sábado, 31 de octubre de 2020

La noche en que conocí a Laura

La noche en que conocí a Laura en el Tupper me contó que tenía dos trabajos, niñera y stripper. “Como en Ana y los siete”, nos reímos. Tenía un tatuaje que le ocupaba todo el pecho. En el centro estaba la cabeza de una niña (que era ella) de la que salían ramas de manzano (que eran sus enredados futuros). Tampoco sé si era un manzano, recuerdo las manzanas que igual no estaban, pero pienso ahora que sí. Acabamos la noche colándonos en la parte de arriba y escondiéndonos detrás de la barra recién clausurada para siempre, para beber, desde el suelo y a morro, las botellas que quedaban por allí, mientras ella me convencía no sé cómo de que en el bar les iba a parecer bien nuestro pillaje de salteadores etílicos.

Esta noche me la reencuentro en Instagram al pinchar en una foto de un after casero ya rococó en la que nos etiquetaron a los dos hace mucho. Recuerdo esa noche, o esa mañana, que empecé desnudándome encima de una mesa y que acabé con más ketamina de la que me recomendaban y recorriendo un túnel. No un túnel con luz al final, sólo un túnel.

Las tres últimas veces que hablamos fueron un descenso trepidante hacia el adiós. La antepenúltima quedamos en su casa. Llenamos una de las paredes de su cuarto de post-it en busca de un proyecto en común cuya única coherencia era que queríamos tener un proyecto en común. De aquello salió una idea difusa de un blog de vídeos malasañeros y otra más concreta de recitar nuestros poemas en algún slam. Recuerdo los suyos, sucios y rabiosos, largos y sin tregua. Tenían algo o más bien gritaban, berreaban que ella tenía algo. Por un ventanuco enano salimos a la terraza que se había inventado sobre unas tejas que daban al aire de Malasaña. Nos prestamos dos libros. Yo, Las afueras, de Pablo García Casado, que espero que siga teniendo, pero que seguro que no, porque es un adiós a una forma extinta de escribir poesía, la mía también, que no creo que le dijera nada. Ella, el Querido diario de Lesley Arfin, con toda esa parte central emborronada de heroína que tanto nos advertía y que termina expandiéndose hasta ocupar todo el libro y todo su recuerdo. Las páginas estaban manchadas de purpurina.

La penúltima vez que hablé con ella fue en una calle de Malasaña. En el lugar donde tan bien nos habíamos entendido todo me contó algo terrible que le había pasado en París y no supe qué decirle. Pensé luego que allí, en ese proscenio donde habíamos sido felices, en un encuentro callejero casual no podía decirle nada que mitigara la metralla de esa bomba que traía y seguirá llevando, y que entonces arrojó entre nosotros. Ahora pienso que da igual, que no habría sido distinto si me lo hubiera contado en una barra, en una academia, en una cabina de sex shop, en un cementerio. ¿Qué hubiera cambiado eso? Las bombas no distinguen dónde las desentierras ni, casi, en qué las envuelves.

La última vez que me llamó me pidió algo que no podía darle. Digámoslo, qué tontería, fue dinero. Justo en la semana en que me iba a vivir con mi hermano porque no tenía fuerzas para conseguir la mínima mierda que necesitaba para seguir, porque no quería seguir, y eso que era fácil, palabritas por moneditas. Todavía es de lo que más siento de esa época, no tener nada, no poder ayudar a nadie, no poder ayudar a Laura.

Ahora veo las fotos de sus casi treinta. Pongo una lista de tangos de Discépolo bajo sus vídeos de pole dance y se enroscan inesperadamente adecuados. Se mueve asaetada a la barra con un oleaje lírico curvado. Sólo se puede pensar que es lo suyo. Leo sus pocos textos largos que sigue pareciéndome que tienen algo, que tiene algo ella más que los textos, como me pasaba antes de la noche en que la conocí en el Tupper, cuando leía sus reseñas musicales sobre grupos que nunca había oído. A veces parece forzarse en los pies de foto la niña que desmiente su mirada de lago de fondo oscuro, como de profeta harta de sus iluminaciones. Y veo que se encontró donde yo creía que había ido a perderse. O eso parece. Quién sabe, es Instagram.

jueves, 22 de octubre de 2020

He vendido mi diablo al alma

Sobre el mar no sé escribir, me sale que canta como una pianola, con teclas de ola que siguen un rollo sin fin. Sé escribir sobre la tierra, la que se riega de lágrimas rojas de consistencia y consecuencias de terrón sobre las espigas en gancho de todas las gargantas. No se puede ser poeta de todas las cosas: el alma del niño pelea, pero cada puño es un rebuzno y se le va poniendo la cara de máscara y desde la máscara no se ve el camino de vuelta a lo que fue. Y eso es lo que aprendí hoy.

lunes, 19 de octubre de 2020

No me he despertado aquí

No sé qué estaba mirando en Instagram cuando me ha aparecido una foto de María comiendo pipas en la plaza del Dos de mayo en 2013. Le he hecho una captura para mandársela mañana y he bajado un poco y he visto una foto de la fuente de mi pueblo con un pie que contaba que “sale mucho en mi novela”. Sí, la misma novela que todavía no he terminado, aunque por aquel entonces iba de otra cosa. He seguido bajando y subiendo para encontrarme más cosas que me dieran vergüenza, pero, en lugar de eso, hay decenas de fotos que me explican una época entera, los alrededores de 2013, que estaba entendiendo mal.

A veces pienso en el post Dandolotodismo, pero ni siquiera me atrevo a releerlo. Sé lo que dice, sé cómo era de cierto, y sólo me pregunto cómo se pudo ir todo a la mierda tan rápido, tan poquísimo después. Analizo lo que iba bien antes y lo que fue mal después y lo analizo todo mal, porque le pongo dos o tres causas fáciles y zafias para no darle más vueltas. Pero esas fotos me cuentan otras cosas.

Empezando por la de María. Justo después había quedado con María Elena. Si María siempre me cargaba las baterías, me hacía sentir que era un buen escritor mientras me bebía sus palabras, esperando ese momento en que, clack, hace eso tan de María de mirar a las cosas con unos ojos alienígenas y decir algo tan sensato o tan raro (o tan sensato y tan raro) que me siento como un gorrino en un parque de bolas. Y si con María eso, con María Elena era un paseo constante por un paisaje marciano, ahora lo recuerdo leyendo sus comentarios. Sus preciosos e infantiles -en el mejor de los sentidos- comentarios, tan hogareños y fractales como su preciosa cabeza, como cualquier ratito con ella. Con María comí la semana pasada, pero a María Elena no la he vuelto a ver desde que me la encontré con su marido y su hijo en la calle Fuencarral, y han pasado años ya.

Cuando terminó aquella tarde, seguro que empezó una noche larga y llena de emociones y amores y ruido y colorines y música, al estilo bazar. Un día normal de entonces. Luego viene una colección de imágenes de gente resplandeciente y talentosa, de playas y montañas y festivales que ni siquiera me molestaba en identificar en los pies; de chicas de las que me enamoraba un ratito, aunque luego el ratito se me hiciera largo. Está también la serie “Me he despertado aquí”. Y "aquí" era una cabaña a la orilla del Pacífico, una cama en Laponia desde la que se veían las auroras boreales, un velero en el Mediterráneo, un bosque en los Andes. ¿Cómo no iba a ser feliz con todo eso? Luego pasó lo que pasó, no había cómo torearlo sin cornada, pero, aun así, no tienen sentido, tantos años después, la colección de posts derrotistas y llorones que he escrito este mismo verano y que esos sí que ahora ya no quiero releer nunca. Porque sé que todo aquello lo sigo teniendo al alcance de la mano. Que sé que sé qué hacer y cómo hacerlo. Porque el caso es que siempre digo que esta vida que llevo ahora se parece mucho a la que siempre había querido llevar y es hora de que me sacuda este larguísimo invierno que ya me tiene harto para que eso sea verdad.

Hoy he estado viendo un vídeo de mi youtuber favorito que hablaba de Prometeo y Pandora, de la esperanza, el último tesoro que guardaba Pandora en su caja (que resulta que era un frasco), sin que se sepa si era un tesoro o la plaga definitiva. Fabián lo interpreta como lo segundo, como la plaga definitiva que, si la abres para ti, acaba con todo lo demás, porque no hay nada más paralizante que esa esperanza que te hace vivir en el futuro o en el pasado, nada que te impida mejor exprimir el presente, con sus grandezas y sus miserias, que también tienen zumo. Los alrededores del 2013 no incluyeron ni una gota de esperanza. Porque lo tenía todo ya. Y eso fue porque lo quería todo ya.

Pensaba en todo esto mientras paseaba el puerto sin peatones de San Antonio, entre barcos de excursión y botes pesqueros y yates faraónicos atracados hasta el año que viene, porque todo se ha parado y esta temporada se acabó mucho antes. Sólo que nada se ha acabado, que el sol y el mar y los fondos con manifestaciones de peces de colores no se han ido a ninguna parte. Y lo que le ha sobrado a este día que he empezado bañándome despeinado en la cala de enfrente de casa ha sido la esperanza de después, ese tipo de esperanza. La que me ha mantenido en casa porque luego me iba a poner a escribir o a hacer el reportaje mucho antes de la fecha de entrega o a rellenar eso de los impuestos por anticipado o a yo qué sé qué cosas que no van conmigo. El de las fotos de 2013 se parece bastante más a mí y sigue aquí, sólo que no le hago el caso que debería. Es el que el día que llegué a Ibiza se compró una bici de segunda mano para pasar los días de playa en playa mientras brille el sol. El que sabía que no hubiera pasado nada (malo) si hoy la hubiera cogido por los cuernos para ir hasta la siguiente cala. Con las cervezas y algo de picar, con el papel y el boli para, quizás, seguir escribiendo los diálogos entre dos ángeles en la fuente aquella que le tocan ahora a mi libro o para, quizás, tumbarse en la arena para despertarme ahí. Aquí. 

domingo, 18 de octubre de 2020

Un cartabón y una escuadra al borde del camino

Es una maravilla llevar toda  la tarde aprendiendo sin culpa ni complejos de El tiempo es un canalla, de Jennifer Egan y de Todos quieren a Daisy Jones, de Taylor Jenkins Reid. Es mejor el primero, pero el segundo me lleva, de una manera tosca, a donde quiere llevarme, que es a un sitio parecido a algunos lugares del otro, a la energía creativa juvenil que arrasa con todo, a esa manera de creer que somos inmortales para algo más que para acuchillarnos a ver qué pasa, para ese dejar los efectos de nuestra eternidad del instante presente aquí para siempre. De una manera poco sofisticada, lo de Daisy Jones me conduce a donde quiere que esté, que es emocionándome hasta la lagrimita. Claro que, para entonces, ya llevo tres vodkas y un atardecer mediterráneo sobrehumano o celestial.

Al de Egan, en cambio, no le sobra casi ninguna palabra, es elegante y de una precisión relojera. Y me alegro de saber apreciarlo, que antes no, yo, tan poco lector de novelas; menos, las actuales; aún menos, las traducidas. Me recuerda en el macramé a La mujer del viajero en el tiempo y me pregunto por qué  las novelas españolas tienen tan poco de sinfonía. Aquí la costumbre es echar a rodar el espejo stendhaliano al borde del camino y ver lo que pasa. Y lo que pasa es una liebre, un pino, un mulero, lo que pase. Valle, Baroja, Delibes, incluso Clarín. Incluso Cervantes, aunque el pobre bastante tenía con estar inventando la novela moderna como para ponerse a diseñar mecanismos que encajaran en todas sus partes. Sé que esa geometría anglosajona viene de la academia y también sé que hay una generación de escritores españoles que ya se han leído la guía de Gotham Writers y la están aplicando. Lo que no sé es por qué no es posible reunir eso con un conocimiento y una continuidad con los clásicos o semi clásicos propios (incluso desde la ruptura, que es otra forma de continuidad). Supongo que pasará. Fantaseo con que podría ser yo el que hiciera que pase, pero me falta academia, desde luego paciencia planificadora, y me sobran ganas de divertirme con lo siguiente. Que es una novela de personaje, uno con el que me apetece pasar muchas horas de juerga, no trazarle pisadas de delineante.

sábado, 17 de octubre de 2020

Sección de pasatiempos

En la página 35 del quinto tomo del Salón de pasos perdidos de Trapiello, mil y pico páginas y cuatro años de diarios después, al autor por fin le pasa algo (liga por la calle) y se ve que se alegra, y el lector también.

Hace muchos muchos años, cuando estaba haciendo las prácticas de la carrera en Palencia, me recomendaron que leyera El buque fantasma, también de Trapiello, para que viera cómo se ponía allí a Valladolor. Este año lo abrí de una vez y lo abandoné cuando llevaba la cuarta parte. Que no es raro en mí, pero esta vez tenía mis razones. Primero porque ya había llegado a donde quería llegar, a donde cuenta lo que siente por la ciudad, que, aunque, ay, es lo mismo que yo he sentido tantas veces, es injusto de tan despiadado. Sólo al final parece que la quiere salvar ligeramente del encono hablando de un brillo que le descubre mirándola desde fuera. Pero no, y hasta lo deja claro, eso último que ve es un efecto óptico, algo que el cielo, la niebla y la luz reflejan en la ciudad, todas ellas cosas externas. No le va a conceder ni eso. Pues nada, leído, hay tantos villanos en la vida de Trapiello que hasta hay una ciudad supervillana. Me da un poco de envidia, con lo que a mí me cuesta dividir el mundo en buenos y malos. Mejor me iría. 

Los otros motivos tienen que ver con que en tiempos de rapiña, donde salto de Cervantes a Mutis, de Quevedo a Umbral,  de Sedaris a Galdós y Valle-Inclán, a ver qué les saco, la prosa de este libro no me servía para nada. Una historia lineal que se resuelve yendo de a a b, poniendo un ladrillo y luego otro y luego otro hasta que tienes, supongo, un bonito buque de ladrillos. No se surfea por los párrafos, se va mirando al suelo para que no te espachurre el pie un ladrillazo.

El caso es que el sitio justo donde había dejado El buque fantasma era una digresión sobre Valladolor a la mitad del encuentro del protagonista con su primera chati. Y la historia del diario -en el tomo Los caballeros del punto fijo- me recordó mucho a aquella otra. La revisé y sí, la historia parece ser la misma, aunque con finales distintos: una chica guapa que aborda a un protagonista un poco menesteroso después de un encuentro casual, que es rica (bolso de cocodrilo / ropa elegante) y guapa, que le propone irse a un picadero que pica alto (el hotel Palace / un piso con largas vistas al río) y con la que el protagonista vive un momento incómodo cuando, inoportunamente, se saca el tema de los condones. Pero, sobre todo, ambas chicas tienen la nariz llena de pecas ("como si alguien se las hubiera salpicado", algo así). La novela la escribió justo después o quizás a la vez que ese diario.

¿Fue así? En otro tomo de los diarios cuenta que redactó Las armas y las letras en un mes. Lo cuenta como una hazaña, no como lo normal, y lo justifica quitándole valor al género (ensayo), que considera una artesanía en la que sólo tiene que colocar en orden cosas que ya sabe. Aquí parece que hace lo mismo, contar lo que le pasó en Valladolor en aquella época, que también es un tema que se conoce de memoria, y, si acaso, coloca alguna que otra peripecia nueva, como la de la chica.

Hay muchas otras posibilidades, claro. Que lo de la chica le pasara mucho antes y que lo haya colocado en esa fecha de ese diario como si fuera de entonces. O que sea pura ficción: coge una historia inventada (y deseada) y le planta dos desarrollos distintos. No pasa nada por ficcionar en un diario, pero yo no lo leo igual sabiendo que es en parte o en todo ficción, que, cuando quiera, el autor se va a inventar situaciones y conversaciones. Entonces pensaré si ese párrafo tiene sentido, cómo encaja con todo lo demás, a dónde me quiere llevar… pensaré las cosas que se piensan leyendo ficción.

Yo apuesto por que todo sucedió como lo cuenta y me maravillo de que en los 90 se pudiera escribir ese libro tan rápìdo y con esos materiales y ganar el premio Plaza y Janés y me pregunto si se seguirá pudiendo. Espabila.

martes, 13 de octubre de 2020

Atardecer cuántico

Qué suerte de atardecer.

Lo ha pintado Turner.

Le digo eso a Nuria después de mandarle un vídeo desde su balcón de San Antonio, en Ibiza. Pero luego pienso que no es un ocaso de Turner. Si acaso, de algún impresionista, aunque las pinceladas sueltas de unas nubes que se desmarcan de otras, sólidas, cargadas, la mar de concretas, me parecen más de Velázquez. Del Velázquez cuántico que desdibuja los átomos de los contornos para explicar que lo que hay siempre entre unos cuerpos y otros, entre los cuerpos y el aire, son pinceladas sueltas que se sostienen de milagro.

Pienso que ya no soy el mismo escritor que hizo los nueve atardeceres de Ibiza desde este mismo balcón, que escribo más de relaciones subatómicas que de jardines, de paisajismo. Pero luego me pongo a escribir y hago paisajismo relacional subatómico, o sea, lo mismo.

sábado, 10 de octubre de 2020

Creo que ando un poco perdido

Creo que ando un poco perdido. Y lo sé porque me he apuntado a una clase de zumba. A mi optimista cocorota le pareció que iba a salir de ahí en forma y sabiendo bailar. Dos por uno. O aún mejor, porque seguro que eso iba a estar lleno de chicas marchosas en proceso de mejorar sus vidas. Había al menos dos tipos que habían pensado ya en esto último. Uno, claramente, porque estos ejercicios eran una pamema para él. El otro jugaba en mi liga en lo de la forma y la coordinación. En todo caso, cada quien estaba en su cuadradito, como en una cadena de montaje de zumba a la que le faltaba amor por todas partes.

Aquello -se supo enseguida- no iba a ser un dos por uno si no un tres por cero. Las tres cosas que se me dan peor, reunidas: hacer deporte, bailar y tener equilibrio. En cuanto vi de qué iba el asunto me di cuenta de que estaba muerto. Había que hacer cosas distintas con las manos y con los pies, había que cazar los pasos al vuelo sólo mirando a la monitora, y los resultados eran predecibles: cuando todos se agachaban, yo estaba saltando; si hacía unas aspas con los brazos, la clase andaba ya en la postura del perrito; y, mientras ellos bailaban Danza Kuduro, yo abordaba Suspiros de España. Me preguntaba por qué parecía ser el único que repetía los movimientos de dedos que hacía la líder con los brazos en alto. Resulta que eso era para indicar cuantas veces había que repetir los pasos. Me mareé con los tres giros de “hay que ser torero”, y, al dar unos saltitos, el pantalón de deporte de cuando pesaba 20 kilos más me estaba intentandi abandonar cuando lo cacé a media pierna, el muy traidor. Los calzoncillos se han mantenido firmes, al menos, bien por mi culo. 

La monitora preguntaba después de cada canción si estábamos todos bien y me miraba a mí. Pudiera ser que le hubiera gustado. O que estuviera preocupada. Dos sentimientos positivos, en cualquier caso. Al final, no he roto ningún corazón, y mejor así, porque tal como estaba la cosa iba a ser el mío.

Creo que ando un poco perdido. Y lo sé porque he salido de la clase de zumba canturreando y con esa inepta sensación de felicidad que me llevaba costando todo el verano.

viernes, 9 de octubre de 2020

Zopenca vida

Esto que estás abriendo el congelador para ponerle el hielo a la segunda copa de la tarde y te descubres buscándote una excusa para tan perversa conducta: la ola de calor, que es como antes se llamaba al verano. Le pones un título a un post “Sola, fané y descanganyada”. El post lo escribiste el 1 de julio y lo publicas hoy, porque ahora tus posts van en lata: los escribes cuando sea y los publicas mes y medio después. Con eso te has quitado la presión del qué carajo subí ayer y escribes más contento. Tienes cuerpo de tango. Tan a favor estás de Esta noche me emborracho que vas a empezar ya.

Quitando los ratos de la piscina, el pastel diario y la lectura en el parque (mientras te preguntabas de qué carajo de especie serían esos árboles que te dan sombra de ciudad, de hormigón, todos los días), llevas toda la mañana en casa ideando ingeniosas maneras de no escribir. De no escribir el reportaje que tienes pendiente, el segundo encargo que te hacen desde hace 7 meses, y por supuesto, de no ponerte con la novela, a la que solo le faltarían un par de semanas de trabajo un poco intenso, según le contabas ayer mismo a Juanra, ufano y resolvedor.

Te has cocinado unos canapés infames con base de corteza de cerdo, engrudo de mayonesa, rodaja de cebolleta y pepinillo, migas de queso y medio langostino de algún océano ignoto. Has mandado muchos mensajes de ola k ase. Te has puesto medio capítulo de una serie. Has paseado frente a los platos sucios planteándote fregarlos. Has vuelto a planear el viaje a Los Caños de Meca de la semana que viene, el segundo del verano. Te has sentado a escribir cualquier cosa en este diario. Finalmente, te has decidido por el procrastine fetén: has abierto la botella de vino más barata del Mercadona, que compraste astutamente para no beber de más, y lo has prolongado a dos copas de vodka redbull, que igual esta noche te mantienen despierto, pero que ya sebes que no te pondrán a escribir. Raro sería.

Vas a por la tercera copa y, en la puerta del congelador, en lugar de nuevas excusas con las que llenar el vaso piensas en, convocas a, deseas las tres llamadas que, si te las devolvieran, aunque fuera sólo una, te sacarían de casa mientras el documento de tu primera novela, terminada, por corregir, que sabes que no va a llegar nada nada lejos, sigue ahí abierto, esperando que lo mejores hasta donde se pueda y lo mandes a ver mundo de una vez para que por fin tenga sentido esta zopenca vida que llevas desde hace ya casi un año.

jueves, 8 de octubre de 2020

Sísifo ya no pide un deseo cuando ve un cometa

He tenido en casa a mi primo Toti durante una semana, justo la semana antes de que cumpliera 16. Para el segundo día tenía reservadas unas entradas al Prado, que ya suponía que no iba a ser su plan favorito. Pero la cosa era peor: en la cola del museo me contó que le sonaban, pero que no sabía muy bien quiénes eran Velázquez y Goya. Por Rubens, Tiziano o el Greco ni pregunté. Rubens le habría parecido un buen nombre de youtuber, Tiziano una marca de tizas y el Greco un bar viejuno. Ni nadie le había hablado de eso en clase ni nadie le iba a hablar de aquí a que termine el cole, me dijo, porque no entra en los temarios de la rama que ha escogido. La rama se llama Humanidades.

Con un espíritu de vago desaliento dirigido contra esas Humanidades y hasta contra la humanidad, le hice un recorrido que empezó cronológico y acabó de cualquier manera. Para que viera lo que tenía que ver y nos zafáramos a tiempo de esa agonía final de los museos, cuando, a eso de la hora y media, se te mezclan brochazos y colores, inmaculadas y reyes a caballo, y lo único que quieres es que te dé la luz. Le expliqué cosas genéricas: que los austrias eran aún más feos que los borbones; que, mira, eso que se ve alrededor de los personajes de Velázquez es el aire, que también lo pintó; que las figuras deformadas de El Greco que tiran de ti parriba son el equivalente en pintura a una catedral gótica; que eso no es un escarabajo pelotero, es Sísifo, un listillo que se pensó que podía engañar a los dioses una y otra vez, y ahí lo tienes, que se le está haciendo todo bola. A quién me recuerda.

Entre lo que más le gustó estaban Las meninas, que al final sí que le sonaban, y el Perro semihundido de Goya, que ya lo había visto en una diapositiva de un bendito profe de Dibujo que les preguntó que qué veían ahí. Porque al final, si nadie te dice dónde mirar, si nadie te pone delante unos cuadros o unos versos, ¿cómo vas a llegar a ellos? Y, al final final, es el fetichismo lo que salva a los museos. Se habla mucho de la estulticia de convertirlos en una etapa turística más de la guía (hay que ver la Catedral, el café de los veladores de mármol, el puente Nosequé y El Museo), pero hasta ese día no me di cuenta de que, además, hay una generación entera que lo va a mirar con la misma indiferencia que al resto de piedras prestigiosas, porque no saben lo que están viendo. Y, eso, los de Humanidades, que los de Ciencias, ni te cuento. Luego, mi primo habló con Natalia, a la que ni siquiera le sonaban Las meninas. Natalia es su sobrina, que tiene dos años más que él. Detrás de estas disfunciones de edad siempre hay una historia familiar entretenida, y no me importaría contribuir algún día a uno de esos líos, rollo tener un hijo a los 90.

El otro cuadro que le gustó, el único que descubrió de nuevas, fue “el de la calle”. El cuadro era El paso de la laguna Estigia y en el centro estaba Caronte, que es como se llamaba la calle por la que habíamos pasado la noche anterior, cuando yo, para romper un silencio que se estaba poniendo brumoso de más, le expliqué la historia del barquero. Veníamos de comer un bocadillo en la zona más oscura del parque de San Isidro para ver las perseidas. Yo vi dos y él sólo una, porque estaba con el móvil. Al volver, le pregunté si había pedido un deseo y él no y yo tampoco y nos quedamos en silencio rumiando los motivos que teníamos cada uno para no tener deseos que pedir, quizás los mismos, pero seguramente los opuestos.

lunes, 5 de octubre de 2020

La mascarilla de Proust

Salí de casa con prisa y cogí una mascarilla cualquiera. Al ponérmela, olía a carbonilla de sardina. Recordé el chiringuito del faro, el hombre que tocaba Como el agua mientras yo leía una historia sobre un invierno castellano y bebía un tinto de verano, y Lucía, en la arena, escondía la cabeza entre los brazos para dormir la siesta. Recordé la alegría de su culo caribeño entrando en el agua con una cojera premeditada a lo Marilyn.

Nostalgia tipo bua de cosas que pasaron hace una semana. Ese es mi chico.

viernes, 2 de octubre de 2020

Será mejor

Mis dos películas favoritas, de las que he bebido con obsesión hasta rebañar cada detalle, me entusiasmaron no hace tanto: La la land y La gran belleza, las de la alegre melancolía, la emoción -ahora lo sé- superior a todas. También algunos de los amigos a los que más quiero, de entre los más leales que he tenido nunca, eran desconocidos la década pasada.