He tenido en casa a mi primo Toti durante una semana, justo la semana antes de que cumpliera 16. Para el segundo día tenía reservadas unas entradas al Prado, que ya suponía que no iba a ser su plan favorito. Pero la cosa era peor: en la cola del museo me contó que le sonaban, pero que no sabía muy bien quiénes eran Velázquez y Goya. Por Rubens, Tiziano o el Greco ni pregunté. Rubens le habría parecido un buen nombre de youtuber, Tiziano una marca de tizas y el Greco un bar viejuno. Ni nadie le había hablado de eso en clase ni nadie le iba a hablar de aquí a que termine el cole, me dijo, porque no entra en los temarios de la rama que ha escogido. La rama se llama Humanidades.
Con un espíritu de vago desaliento dirigido contra esas Humanidades y hasta contra la
humanidad, le hice un recorrido que empezó cronológico y acabó de cualquier
manera. Para que viera lo que tenía que ver y nos zafáramos a tiempo de esa agonía
final de los museos, cuando, a eso de la hora y media, se te mezclan brochazos
y colores, inmaculadas y reyes a caballo, y lo único que quieres es que te dé
la luz. Le expliqué cosas genéricas: que los austrias eran aún más feos que los
borbones; que, mira, eso que se ve alrededor de los personajes de Velázquez es el
aire, que también lo pintó; que las figuras deformadas de El Greco que tiran de
ti parriba son el equivalente en pintura a una catedral gótica; que eso no es
un escarabajo pelotero, es Sísifo, un listillo que se pensó que podía engañar a
los dioses una y otra vez, y ahí lo tienes, que se le está haciendo todo bola. A
quién me recuerda.
Entre lo que más le gustó estaban Las meninas, que al final
sí que le sonaban, y el Perro semihundido de Goya, que ya lo había visto en una diapositiva de un
bendito profe de Dibujo que les preguntó que qué veían ahí. Porque al final, si nadie te
dice dónde mirar, si nadie te pone delante unos cuadros o unos versos, ¿cómo vas a
llegar a ellos? Y, al final final, es el fetichismo lo que salva a los museos. Se
habla mucho de la estulticia de convertirlos en una etapa turística más de la
guía (hay que ver la Catedral, el café de los veladores de mármol, el puente Nosequé y El Museo),
pero hasta ese día no me di cuenta de que, además, hay una generación entera que
lo va a mirar con la misma indiferencia que al resto de piedras prestigiosas,
porque no saben lo que están viendo. Y, eso, los de Humanidades,
que los de Ciencias, ni te cuento. Luego, mi primo habló con Natalia, a la que ni
siquiera le sonaban Las meninas. Natalia es su sobrina, que tiene dos años más
que él. Detrás de estas disfunciones de edad siempre hay una historia familiar
entretenida, y no me importaría contribuir algún día a uno de esos líos, rollo
tener un hijo a los 90.
El otro cuadro que le gustó, el único que descubrió de
nuevas, fue “el de la calle”. El cuadro era El paso de la laguna Estigia y en
el centro estaba Caronte, que es como se llamaba la calle por la que habíamos
pasado la noche anterior, cuando yo, para romper un silencio que se estaba
poniendo brumoso de más, le expliqué la historia del barquero. Veníamos de
comer un bocadillo en la zona más oscura del parque de San Isidro para ver las perseidas. Yo vi dos y él sólo una, porque estaba con el móvil. Al volver, le
pregunté si había pedido un deseo y él no y yo tampoco y nos quedamos en
silencio rumiando los motivos que teníamos cada uno para no tener deseos que
pedir, quizás los mismos, pero seguramente los opuestos.
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