De lejos me han parecido dos rumanos, por las pintas modestas fuera de tiempo. Pero no, son un cura y una monja, él, de negro entero, con alzacuellos sobre la camisa de manga corta: ella, con un vestido azul que no parecería un hábito si no estuviera rematado por un cordón blanco a la cintura. Debajo, una camiseta de una tonalidad de azul conjuntada que prueba que se viste mejor que yo. No lleva toca, sino una coleta que dice, a cara descubierta, que es guapa, y más que lo habrá sido, porque está en sus treinta. Ambos llevan el mismo modelo de sandalias, unas chanclas gruesas con mucho correaje. Sólo habla ella; él baja la cabeza, absorto en su oficio de escuchar. Lo de ella será más callar, así que no piensa dejar escapar esta oportunidad y este interlocutor. Por cómo gesticula, parece una mujer de acción, habla con determinación, aunque no le entiendo nada las tres veces que pasan junto a mí. A él, en su voz baja y salmodiosa le entiendo “abrazamos el caos que completa” en la única vez que mete baza, en la cuarta vuelta al parque.
¿De qué iglesia o congregación vendrán si no hay ninguna por
aquí? Antes, todo esto era campo, y los edficios feos arraigaron con mucha más
vitalidad que las iglesias feas de los 70, que cuando quisieron espabilar ya no
tenían hueco por este lado de Carabanchel. Hay un cementerio antiguo muy de afueras con
tapias que dan a mi casa y a este parque; ahí habrá una iglesia.
Yo lo llamo parque, pero son unas instalaciones deportivas
con bancos y árboles. Sólo
que casi nadie le da al deporte. A veces, unos mazaos derraman sobre la cancha los sobrantes de testosterona en unos partidos de futbito singularmente agresivos y ruidosos. Los niños endurecen sus calaveras en el parque infantil. Y una chica,
siempre la misma, solía hacer eses sobre la pista de patinaje, hoy no. Lo demás somos
jubilados, paseantes de perros, paseantes de ancianos, algún raro vagabundo y
algún más raro lector, o sea yo.
Me estoy comiendo un pastel y leo El libro doce de Carmen
Jodra hasta que me echan de allí la simultáneas conversaciones al móvil de la rubia rebotona
del perrazo dorado y de un tipo de camiseta negra heavy que, para no dejar de
liarse el porro, ha puesto en altavoz su discusión educada con la centroamericana que le quiere hacer una encuesta sobre tabacos. Pero antes, me
había dado tiempo a juguetear con la idea de leer versos sueltos, extirpados del poema, a ver qué tesoros me encontraba. Y, en lo que me levanto, ya tengo
rematada la idea: crear una cuenta de Twitter (@1versosuelto) para ponerlos en fila a ver si entre todos hacen un poema nuevo.