El espejismo de polvo que levantaban los pies frente al columpio solitario y, más allá, el agudo olor a trébol masacrado del césped en cuesta y, más allá, el clocleo incontable de la manguera amarilla que llenaba la piscina y, más allá, una madre con los brazos apoyados en la barandilla del balcón.
El fogonazo alto y seco de los dados golpeando contra el velador
de mármol manchado de calimocho de la taberna de Bilbao con altura de almacén
donde descubrí que la amistad iba de cambiar las letras de las canciones o
buscarle la risa a una frase cualquiera de alguien a quien estabas conociendo.
El fado en el patio del castillo de Lisboa que puso triste a
la luna.
El primer trago del vino rasposo que hizo de gloria por
dentro y aportó la mitad de la irrealidad al taller del alquimista en la aldea
de León.
Los sonidos de fuera de la tienda de campaña en aquella ladera
del Cantábrico, los que trajeron pesadillas, o puede que no lo fueran, en las
que una manada de lobos rasgaba la tela y me devoraba.
Los dos dedos que pasaron la noche entera resbalando por su
espalda tostada.