viernes, 3 de enero de 2025

Mi lugar favorito del mundo no es Lausana

Sería el otoño de 2012. J tenía que trabajar en Lausana durante unas semanas. Yo, paseaba o la esperaba supuestamente escribiendo en ese pulcro apartamento con estupefacientes apellidos en los buzones como Kafka o Darío o así. 

Sí, claro, recuerdo el lago y los patos; el bar belga y la plaza de La bella y la bestia. Sobre todo, el amor fugitivo en las montañas: la caminata por la ladera blanca en la que no se me enfriaron las manos, las raclettes frente a la chimenea, las altas vistas del lago Lemán desde la habitación. Todas las fotos que ardieron con aquel disco duro y que ya sólo malviven, precarias, en mi cabeza de chatarrero, porque en la suya, no creo. Debería, pero no puedo, no recordar la deslumbrante palidez de los vértices de su desnudo en aquella cabaña. O quizás era la nieve.

No sé si escribí más, pero escribí esto que ahora aparece en El Cajón (navidades=cajón: me prometo parar). No era para publicar, sólo para un trabajo de la uni de la hermana de Pe. Le dije a él que me había salido regulinchi, me dijo que muy bien no estaba, y lo archivé para siempre. Siempre era hoy. Hoy, que la carne es triste y he leído todos los reportajes, me parece que los (mis) textos de viajes deberían ser siempre así.

 

Mi lugar favorito del mundo es Lausana

No hay preguntas que más veces oiga un periodista de viajes que “¿dónde me voy de vacaciones?” y “¿cuál es tu lugar favorito del mundo?”. Todos tenemos una cara de póker ensayada para la primera y una buena respuesta preparada para la segunda. La mía es: cualquiera. Cualquier sitio en el que haya podido salirme del mapa. Haced una prueba: pensad en vuestro pueblo. Seguro que en la zona hay un regato de égloga pastoril o un monte con el atardecer de la Tara de Lo que el viento se llevó. Y si no tenéis pueblo, en vuestro barrio conoceréis un lugar donde ponen la mejor oreja empanada del mundo. Y, ahora, buscad todo eso en una guía, buscadlo en internet. No sale. Pero vosotros vais a ser más felices ahí que en el Taj Mahal. Y más veces.

Los paraísos no sólo están abarrotados, no sólo no suelen ser para tanto, sino que, además, se cuentan mal, por muy favorecidos que salgan en las fotos. A la única entrevista que me han hecho como periodista de viajes la titularon “Benidorm es estupendo como material literario”. Conozco a poca gente capaz de llegar hasta la última línea de un reportaje sobre las Quirimbas, mientras que en un relato sobre la costa de Alicante pasan cosas todo el rato. Un lugar con peluquerías abiertas las 24 horas es un lugar abarrotado de historias. 

Así que, aquí estoy, en Lausana (Suiza) dispuesto a averiguar si todo lo que digo en los dos párrafos anteriores es una boutade. La ciudad es un núcleo industrial a orillas del Lago Lemán, a 65 kilómetros de Ginebra. Se habla francés. Parece uno de esos lugares que se despachan con un párrafo cortito en las guías turísticas. O con ninguno. Es por la tarde y es de noche. Salgo un rato y paso frío. Todo es muy caro. Le pregunto a una chica española que vive aquí que qué hace la gente para divertirse. Me mira estupefacta y tarda unos segundos en responder: “nada”. Los lausaneses parecen pensar, como Pascal -quien probablemente meditó la teoría de la probabilidad en una tarde como esta a 500 kilómetros de aquí- que todo lo malo de la vida te pasa por salir de casa. 

Lausana es un sitio seguro y mortalmente tranquilo. No es descabellado pensar que en un principio la palabra suizidio se aplicaba aquí al crimen que cometía un suizo contra otro, pero que fue evolucionando hasta aplicarse al crimen que cometía un suizo contra sí mismo, que pasaba más. Los suizos parecen también poco comunicativos, como si sólo se relacionaran lo justo para comerciar (“un pan”, “tres euros") y procrear (“en tu casa o en la mía”, “donde sea, pero no hables tanto”). 

Pero Suiza, ese pueblo con fama de neutral a fuerza de aplicar Neutrex a los billetes de todo el mundo, resulta ser inesperadamente un pueblo en tensión, con la paranoia colectiva que se le puede suponer a una sociedad que obliga, por una ley de 1963, a que las casas se construyan con búnker nuclear. O que cuenta con un servicio militar obligatorio que dura toda la vida. Todos los años, todos los varones suizos se van una temporadita de maniobras, un par de semanas o cuatro. Les ves pasar en la caja de los camiones, cargan mochilas y juegan a la guerra. En mis visitas al país nunca he conseguido que nadie me diga cuál es el enemigo concreto contra el que se preparan.

Pero estamos en Lausana, donde las maniobras militares suenan a divertidísima ruptura de la rutina. En un paseo por el centro, enseguida te topas con la zona de la estación de metro de Flon, donde se tocan la Plaza de Europa y la Plaza Central. Es un grandioso hoyo a dos niveles cruzado inesperadamente de puentes, ascensores y escaleras que comunican buena parte de la animación comercial y gastronómica de la ciudad. Todo el mundo parece estar de paso. Lausana, que está hecha de tres colinas con mil cuestas, tiene la forma de un embudo que bien podría converger aquí. 

De una discoteca sale una canción de M83 que sólo tiene un año. En una esquina, los típicos maromos étnicos me paran y me citan nombres de drogas. Me pregunto por qué a mí, hasta que me doy cuenta de que el gorro que llevo tiene una hoja de marihuana enorme. Me pongo de deberes averiguar cómo se dice “¿que si quiero o que si tengo?” en más idiomas y le doy la vuelta al gorro. 

Entro en el bar belga Les brasseurs y resulta que allí estaban todos. Muchas mesas llenas y un relativo vocerío en torno a las cervezas de elaboración propia y los mejillones a buen precio. Junto al puente Bessières paso por todos los bares que me han recomendado: Bluelezard, Darling, Lido, Jaggers y Buzz. Están muy tranquilos. No entro en ninguno. Me doy una vuelta por lo que parece el casco viejo. Así, de noche, se adivina una desproporcionada catedral de aire germánico precedida de unas escaleras de madera que me habían recomendado y que sí, son unas escaleras. Y de madera. Y antiguas. En la plaza del Ayuntamiento me han dicho que hay un Ayuntamiento, una fuente con una pintoresca figura y un reloj que da las horas cada hora. Voy, y está todo ahí. Lo que me falta por encontrar es lo que no encuentro en mí. No hay nada que me confirme que si te sales del mapa y los horarios te topas con El Viaje. Me voy a dormir.

A la mañana siguiente, me decido a bajar hasta el lago. Por el camino se me olvida pulsar el botón del paso de peatones y un tipo me gruñe. Cruzo por donde no es y un conductor me amortaja con la mirada. Afronto un semáforo a destiempo y el dueño de una furgoneta amaga con atropellarme, pero no me atropella. En mi pueblo si te saltas tres normas no escritas lo más probable es que acabes en el pilón. Aquí sólo te miran mal. Sí que son más civilizados. 

Voy bajando hacia el Lago Lemán o Lago de Ginebra, depende desde dónde lo mires, y paso por muchas oficinas llenas de lausaneses interactuando con su ordenador, casi todos con tablas de datos, ninguno con Facebook. Al principio me siento contento, afortunado y ligero de pies. A medida que voy llegando al lago y el frío arrecia, empiezo a mirarles con un poco de envidia, parece que no hace malo en las oficinas. Para cuando llego al lago y empieza a nevar, pagaría por que me dejaran ponerme delante de un Excel calentito.

Me acerco a la orilla. Enfrente se ven las montañas italianas, altísimas y que parecen llegar directamente hasta el agua. De pronto, todo a mi alrededor se llena de patos y cisnes y gaviotas que me inquietan un tanto. No sé si son plantígrados blogueros que vienen a ver si pueden sacar algo o si traen peores intenciones. Hago unas fotos con zoom, por no acercarme mucho, y me doy cuenta de que nunca podré ser fotógrafo de fauna salvaje. Me cambias el pato por un tigre y me desmayo.

Miro a mi alrededor: el lago, las aves, el césped, el parque y los yates del puerto deportivo cubriéndose de una nieve que baja lento, que llena el aire. Me quedo allí mucho rato y entiendo cómo de libre te puedes sentir bajo la nevada. Quizás nunca he visto una tan insistente, tan espesa y tan flotante. Nunca he asistido al vuelo en formación de una bandada de patos que salen del agua para elevarse hacia los copos. Me conecto de golpe con todos los hombres que han estado parados alguna vez bajo la nieve, tan ajenos a mi clima cotidiano de sudeuropeo, y los entiendo. Admiro a los lausaneses por primera vez. Puede que sea fácil construir una Catedral o una revolución en el Trópico, salir al aire libre a hacer cosas locas bajo el sol. Pero no lo es tanto levantar una ciudad tan sólida como ésta mientras el aire se congela alrededor. He encontrado mi oreja empanada y tenía razón: sacas un pie del mapa y de la agenda y suceden los prodigios.