahí. Porque al final, si nadie te dice dónde mirar, si nadie te pone delante unos cuadros o unos versos, ¿cómo vas a llegar a ellos? Y, al final final, es el fetichismo lo que salva a los museos. Se habla mucho de la estulticia de convertirlos en una etapa turística más de la guía (hay que ver la Catedral, el café de los veladores de mármol, el puente Nosequé y El Museo), pero hasta ese día no me di cuenta de que, además, hay una generación entera que lo va a mirar con la misma indiferencia que al resto de piedras prestigiosas, porque no saben lo que están viendo. Y, eso, los de Humanidades, que los de Ciencias, ni te cuento. Luego, mi primo habló con Natalia, a la que ni siquiera le sonaban Las meninas. Natalia es su sobrina, que tiene dos años más que él. Detrás de estas disfunciones de edad siempre hay una historia familiar entretenida, y no me importaría contribuir algún día a uno de esos líos, rollo tener un hijo a los 90.

El otro cuadro que le gustó, el único que descubrió de nuevas, fue “el de la calle”. El cuadro era El paso de la laguna Estigia y en el centro estaba Caronte, que es como se llamaba la calle por la que habíamos pasado la noche anterior, cuando yo, para romper un silencio que se estaba poniendo brumoso de más, le expliqué la historia del barquero. Veníamos de comer un bocadillo en la zona más oscura del parque de San Isidro para ver las perseidas. Yo vi dos y él sólo una, porque estaba con el móvil. Al volver, le pregunté si había pedido un deseo y él no y yo tampoco y nos quedamos en silencio rumiando los motivos que teníamos cada uno para no tener deseos que pedir, quizás los mismos, pero seguramente los opuestos.

lunes, 5 de octubre de 2020

La mascarilla de Proust

Salí de casa con prisa y cogí una mascarilla cualquiera. Al ponérmela, olía a carbonilla de sardina. Recordé el chiringuito del faro, el hombre que tocaba Como el agua mientras yo leía una historia sobre un invierno castellano y bebía un tinto de verano, y Lucía, en la arena, escondía la cabeza entre los brazos para dormir la siesta. Recordé la alegría de su culo caribeño entrando en el agua con una cojera premeditada a lo Marilyn.

Nostalgia tipo bua de cosas que pasaron hace una semana. Ese es mi chico.

viernes, 2 de octubre de 2020

Será mejor

Mis dos películas favoritas, de las que he bebido con obsesión hasta rebañar cada detalle, me entusiasmaron no hace tanto: La la land y La gran belleza, las de la alegre melancolía, la emoción -ahora lo sé- superior a todas. También algunos de los amigos a los que más quiero, de entre los más leales que he tenido nunca, eran desconocidos la década pasada.

lunes, 28 de septiembre de 2020

Don Juan en los infiernos

“He comprendido que le era imposible a nadie amarme, a no ser que le faltase del todo el sentido estético; y, entonces, yo le despreciaría por ello”, escribe el Soares de Pessoa. Si pienso en que a nadie le está siendo posible amarme lo que me viene a la cabeza es cómo cambiar eso, porque solo me sale esa cosas mezquina y utilitaria, ese buscar una solución a un problema; como de anglosajón o de ingeniero. Me pregunto si fui yo quien quiso convertirse en este leño, este árbol apenas sensitivo que mira la estela y no se digna a ver nada, o si estoy purgando ya todos esos pecados de los que no consigo arrepentirme.

sábado, 26 de septiembre de 2020

De qué estábamos hechos

Dos tardes seguidas que empiezan bien, reencuentros, recuerdos, sensación de estar en casa. Dos noches seguidas que se alargan hasta que ya no me caben más excesos y luego un poco más. Así han sido casi todos los reencuentros post primera cuarentena. Y el balance podría ser hasta positivo si no fuera porque la resaca acumulada lo arrasa todo, te desborda de culpa y te recuerda todo lo que habías prometido hacer y que sigue acumulándose, como en otras épocas, como en todas las épocas. Escribir, digo. Este diario, el libro, los pocos únicos reportajes que me han encargado este año. 

Uno de esos reencuentros fue con Alba. En un rato, me devolvió un montón de noches, una época entera, en la que era muy feliz embriagándome porque no solo era de los bebedizos habituales, también había risa y belleza; baile y sorpresa; abrazos y amor instantáneo e inconsciente. Y al día siguiente, entusiasmadas ganas de más, tuviera como tuviera la cabeza. Y tengo que recordármelo para poder ponerle un poco de lírica y épica a las noches de hoy, porque tengo que saber juzgarme el presente como me juzgaba entonces. Si no, esto no va a funcionar. No puedo ser otra cosa que lo que soy. Hay que reaprender a sonreír al recordar lo de anoche.


martes, 22 de septiembre de 2020

Umbral y yo

Como siempre, 5 ó 6 libros abiertos a la vez, alguno terminaré. Sumo a la fiesta Los ángeles custodios de Umbral, un diario de sus noches de 1981. En cosa de un mes, el Umbral de casi 50 cena en el palacio de Liria, oye un discurso del Felipe González del 81, cena y se emborracha con escritores y periodistas y marquesas, atiende a dos amantes veinteañeras, una de ellas una actriz famosa, recibe el premio González Ruano y, a lo que iba, escribe. Escribe sus artículos de prensa y ese diario y un pregón lírico y obrerizante de las fiestas de Fuencarral y la presentación quevedesca de un libro de desnudos masculinos en El Sol. Y casi todo se lee hoy con provecho. Y, cuando no, es porque se le va la mano con la lírica o porque arriesga y eso también está bien.

Y mientras tanto, yo, lloriqueando porque me dura la resaca de anteayer, que me emborraché y acabé a las 5 de la mañana oyendo a un guitarrista que cantaba cosas de la trova y bosanovas y así. Y, ayer, eché el día a los perros porque me pesaba un poco la cabecita y hoy me preocupa no entregar a tiempo tres reportajes que no pueden ser más fáciles y deberían estar ya. Y no me atrevo a añadir todas las cosas que habría que añadir al libro que he escrito a un ritmo de dos parrafitos al día porque ¿y si sale mal? ¿no sería mejor dejarlo así? Umbral y yo, el meme del perrete.

sábado, 19 de septiembre de 2020

Un día de piedra

Oteo en el horizonte ese día que viene en el que todo será el mismo día, un día de piedra. Está cerca o lejos, no sé, porque lo que sí que ya sé es que las distancias de tiempo no pueden ser más relativas. Ojalá sea un día feliz, uno amable que querer repetir una y otra vez con paz y sonrisa. Pero nunca he sabido de raíces y tampoco he plantado nada. Se lo he dejado todo al azar por culpa de mi suerte, que ha habido más buena que mala. Y sería una carambola muy rara que, de aquí a entonces, me creciera el jardín que haría falta.

viernes, 18 de septiembre de 2020

Selección artificial

Hoy he cambiado mi horario habitual de chapoteo en la piscina con césped artificial del gimnasio, las 10 de a diario, la hora de los amos de casa, los prejubilados, cuando no jubiladísimos, y los sostenedores de profesiones inciertas. En el turno de la 1, los pies se abrasan más en el césped de plástico y sostienen más músculo; las pieles que se churruscan envuelven más costilla que chicha; y la concurrencia que se sienta al borde de la piscina viene de hacer pesas y no de la cama. Parece injusto que, currándoselo todos como se lo curran, las dos chicas que más llamaban la atención fueran las más operadas. Pero buscarle las injusticias a todas las cosas es un residuo de la infancia y, al fin y al cabo, en algún recoveco de la teoría de la evolución y su selección natural hay un hueco a medida en el que caben los bisturís y los implantes, como todo lo demás.

jueves, 17 de septiembre de 2020

Acordarse de borrar esto

¿He hablado aquí alguna vez de la muerte? Creo que de la mía, no. La gente hace esas cosas en los diarios o en los poemas, imaginan epitafios o despedidas. Pero, si no la mencionas, eso te vuelve inmortal. Yo hasta ahora me había librado. Debería borrar esto.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

No cuentes tus sueños

Cosas que sueño y que me grabo en el móvil al despertar, con voz de tiburón ballena: “la vela que se enciende cuando soplas”; “la biblioteca que echa a andar porque todos los niños mueven los pies mientras leen ciertos libros, la Odisea o así”.

Mi padre me contó que las películas de las que la gente salía más cabreada en sus cines de pueblo eran aquellas en las que al final todo había sido un sueño. Se sentían estafados, la peli misma te decía que no había pasado nada, que todo ese tiempo que habías invertido en verla era tiempo perdido. Es un peculiar efecto cognitivo, porque qué más da ¿no? es ficción igualmente. 

Con éste, dejo lo de contar los sueños.

martes, 15 de septiembre de 2020

BRAMOR

BRAMOR es el acrónimo de Bravura y Amor que escribo desde hace años en pantallas de móvil, post-its y folios de aquí y de allá. Es un recordatorio de la manera en que quiero levantarme por las mañanas, relacionarme luego con la vida y escribir. Sucede que me tengo que recordar el forzar la valentía y el amor al mirar a las cosas y a la gente, de la misma manera que a ratos me digo que tengo que impostar la voz y subir el tono para sacudirme la vulgaridad y la zzzz sosería de lo que quiera que esté escribiendo.  


lunes, 14 de septiembre de 2020

Los que se van

 

Murieron M. y C. y mi tío A. y no sentí nada. Con M pasé algunas noches divertidas, de confidencias, risas y frases astutas. Con C hice un par de viajes de descubrimiento. Crucé a América por primera vez a su lado, y me descubrió a Camarón en un viaje en coche por el Levante. Con ambos me llevé instantáneamente bien y mejoraban mi vida cada vez que me los encontraba. Sé que yo a ella y a él también. Con mi tío compartí muchos días de infancia y, a pesar de algunos desencuentros familiares y algunas torpezas por su parte, cruzaba la calle hacia él sonriendo cuando le veía. Sé que les llevo a todos en el corazón, pero no sentí nada cuando me dijeron que habían muerto. Puede que sea por mi visión de la muerte asentada hace tanto. Un fatalismo que me lleva a aceptar la vida como un ciclo que se abre y se cierra cuando tiene que hacerlo. Que me cambia el “pobre” o “qué pena” por un: “ah, mira, el punto final era hoy”. O puede que sea otra cosa.

PD: me posdateo esto tan preocupante que escribí para actualizarme y matizarme: sí, sí que sentí todo y más. Esa forma desarmante de dejarte solo que tienen los que se van; esos recuerdos desfilando uno por uno, que cambian al sepia desleído automáticamente y serán ya sólo tuyos. Pero lo sentí más tarde, porque, al parecer, el estupor es lo primero que te llega y te deja paralizado todas las veces, incluso durante meses.

viernes, 4 de septiembre de 2020

Psicoanálisis

"Es que no sé si hay diferencia entre el amor y la simulación del amor”. La frase se quedó flotando sobre el diván un miércoles cualquiera de la época en la que estaba llevando como podía esa relación tan tensa. La psicóloga podría haberme confirmado que se me daba regular discernir sentimientos para qué hablásemos de por qué. O haberme tranquilizado explicándome que eso no significaba que me hubiera convertido en un psicópata. Pero no, ella ya no estaba tampoco, ya solo emitía carraspeos o subrayaba algo en su bloc hasta que cobraba, en billetes, en mano, al final de la sesión.

jueves, 3 de septiembre de 2020

Tip del desamor

Como enamoradizo habitual, la técnica más eficaz con la que me manipulaba yo solico era hacer a la Ella que tocase sujeto de cualquier canción de amor que escuchara. Quién no lo ha hecho alguna vez. Yo, todas. Como me he reciclado en misántropo vocacional, ahora me dedico todas las canciones de amor y desamor a mí mismo, me invento que las cosas que dicen las letras me las digo yo a mí. Funciona requetebién.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

El tiempo también pinta

El viernes paré en mi pueblo camino de otra parte. Ahora que estoy terminando el libro que transcurre allí, pensé que sería buena idea pasar el día en ese escenario arcádico de mis leyendas pequeñísimas; dar una vuelta, quedarme a comer, ver atardecer, fijarme en las calles y en los callejeantes; pegar la oreja para mangar el deje, afanar alguna expresión aborigen, quizás. Cuando empezaba a escribirlo en serio, a principios de este otoño, se me ocurrió la misma brillantez y me quedé un par de días en las fiestas del santo patrón. No fue una buena idea. Ninguna de las dos veces me llevé nada excepto la certeza de que es un libro escrito de memoria, que no habla del pueblo si no de unos recuerdos míos de un pueblo que se parece a este pueblo, pero solo en las piedras y las fuentes, o sea, en el color del pelo, pero no en los andares. Y yo sí que quería que hablara de este pueblo. 

Entras a las tiendas y saben quién eres, pero no hay mucho que decir, hablas del tiempo, qué calorazo ¿no? Ya, es que es verano. Te encuentras con gente a la que te alegras de ver, pero o hablas de menos o hablas de más, porque esa historia con la que has respondido al qué tal no pintaba nada ahí. Entras en el bar, te suena alguna cara y te saludan tan imperceptiblemente que puede que no te hayan saludado y, desde la puerta, mientras apuras rápido el botellín, oyes a uno contarle a otro quiénes son tus hermanos y cosas del curriculum de tu abuelo que ni sabías. No hay selva en la que se esté más incómodo que en la que todos te ven entre las hojas, pero tú no puedes ver a nadie.

Así que eché a andar, que era la otra cosa que venía a hacer a Castilla: salir al campo. Crucé la fuente en la que pasan las movidas en mi libro, que mira que es fea, y me dirigí hacia uno de los pinares que hacen de fondillo de las tramas que son tramoyas. Hasta que no me alejé un par de kilómetros no se me evaporó el temor de cruzarme con alguien que pensara “¿Qué hace éste andando por un camino a estas horas de este día?” De la evaporación se encargó un sol que, de 10 a 11, pasó de lumbre a hoguera. Los insectos zumbando, las espigas sequísimas y las chicharras rondándome al borde del camino contribuían con sus propios grados de más. Supongo que esa sensación térmica sicosomática es algo aprendido: si a tu paso las chicharras cantan y las abejas zumban y los cereales se cuecen espomtáneamente es que estás en un sitio en el que el sol te trata a coscorrones.

El pinar a donde me llegaba en bicicleta con los libros que había cogido de la biblioteca estaba ahora vallado por una cerca con pinchos. Recuerdo haber leído ahí a Góngora, flipado, y a Luis Mateo Díez, y divertirme. Y haberlo intentado con Javier Marías, que me aburrió nada más abrirlo. Pero ahora no se podía entrar y me quedé metiendo tripa para no salirme de la única escueta sombra que le sobraba a Dios en ese secarral de la valla para afuera. Durante muchos minutos me fijé en todas las cosas que me rodeaban con astuta visión de liebre consultora, con los ojos muy abiertos y las orejas en alto. Al final, a la única conclusión a la pude llegar es a la de que no sé leer un pinar. Ni lo más básico: sé que por aquí los pinos son piñoneros y negrales, pero ni idea de cuál es cuál. Me pareció distinguir tres tipos de cantos de pájaro, pero vete a saber si era el mismo haciendo gorgoritos distintos. Oí a un animal correr entre la espesura, pero igual era algo que había caído de un árbol. No conseguí averiguar qué es lo que daba ese pinar, había un cuenco de recoger resina, pero no sé si era viejo y llevaba ahí décadas o si lo vaciaban cada día. Ni siquiera supe por qué lo habían vallado, porque  parecía despeluchado y más bien desordenado. Entre los hierbajos había montoncitos de ramas que, quién sabe, igual los había hecho una ardilla. Quizá lo cerraron para que la gente no entrara a coger piñas. Cuando me iba, encontré un envoltorio de condón, y pensé que sería por eso también. Además, mi pinar es hoy medio pinar. O lo recordaba más grande, como todo lo demás del pueblo, o la vía del AVE que pasa al lado se cargó la otra mitad. Pero la vía lleva lustros ahí y cómo es posible que yo no la viera antes. 

Al entrar en el pueblo desde otra carretera también descubro bloques de pisos y chalets de ladrillo, puede que sea ladrillo visto, pero creo que el nombre técnico es ladrillo feo. Están donde yo recordaba solares, caminos de tierra y una señora con unas vacas. Los chalets de estilo feohaus también parecen llevar muchos años ahí. 

A las dos, sin comer, me voy de ese pueblo real que han levantado encima de mi pueblo inventado.

sábado, 29 de agosto de 2020

Me subí a la verja

Lo de los duermevelas sigue a tope. Es, supongo, el atajo que toma mi alma verdadera para escapar del juego de los topos y el mazo con el que la entretengo durante el resto del día. Hoy, fabulo o sueño una historia en la que hay un incidente en un colegio o una universidad: dos personajes discuten y a uno se le escapa algo que le deja en mal lugar y a la vez revela un pequeño secreto. No sale de ahí, al otro no le parece importante, ni siquiera se ha enterado. Hasta que el primero se lo cuenta a su padre, que interviene para tapar su indiscreción y manda a unos esbirros a presionar al otro para que no diga nada. Él termina necesitando contarle a un amigo que le están intimidando. Entonces, más secuaces amenazan también a este otro amigo. Ambos se dan cuenta de que lo que el otro dijo debía de ser algo importante y le dan vueltas para averiguar más. Hay más presiones, algo de violencia, y el secreto se va ampliando porque los sicarios llaman la atención y los dos amigos se ven obligados a dar más explicaciones a todo el mundo. La bola crece y cuanto más tratan de tapar el secreto más se difunde: los responsables de la universidad ven que pasa algo, las amenazas obligan a llamar a la policía y el poderoso personaje manda a unos sicarios a callar definitivamente al primer chico con amenazas de muerte o a matarlo, él no sabe. Por fin, consigue hablar con el padre. Para explicarse, coge un pastel y le muestra cómo, si lo presiona, la crema se sale por los bordes; si lo aplasta, se desparrama y llega mucho más lejos: es todo culpa del que aprieta. 

Es una historia que, mientras me quito las legañas, me parece potente. Si tiene hasta moraleja. Lo tengo difuso, pero puede que hable de mí. (En realidad -discurro luego-, de lo que habla es de lo que hice la víspera: comer pasteles de mi pueblo y, justo antes de dormir, ver la peli Algunos hombres buenos). Me había parecido uno de esos argumentos sin fisuras que igual te engendra un superventas. Tenía que hacer algo con él. 

Pero, mientras me estoy despejando, me viene también a la cabeza una letra que hace muchos muchos años cantaba a gritos por la peñas de mi pueblo, preferentemente en fiestas: “me subí a la verja con la polla tiesa y te dije: niña me la quieres ver”. Un prodigio de sutileza, como se ve, que me trae de golpe calles, gente, noches y, sobre todo -lo que tienen estas cosas-, la sensación exacta del momento, mi lugar y mi relación con el mundo hace, qué sé yo, dos décadas. Eso sí que es una sensación recia, y eso sí que recoloca mi cabeza de un trallazo como solo saben hacerlo canciones y perfumes. Y este es el motivo, ahora me doy cuenta, de que el libro que escribo, el que me tiene los dedos entretenidos menos a menudo de lo que yo querría. no tenga ni pizca de vocación de best seller, para mi disgusto. Con lo bonito que sería que se vendiera. Incluso que se publicara. Pero, ay, la única potencia que me conmueve es la de estas historias pequeñas tirando a mequetréficas que se pasean por los callejones y corrales de mi pueblo y que únicamente saben alimentarse de los saqueos sentimentales de mi memoria.

viernes, 28 de agosto de 2020

Oculto a plena vista

Cuando estudiaba la carrera, las chuletas me las hacía escribiendo en la mesa. Para que no me pillaran, les ponía encima, en grande y subrayado, el título de otra asignatura. Si era de Derecho ponía Economía y si era de Opinión pública, Sociología. Pensaba que, si pasaba el profesor, colaría. Que nadie se iba a detener a leer la letra pequeña y enrevesada. Ocultar las cosas a plena vista es un truco que funciona mejor de lo que se merecería. Así el Partido Obrero, el Ministerio de Igualdad, la Democracia... 

jueves, 27 de agosto de 2020

Sola, fané y descanganyá, por algo será

Ayer había una pareja de chicos en la piscina, brasileños parecían. Metidos en la sombra del fondo, uno meditaba en la postura del loto o la lota o lo que sea y el otro oía música y bailoteaba tumbado. Hasta en bañador, hasta en esa piscina de juguete del gimnasio, le ponían un poco de estilo a la cosa. El de la meditación llevaba un sombrero menos feo de lo que suelen quedar los sombreros en el siglo XXI y cuando vio que le miraba cogió un collar de cuentas que se llamará rosario filipino o tibetano o así para posar un poco más. 

Pensé en la de veces que a una escena pacífica en pareja conmigo dentro yo le quería poner algo más. Algo de sexo, mucho de planes, algo de poesía hablada o de aspirar el momento, exprimir el momento. Algo de estar en otra parte que no era esa que ya estaba bien. O de multiplicar el significado para que todo se elevara en intensidad, para sentir que estábamos viviendo de verdad, lo que quiera que sea que entendiera por eso. A no ser que estuviera leyendo, que entonces pasaba de todo. La santa paciencia de mis novias.

lunes, 24 de agosto de 2020

Cómo desabrochar un cinturón en los 90

Parece ser que, hasta que se congele el Leteo, el duermevela de amanecida me va a estar trayendo uno por uno el recuerdo de cada beso que he dado. He tenido despertares peores. Lo único, es que empiezo los días, cada día, con un bucle nostálgico que necesita una mañana entera para irse deshaciendo. Alguna vez me dura hasta la noche y más. Habría que besofacturar algunos nuevos, aunque supongo que esos me vendrían en sueños dentro de unos años, así que me iba a dar igual.

Hoy le ha tocado a la primera vez que estuve retozando en una cama con mi novia de la carrera, a los 19. Hasta entonces solo había ensayado todos esos movimientos de pulpo sabio en el montón de arena del cocedero de ladrillos de mi pueblo, en el sofá de la peña, en algún portal y en otros asientos de calambres amorosos por el estilo, sitios todos muy de afueras. Aquella vez, el campo de plumas rasposo fue la colcha vieja de la cama de mi compañera de piso. Por encima, porque meterse dentro era demasiado audaz. Y hubo mucho nonono, sisisí, esas cosas que no es que se estilaran entonces, si no unos 30 años antes, pero que a mí me pasaban. Puse la música que tenía para darle un poco de ambiente. La música que tenía para los ambientes y para todo lo demás era una cinta que proyectaba ir grabando de la radio, pero que no pasó de una canción: La cabalgata de las valkirias. Le ponía el toque épico a cada una de aquellas primeras veces. Las valkirias sorteaban con sus caballos alados manos, botones, corchetes, noes, risas aleatorias, hilos de colcha que se enredaban... Cualquier obstáculo terrenal era nada para ellas, tan celestiales. 

No son las 11 y el sol ya me está mirando de frente para decirme "ola" (de calor). Y las valkirias siguen revoloteando por mi cocorota como abejorros. Y estoy menos concentrado en el libro que tengo que terminar de escribir que en la ecuación irresoluble de cómo desabrochar un cinturón en los 90. Me tomaría un vodka.

domingo, 23 de agosto de 2020

Otra cosa

El viernes me desperté con un mensaje de Ana. Había soñado conmigo y quería ver qué tal estaba. Le conté que yo a veces también soñaba con ella y se abrió una compuerta a entonces. Al día siguiente me levanté pensando en ella y en aquella época. Los 17 años. Las primeras imágenes que me vienen siempre son la de un ensayo de una orquesta que vemos desde el gallinero de un teatro de Valladolor y la de la esquina de la pastelería de la Plaza Santa Cruz donde hablamos durante una hora. Creo que esas fueron las primeras veces que la vi como a otra cosa, no sólo como a una chica que conocía. 

Me levanté con una sonrisa, pensando que estaba todo bien, que estaba bien haber pasado un ratito allí otra vez. Luego la busqué en Facebook porque hace muchos años que no la veo y quería acordarme bien de su cara y ver cómo está ahora. Sólo había fotos de hace diez años, que es de cuando tenemos todos fotos en Facebook, de la última vez que lo usamos. Habíamos quedado en hablar el lunes y me dio por pensar que estaría bien que las cosas fueran así de fáciles siempre, que por qué no llamar a cualquiera de los que echo de menos desde hace años, quizás a M. y decirles, qué tal, estaba pensando en ti ¿hablamos? ¿quedamos? Que podría ser así de fácil. Ana lo hace parecer así de fácil. Y luminoso, claro. Hace mucho que escribí que ella es una bombilla, un foco o un faro que ilumina cualquier habitación a la que entra. Hasta a una plaza mayor en un mediodía de agosto la pone más brillante.

El lunes hablamos durante una hora y ella dijo lo que los dos pensábamos, que era como si nos hubiéramos visto ayer. La compuerta se quedó abierta y entraron más cosas. Ponernos al día fue plantarme frente a un espejo para contarme cómo son mis días y comparármelos con los de entonces. Hoy no he dormido tan bien, puede que sea el calor que tiene el aire suspendido en espirales de fuego por toda la casa. Pero también puede que tenga que ver con lo que soñaba en el duermevela, Entre esas brumas, Ana, la conversación y el ensayo que vimos desde el gallinero ya no eran los recuerdos de los materiales de los que estoy hecho, si no una sensación de fin de algo, una despedida desde lejos que se me viene haciendo crónica. Al despertar, yo era Tom Sawyer asistiendo a su entierro desde el coro.

sábado, 22 de agosto de 2020

Madurar es de frutas

Vienen otros diarios, unos casi diarios. Al contrario que en otras veces en que (me) anuncio cosas, esta vez sé que va en serio porque los estoy escribiendo y ya llevo un par de decenas de textos. Los dejaré reposar un poco, un mes, y luego los corregiré y los publicaré. Por eso, en el blog a veces me estaré asando mientras en la calle me pongo una chaqueta. Solo quiero atender a esos textos dos veces: el día que los escriba y el día que los publique. Así que, no estoy muy seguro, pero creo recordar que los que tengo almacenados tienen más de confesión que de peripecia; menos de intento literario con autobiografía, de cuento, ensayo o artículo, que de trocito de vida al pasar. También puede que hablen de los engranajes de alguien más maduro, pero de eso sí que no sé nada.

jueves, 28 de mayo de 2020

Mi beef imaginario con Trapiello

Este año me he metido con los diarios de Andrés Trapiello. El primero que encontré fue el tercero y ahora estoy a la mitad del inicial, El gato encerrado. Leo de una manera caótica que se parece al garabato del diseño: abriendo y cerrando libros, volviendo a empezarlos mucho después o dejándolos en cualquier momento, como me pasó con Madame Bovary, abandonada la pobre a 50 páginas de decidirse. Porque mi déficit de atención estaba ahí antes de que estuvieran Twitter y Whatsapp. Esto se agrava ahora que estoy escribiendo un libro y leo a saltos y dejo a medias todo cuando termino de documentarme, de saquear o de destruir.
El Salón de los pasos perdidos de Trapiello lo he simultaneado con los Diarios de Jules Renard. Hay en ambos, como en los mejores diarios, una intención de contarse sin salvarse, de consignar las mezquindades, que tienen forma de desahogo cuando se redactan y de honestidad, puede que narcisista, cuando se dan a imprenta. La diferencia es que Renard se juzga y se condena a la vez, en las mismas líneas en las que relata sus siempre pequeñas inmoralidades, arbitrariedades y egoísmos. Sabe lo que está haciendo con el colega con el que es hipócrita, con la frase destructiva e injusta con la que queda como un tipo brillante, con la envidia rabiosa por los escritores a los que les va bien, a los que fulminaría aunque sean sus amigos.
Trapiello sí se salva un poco más o al menos le deja al lector la sentencia. Que a menudo no se resuelve a su favor a pesar de que la leamos desde su punto de vista, que es el de una víctima de algo que no puede evitar. Como cuando cuenta cómo se siente dando una absurda conferencia, explica que lo hace por dinero y luego lo publica. Y eso último es lo que le da sentido a todo el proceso y lo vuelve honesto.
Disfruto a menudo con las opalescencias y los paisajismos de Trapiello y se me pone media sonrisa cuando posa. Le leo en mi balcón al atardecer o a media mañana y lo turno con un par de álbumes de Tintin: unos me llevan lejos y el otro, cerca, pero me sacan de aquí. Y luego están las entradas de Sálvame literario y las mezquindades cotidianas del oficio de escritor, que con esas me lo paso pipa siempre. Hasta el punto de buscar en internet el contexto, la gente que identifica por las iniciales o ni eso. Buscar lo que se dijo de la muerte de Benet o los detestados aforismos de Ferlosio en El País o un artículo de Vázquez Montalbán que le parecía hipócrita o lo que se publicó sobre un viaje de escritores progres a Cuba en el que participó sin mucha fe, un fragmento que está en un tomo que aún no he leído, pero que encontré por internet. Es una de esas lecturas que, claramente, engendra lecturitas, algo que pasa mucho más con su Las armas y las letras. Ese ensayo sí que es un constante podio de nombres y vidas desde el que tirar del hilo.


Ante tanto juicio sucesivo, lo que podría haber aprendido es que a Trapiello no le gusta que le lleven la contraria. Que queda claro, pero no lo tuve en cuenta cuando, el otro día, entré en su blog y encontré un artículo que hablaba del 15M con unas asunciones tan decepcionantemente vulgares y cortas de miras que me decidí a contarle lo que me parecían, porque al parecer yo también tengo resortes en buen estado para saltar con los que me parece mal y muelles oxidados para lo contrario. El comentario que redacté ni se ha publicado ni se publicará en su casa, claro, por eso lo voy a copiar aquí, en la mía. (O igual sí, igual se publica estos días y entonces me la envainaré con una reverencia). Es divertido imaginarse a Trapiello leyendo mi comentario en diagonal, indignándose (entre mínimamente y nada, eso sí) por que un tipo de internet con un nombre estrafalario le lleve la contraria, y tirándolo a la basura.

Su artículo está en este enlace que copio. Y, ya de paso, podéis daros un paseo por su blog, Hemeroflexia, que está muy bien y demuestra que sigue habiendo una internet subterránea desinteresada que hace que valga la pena pagar la conexión. Solo que, como siempre, está fuera de los radares; casi fuera del alcance de los periódicos y de las redes vigoréxicas en las que todos picamos:

      
Y mi comentario fue éste:

Diría que cometes un error de base aquí. El 15M como movimiento espontáneo no es, nunca ha sido Podemos. Por más que se lo traten de apropiar con apariencias como los Círculos y las asambleas iniciales, cosméticas, como se vio enseguida, e incluso con placas en la Puerta del Sol. No fue una movilización de izquierdas, al menos tal y como se entiende la izquierda mezquinita de partido en España; tampoco fue la mamarrachada en la que derivó al final y, desde luego, no tiene nada que ver con el Podemos de hoy. Nada de nada. Nace de una protesta contra un sistema en el que se turnan dos partidos cuyo objetivo no parecía ser otro que tener éxito en perpetuarse (PPSOE en muchas pancartas) y contra una democracia deficitaria en la que no hay posibilidad de participar más que, como se sigue viendo con los partidos populistas, apuntalando un sistema que tiende a la corrupción incluso al hacer como que lo combates ("Lo llaman democracia y no lo es"). Se protestó a través de la forma más básica de democracia: preocupándose y hablando. No eran 20.000, éramos unos cientos, simplemente se hablaba con el de al lado, mostrabas tu punto de vista y oías los del resto. Se oían cosas sensatas, por ejemplo, recuerdo algunas sobre medio ambiente de unas recién licenciadas o las mismas reuniones de periodismo donde participé yo, en las que se cortaba a los del "qué hay de lo mío" y se escuchaba a los que llegaban un poco más lejos, hasta la responsabilidad del periodismo en lo que pasaba y su papel futuro. No había soluciones, había propuestas de caminos a recorrer.
Es normal creer que aquello fue otra cosa si se siguió por los telediarios o si se compra la apropiación publicitaria de todo aquello que hace el partido que ahora es socio de aquel contra el que se protestaba. Pero en realidad fue la última gran oportunidad cívica de tomar las riendas, una chispa minúscula que podría haberse extendido solo con que se hubiera escuchado a los ciudadanos al estilo del Detroit Future City, que puso espacios para que se hiciera eso, charlar sobre el modelo de futuro como paso inicial para todo lo demás. Es una pena que no estuviéramos preparados, como nunca (históricamente) lo estamos para dar un saltito de progreso de manera civilizada, estoy seguro de que no estaríamos como estamos.
Y es una pena que la visión de tu artículo es lo que haya quedado de una iniciativa en la que algunos madrileños salimos a la calle a hablarnos y reconocernos, y no, no éramos de Podemos (que no existía, claro). Pero es lo que hay.

viernes, 15 de mayo de 2020

Te va a explotar el corazón

Mi abuela decía que el día más feliz de su vida fue aquel en el que las tropas de Franco entraron en Barcelona. Con ellas venían sus hermanos, que fueron directamente a buscarla con un coche lleno de comida (estaban en intendencia).
Estos días estoy pensando que para muchos la pandemia estará siendo parecida a lo que vivió ella; que esta lotería dependía entonces y depende hoy de tu casilla de salida, de dónde te pillara el asunto y de lo que hubieras hecho antes, de cómo de larga y movida hubiera sido tu vida.
Mi abuela se llamaba Lola. Se había casado un 18 de julio de 1936, a los 21 años, en una iglesia que quemaron al día siguiente. Ahora sí que la puedo entender cuando la imagino en la calle tragándose el miedo a un final rápido o a uno doloroso. O encerrada pensando en si le traerían la muerte a domicilio, como al vecino al que vinieron a buscar los milicianos, que se escondió bien. Pero el portero les dijo que sí, que sí que estaba, que buscaran mejor. Y le encontraron.
Ella sabría que se jugaba la vida a cada paso que la alejaba de casa y que también se la jugaba a cada hora que pasaba en casa. Y luego resulta que también se estaba decidiendo mi existencia.
Lola pasearía por calles transfiguradas que ya no eran las de junio. Leería alborozo insensato, pero esperanzador, en las risas de unos; y se reconocería en las miradas de inquietud y hambre futuro de otros. Entraría en el mercado para comprobar, unos días, que las lechugas seguían siendo del verde del jade y, otros, que al cartel de la pescadilla se le había caído la ce.
Un día tras otro, mientras cumplía los 22, los 23, los 24 con una tarta que cada vez llevaba menos azúcar, tuvo que turnarse entre la felicidad de una vida recién inaugurada y el dolor de todo lo demás, de lo que se vivía y de lo que se esperaba. Y me imagino hacia dónde caía su balanza contra todo lo predecible, porque la recuerdo cantando como una niña canciones de los dos bandos a los noventa y pico años, con ese brillo en los ojos de cuando cantaba y de cuando me veía. A pesar de todo lo que había perdido ya, de todos los que había perdido entonces, dos hijos y casi todos los demás. Y sé que el pozo del que sacaba su alegría tenía que ser muy profundo. 
Y puede que esto concluya para la mayoría de nosotros de una manera similar a como terminó para ella: como un tapón que se abre y desatasca las angustias y lo renueva todo. Quizás lo que entre no tenga la forma perfecta de un coche conducido por los que más echas de menos y lleno hasta los topes de lo que llevas años necesitando. Pero un poco de esa sensación se coló en mi cocorota el primer día que pude pasear una hora casi en libertad por la orilla del Atlántico, mirando feliz y alucinado las olas que chocaban contra las rocas y las murallitas de Cádiz, las que tocaban la punta de mi zapato en la arena, contenidas, pero libres, como me veía yo ese día.
Viene una explosión de alegría, claro que viene.



Por supuesto, este texto, que habla de personas y de ninguna otra cosa más, no es para quienes creen que las guerras recientes solo se pueden contar como un cuento de buenos y malos y se olvidan de que, la mayoría de nosotros, en tiempos de paz, por la mañana delatamos a un compañero de trabajo y por la tarde le cedemos el asiento a una embarazada. Y que, en tiempos extremos, seremos un día héroes y otro, canallas. Incluso el mismo día.

viernes, 24 de abril de 2020

No se podía saber o que me prohíban éste

Al principio, un periodista cree que escribirá para los lectores. Enseguida descubre que los lectores están, pero no están, como la contaminación, pero que tiene un jefe que sí que está. Los jefes de hace unos años tenían sus propias lecturas, opiniones, manías y había que escribir para ellas. Yo recuerdo que uno de los primeros que gocé metió en el cajón un artículo mío en el que hablaba de cómo, con la restauración del Teatro Calderón de Valladolor, se había abrillantado la placa que conmemoraba la unión de Falange Española y las JONS para volverla a colocar en su sitio. En mi afán por colaborar, proponía otras cosas a las que sacarle brillo: los coches de caballos, el Atlético de Aviación, el agua va por los balcones, la calavera de Franco, qué sé yo. Profeta que era uno. Mi jefe de entonces me argumentó el cajonazo: “hay algunos periodistas hijos de puta -no lo digo por ti, virgen- que cuando no saben de qué escribir se meten con Franco”. Incluso entonces me pareció tierno. Ese hombre tenía sus aficiones y eso había que respetarlo. Porque era el jefe. 
Luego descubrimos que el jefe tenía otro jefe. Y que quería que escribieras para él aunque ni le llegaras a conocer. Ese jefe de tu jefe tenía a su vez unos jefes que se llamaban anunciantes. Para él, eran como unas parejas poliamorosas tóxicas de las que te exigen que adivines qué es lo que les va a molestar. Un estrés. El jefe de tu jefe quería que tu jefe se ocupara de que tú escribieras cualquier cosa que no fuera a molestar a sus jefes, a los que les molestaban cosas que no se sabían hasta que lo vieran. Por si acaso, que no bailaras mucho. Luego, con ese pequeño porcentaje de lo que sobraba, podías ya escribir para tu ego (acababa mal) o incluso para los lectores.
Parece complicado, pero enseguida se te interioriza en la cocorota y hasta en los dedos. Es el ciclo de la vida y no hace falta que te lo digan cantando: la primera vez que ves a un león comerse a una gacela ya lo pillas. La prueba es que ningún texto mío ha vuelto a acabar en un cajón. Si acaso, sale como saldría uno de un accidente en un barranco: sin patas, sin brazos o sin ojos. Pero sale. Los periodistas teníamos un motivo para pasar de buen grado por el aro de jefes y jefes de jefes. La pasta. No el gran dinero, entiéndaseme, solo la calderilla para ir tirando, para financiar, por ejemplo, los modestos michelines que ahora estoy tratando de quitarme de encima. 
Justo cuando lo ibas entendiendo, detonaron las redes y con ellas lo que al principio se llamó periodismo ciudadano, que supongo que incluía la opinión ciudadana, y que ya nadie se ha atrevido a volver a llamar así. Lo de estos ex periodistas ciudadanos siempre ha sido más altruista, lo hacen por nada, por vanidad, que ya ves tú, es tan poca cosa que la derrota un espejo tarde o temprano. A ellos les faltó durante un tiempo lo fundamental de todo esto: los jefes, los jefes de los jefes y los patrocinadores de los jefes de los jefes. Ahora, por fin, parece que se los van a poner. Si no se los ponen estos, otros se los pondrán. Están en ello. Con la amorosa y entusiasta asistencia de toda una generación que no cree que la libertad de expresión sea un derecho tuyo que nadie pueda tocar, si no un medio como otro cualquiera, como un abucheo o una porra, para combatir al MAL. A base de poner un poco de aquí y (sobre todo) quitar un poco de allá. Así que la cosa está en decidir quien decidirá lo que es EL MAL Sean los que sean los que lo consigan no son los tuyos. De verdad que no. Pertenecen a un club en el que no estás y (créeme) no quieres estar. No sabes las cosas que hay que hacer para llegar hasta ahí.
Total, que como resulta que lo que haces ya es gratis, no se te puede motivar con despidos ni con (si eres freelance) bajarte tu asignación para espaguetis de Barilla a Hacendado. ¿Qué está peor pagado que escribir gratis? Que pagues por ello. Se llaman multas. O en su variante vacacional, chirona. Se probó con los raperos coprógrafos, un poco con los cómicos que moqueaban banderas, y hasta se hizo una cata a ciegas con titiriteros y tuiteros sueltos que hacían chistes sobre el Alka Seltzer, Carrero Blanco y así. Se confirmó para todos siempre que esos todos rechistaran a una autoridad sagrada, pongamos un concejal de tu pueblo o un guardia municipal. Por mal nombre se le puso Mordaza, que era una pista. Como fue un exitazo (un exitazo hoy es que una salvajada no saque a casi nadie de la siesta), ahora ya está democráticamente al alcance de cualquiera que pasee por la calle y mire torcido. Pronto habrá más, porque queremos más.
Como periodista experimentado, puedo ayudarte a que no la cagues, a que aprendas cómo se hace esto sin que te cueste mucha pasta. En tu poder tienes dos herramientas que nadie te va a querer prohibir: la crítica a lo que tus jefes quieren que critiques y la alabanza a todo lo demás. La primera es un arma complicada, porque está sometida a vaivenes. Si te pillan con el paso cambiado puedes acabar en el lado de la trinchera en el que caen las bombas. Yo le dejaría este recurso a los profesionales, que saben cuándo hay que saltar del barco y cuánto rato ponerse de perfil antes de dar todo el giro sin despeinarse. Hay que olisquear el momento justo en el que pasar de defender lo indefendible con incorruptible vehemencia a defender lo indefendible contrario con idéntica convicción. No es fácil, pero, ante la duda, haz lo que haga Risto Mejido. 
En cambio, la alabanza es una bendición. La alabanza no pide límites ¿A quién le desagrada un piropo? Bueno, en ese lío ya nos meteremos otro día. El caso es que la alabanza es propia de ángeles, el hossana, el optimismo ciego, quedarse con lo bueno de la vida, ver lo positivo para atraer lo positivo, como recomiendan 9 de cada 10 autoayudadores.
Ya quedó claro que si te nace un rap con alguna rima con la palabra ladrones hay que contenerse y canturrear a Amaral un ratito hasta que te suba el ánimo de escribir lo contento que estás de que los reyes sean menos medievales que en el medievo y crean en el progreso que, bien entendido, empieza por la propia abundancia. Añadiré que si un rey no se ocupa de matar elefantes ¿quién lo va a hacer entonces? Las calles estarían llenas de elefantes, uno se te colaría en el super, otro te quitaría el sitio de aparcar, otro te apachurraría. ¿Ves? Así se hace.
Puede que sientas la tentación de calificar de bananero que la mujer del número uno del partido sea la número dos del partido; de pensar que aunque fuera la mujer más preparada del país para el cargo debería apartarse en favor de la segunda más preparada. Incluso cínicamente podrías considerar que así, qué sé yo, los votos de quienes tienen ojos en la cara no se evaporarían. Pienses lo que pienses, nunca escribas un poema satírico con tus conclusiones: haz una oda alabando los valores familiares de quien pone el amor por encima de todo. El amor conyugal, que ese sí que es bravo.
Y si sospechas que las manifestaciones del 8M fueron el motivo por el que se retrasó la cuarentena, por favor, detén tu malpensanza, porque el CIS dice que el 97 % de los españoles está de acuerdo con que todo está bien hecho. O sea, que lo dice la ciencia. Y tus suspicacias van a ser carísimas. 
Si en tu comunidad autónoma a nadie se le ocurrió mirar en las residencias de ancianos por si había algún enfermo hasta que se paso por allí el ejercito, adhiérete al quién lo iba a imaginar, viejos enfermándose, con lo resistentes que parecían en la posguerra. En cambio, dale bola a lo que sí se está haciendo: fotos, muchas fotos. Con aviones, en Ifema, en despachos que supuran eficiencia, delante de un atril o de un espejo. Para entretener tu confinamiento se arriesgan a saltarse el suyo y cuarentenas y reales decretos y lo que haga falta. Piensa en el futuro, porque nuestros amados líderes ya están pensando en el suyo. Puede que lleguen la ruina y el hambre (no metas la pata, el término oficial va a ser “desaceleración calórica”), así que vamos a necesitar nuevas y patrióticas fuentes de ingresos. Con su ejemplo, nos podríamos convertir en una potencia mundial en selfis. Podremos exportar influencers. O comérnoslos.
Si lees que a una asesoría laboral en semiquiebra se le han dado millones de euros para comprar material sanitario o que las mascarillas encargadas a Ruining Trade (nombre real) eran de juguete y han enfermado y puede que matado a unos cuantos sanitarios de nada recuerda (y, sobre todo, escribe) que el gobierno prometió no dejar a nadie atrás. Que qué mejor manera de pelear contra la ruina que ayudar a empresas así, que es que lo estaban pidiendo. 
En fin, que si quieres llevarte las manos a la cabeza por la improvisación, porque se dijo que las mascarillas eran placebo solo porque no las había, porque a día cuarenta de la cuarentena los sanitarios sigan vestidos de bolsa de basura y con una mascarilla a la semana, recuerda que eres español. Uno de nuestros valores nacionales alabados por la prensa seria durante décadas es la capacidad de improvisación. Eso es lo que nos hace tan creativos. ¿Se imaginan a un europeo del norte improvisando? No pueden. Igual eso les está viniendo bien en tiempos de pandemia, pero, ay, en las artes. Las artes aquí son un prodigio, todo improvisado, todo sin método ni razón ni base. Es como si el arte naciera cada día. Escribe sobre eso.  
¿Y esos discursos? ¿Dónde se han visto discursos tan fervorosamente patrióticos, tan líricamente épicos? No se oía nada así desde tiempos de Churchill, de De Gaulle, de Kennedy. Por eso los hemos tenido que traer de entonces. Por si acaso no teníamos otra cosa que alabar, tenemos los discursos. Directos a (o de) los libros de historia. 
Como se ve, el truco es tan sencillo y gratificante como ponerse positivo. Por lo que sé, les va mejor a los que empiezan con ello antes de que se lo pida el jefe. Hazlo. Pero solo si estás vivo.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Prefacio

"Cuando relato mis trashumancias, mis caídas, mis delirios lelos y mis secretas orgías, lo hago únicamente para detener, ya casi en el aire, dos o tres gritos bestiales, desgarrados gruñidos de caverna con los que podría más eficazmente decir lo que en verdad siento y lo que soy".
La visita del Gaviero. Álvaro Mutis.

sábado, 7 de marzo de 2020

Un plomo de calaveras


La visión administrativa se ha desbordado desde el momento en que hemos visto cómo los políticos son un peligro para la vida cotidiana y hemos puesto nuestros ojos vigilantes en ellos, en todo lo que hacen, en todo lo que dicen. Entiendo que los que se dedican a tareas administrativas o legislativas no puedan evitar analizar la realidad desde esos supuestos, como mi hermana, funcionaria de la Junta y licenciada en Derecho con matrículas de honor, y a la que a veces veo con estupor analizar la realidad solo desde ese punto de vista, como si no existieran más. Pero el problema es que, al poner la cosa política en el centro (su parte más pequeñita, la de los matices normativos), estamos pintando el mundo, construyéndolo, de eso. Se ve en titulares, en tuits, en conversaciones. Nuestra tarea, la de todos, debería ser ofrecer nuestras propias visiones del mundo, del presente, del pasado y el futuro; para que su tarea fuera, contaminados sin remedio de títulos, capítulos y disposiciones adicionales, traducirlo a esa nada vaga astronomía de reglamentos nada inconcretos que llevan en las cabezas.

domingo, 9 de febrero de 2020

Tan superguay

Ayer se me iluminó la cocorota, como a un esqueleto de la era atómica. Estaba escribiendo la entrada pequeñita de un pretendido diario diario que ya naufragaba al segundo intento. Mientras, con la otra mano quedaba con una chica mexicana que parecía encantadora, lo que me devolvía un poco la extraviada fe no solo en Tinder, si no en la humanidad. Y quizá fue por eso que releí alguna vieja entrada mía y me entró una ya desusada fe en mí mismo. Luego fue todo subir y subir y venirme arriba sin cuento cuando la semillita de la idea de que no estaba tan mal lo que leía fue germinando ¿y por qué no hago una selección de textos de este blog en epub?, quizá ordenado de otra manera, un poco por temas, segando la morralla y los jeroglíficos, tal vez ¿Y si lo regalo a los lectores? ¿Y si lo vendo en Amazon a un euro? Qué digo a un euro ¡a dos! ¿Y si lo paseo antes por alguna editorial? ¿Y qué tal mandárselo a un agente literario? Y la fantasía siguió escalando y solo tuve el pudor de cortarla un par de premios nacionales antes de Nobel.
Llevo una temporada acompañando de cerca y mirando con lupa lo que han hecho mis amigos, David, Aitor y María. Y lo que han hecho son tres grandísimos libros, cada uno en lo suyo. Considerando eso de que pierdan o no la guerra han ganado los manuales de literatura, ahí están ya, con su nombre en la portada, su ISBN y su ejemplar en la Biblioteca Nacional. Mientras que lo mío es un átomo perdido que encoge a medida que internet se hace infinito y mis palabras infinitesimales. ¿Y si salto a la pista a ver qué pasa? Saltar a la pista a ver qué pasa siempre ha sido una cosa muy mía. También, bailar como un zombie que ha visto un cerebro bonito y cantar como un gato que está triste y azul, pero ahora no es el momento de recordar eso.
Hoy llegaré a lo de la mexicana, que es un vermut, con unas bonitas ojeras que no van a ayudar nada, porque estuve horas dando saltitos en la cama mientras lo planeaba. Es el momento de que si has llegado hasta aquí me dejes tu opinión. Tienes todo un infinito barrizal de anonimato en el que ponerte tan sincero como te gustaría serlo en la vida real así que ¿por qué no? Corre antes de que esto se convierta en un granito de arroz, una micra, un neutrón, un paramecio, un microchip nipón.

sábado, 8 de febrero de 2020

SEFUD: Jueves, 23 de enero

Llevo décadas diciendo que, como estoy muy mayor, las resacas se han convertido en convalecencias. Pero lo malo de verdad es cuando la resaca es una convalecencia de verdad. Me duele en sitios muy raros. El interior del muslo derecho, el hombro y el brazo derecho entero; la muñeca, mucho. Parece ser que si te morreas fieramente con el suelo arrancas una reacción en cadena solidaria que no se sabe dónde termina.
Anoche, después de aparcar el patinete, cogí un bus, me bajé en una parada que no era y, admirablemente, cogí otro patinete hasta casa. No rompí nada más.

jueves, 30 de enero de 2020

Si esto fuera un diario (SEFUD): Miércoles 22 de enero


Como con María. No le gusta la idea de que un escritor que no conoce presente su libro. La última vez, Ray Loriga supo ver un montón de cosas en su primer libro, lo que habla muy bien de Ray Loriga y nos da un poco de autoridad a los fans de María. Esta vez Ray está ilocalizable, Juanra me ha contado que tiene toda la colección de problemas: salud, dinero y, a saber, amor. A María le dicen en la editorial que proponga un nombre de autora para que presente su libro. Ella da un nombre, la editorial le dice que no está disponible y María anula la presentación en Madrid. Me fascina la cabeza de María cuando toma decisiones que los demás ni nos plantearíamos. No es que vaya contracorriente, es que va por otro río.
Si algo ha quedado claro esta temporada es que me hacen más ilusión las presentaciones de los libros de mis amigos que a ellos. Claro que para mí es una fiesta que me pone de muy buen humor, solo tengo que sonreír, dar abrazos y beber, pero tampoco entiendo que ellos se lo tomen como un examen. Le digo a María que es una pena, que quizás debería verlo como un cumpleaños al que va gente de distintas épocas de su vida (como los míos), que podría presentárselo un amigo y rodearse de otros amigos y pasarlo bien; que no va de vender libros ni de promocionarse, es solo una fiesta. Cambia de idea y me pide que se lo presente.

Yojana me escribe para contarme que Aitor está muy nervioso con lo de su libro. No tiene presentador todavía y queda una semana. Le escribo que debería tomárselo como una fiesta, que se lo presente un amigo etcétera. Escribo a David para decirle que tenemos que quedar con Aitor y calmarle un poco. Está muy liado, pero, como David es David, anula lo que tenía y quedamos por la noche en el bar de Mario para poner un poco de orden y cerveza en el asunto. Llego un poco tarde y ya lo han arreglado todo. David ha tenido una gran idea: que se lo presente un amigo. Se lo van a presentar él y Pedro. Yo reivindico la idea como mía y saco el mensaje en el que se lo decía a Yojana varias horas antes. Tengo esa cosa cansina e infantil de resaltar mis méritos más allá del decoro, más con los asuntos menores que me importan hasta el delirio, los de los amigos, que con los profesionales, que también. Es uno de esos tics que ya a estas alturas no me voy a quitar de encima nunca. Quiero pensar que no es demasiado molesto para los demás, con la excepción de cuando hago un regalo y persigo incansablemente a la víctima: "¿te ha gustado?, ¿te ha gustado?, ¿te ha gustado?" hasta que le obligo a encontrar maneras prosopopéyicas de expresar su dicha y su agradecimiento infinito y ya me quedo tranquilito. Y en la cama, ni te cuento.

Se van todos, pero yo me quedo. Mario y su bar han sido un flechazo. Dice Aitor que vamos a acabar de novios. Se niega a comprar red bull para mis copas, pero me deja traerlo de casa. Charlamos de nosequé hasta la hora de cerrar o hasta que me empiezo a poner incoherente y me saca el reloj. Con tanto red bull, para mí está amaneciendo, así que me voy a asomar a Malasaña, a ver quién hay y qué está abierto. Me cruzo con un patinete y por algún motivo me parece una idea brillante motorizar la ronda. Después de esquivar precariamente todos los bolardos, veo a lo lejos, en San Bernardo, un coche de policía. Como cuando circulas con un patinete no sabes cuántas cosas de las que estás haciendo son ilegales (probablemente todas), doy un giro en redondo optimista de más y me voy a la mierda. Se me ponen los morros, que es con lo que paro el suelo, como los de Carmen de Mairena; el cuerpo, ay, crujientito; y la mano de escribir, tonta. Aparco el patinete justo ahí, fingiendo una dignidad que ya se me podía haber ocurrido antes.