Me quedo en la verbena de Villaverde después del concierto de Burning, del pequeño subidón de “son las tres de la mañana y yo sin poder dormir” que me devolvió a los pupitres del cole y a esa pija bellísima de rasgos bizantinos y pelo largo y astifino que se las daba de macarra en el bar en el que nos pirábamos las clases para hacer el mal. El mal eran un ocho de chocolate y una cocacola, la máquina de Tetris y, a veces, escupirle la bebida al de enfrente de la risa. Yo no era de ese grupo de malotes, pero, como en todo aquel curso sólo conseguí llegar a la primera hora dos veces, estaba allí más que el camarero, y acabaron admitiéndome.
Tengo hambre, y con un pincho moruno en la mano aprovecho
para fijarme en cómo sigue el mundo por los barrios. Primero en la ropa. Como
siempre, no llego a ninguna conclusión. La gente se viste como le da la gana.
Ellos, de camiseta y pantalón corto, se relajan más que ellas, que se suelen
poner lo que sea que les siente bien, también mucho pantalón corto y mucha
camiseta, pero más estratégicos. Aquí hay de todo, vestidos negros, minifaldas
al reventón, un top verde manzana que deja la espalda al aire y lo de delante,
casi. Mucho logo con el caballito de Polo, tendencia en el mercadillo.
A mi alrededor, en la caseta del PP, una familia china con los
hijos ya creciditos mordisquea sus pinchos de carne en silencio; una pandilla de rasgos americanos que
se acaba de despedir de la adolescencia juega a que son mayores y coge una mesa
en la terraza, el tono lo marcan ellas: sonrisas, no risotadas; un grupo de
niños habla muy serio de sus cosas, debaten a qué jugar después,
sólo uno está con el móvil; una niña de ocho años le da un beso en la boca a su
madre, y luego le pide otro y otro y otro.
En las verbenas de barrio hay muchas más casetas de tiro que
atracciones. En la de los dardos y los globos, un grupo de chavales vitorea al
amigo cada vez que falla el tiro, que son todas las veces; la de las escopetas
de corchos está tan trucada, con la mirilla tan desviada, que el encargado lleva cara compungida de serie, porque los corchos dan en el techo y allí nadie
le acierta a nada; un chaval de 10 años aprieta la frente y se concentra como si fuera
la ronda de penaltis de la final del Mundial, pero no hay quien le meta un gol
al muñeco del portero que gira a toda velocidad y tapa toda la portería. “Siempre
gana” pone en una de las casetas, y es lo contrario.
En lo que en mis tiempos de feriante se llamaba el ET, el
disco que gira rápido y te centrifuga, una delicada adolescente con los ojos
grandes y la piel porcelanosa, con un pelo largo que se diría peinado cabello a
cabello, se levanta al centro y enseña los dientes y el dedo corazón a todo el
mundo. La más malota de toda la feria. Tan tierna. Así que el mundo sigue ahí, siempre
el mismo y siempre renovado. Si acaso, el que a menudo no esté sea yo. Con lo fácil que es coger una silla y un pincho moruno.