jueves, 28 de mayo de 2020

Mi beef imaginario con Trapiello

Este año me he metido con los diarios de Andrés Trapiello. El primero que encontré fue el tercero y ahora estoy a la mitad del inicial, El gato encerrado. Leo de una manera caótica que se parece al garabato del diseño: abriendo y cerrando libros, volviendo a empezarlos mucho después o dejándolos en cualquier momento, como me pasó con Madame Bovary, abandonada la pobre a 50 páginas de decidirse. Porque mi déficit de atención estaba ahí antes de que estuvieran Twitter y Whatsapp. Esto se agrava ahora que estoy escribiendo un libro y leo a saltos y dejo a medias todo cuando termino de documentarme, de saquear o de destruir.
El Salón de los pasos perdidos de Trapiello lo he simultaneado con los Diarios de Jules Renard. Hay en ambos, como en los mejores diarios, una intención de contarse sin salvarse, de consignar las mezquindades, que tienen forma de desahogo cuando se redactan y de honestidad, puede que narcisista, cuando se dan a imprenta. La diferencia es que Renard se juzga y se condena a la vez, en las mismas líneas en las que relata sus siempre pequeñas inmoralidades, arbitrariedades y egoísmos. Sabe lo que está haciendo con el colega con el que es hipócrita, con la frase destructiva e injusta con la que queda como un tipo brillante, con la envidia rabiosa por los escritores a los que les va bien, a los que fulminaría aunque sean sus amigos.
Trapiello sí se salva un poco más o al menos le deja al lector la sentencia. Que a menudo no se resuelve a su favor a pesar de que la leamos desde su punto de vista, que es el de una víctima de algo que no puede evitar. Como cuando cuenta cómo se siente dando una absurda conferencia, explica que lo hace por dinero y luego lo publica. Y eso último es lo que le da sentido a todo el proceso y lo vuelve honesto.
Disfruto a menudo con las opalescencias y los paisajismos de Trapiello y se me pone media sonrisa cuando posa. Le leo en mi balcón al atardecer o a media mañana y lo turno con un par de álbumes de Tintin: unos me llevan lejos y el otro, cerca, pero me sacan de aquí. Y luego están las entradas de Sálvame literario y las mezquindades cotidianas del oficio de escritor, que con esas me lo paso pipa siempre. Hasta el punto de buscar en internet el contexto, la gente que identifica por las iniciales o ni eso. Buscar lo que se dijo de la muerte de Benet o los detestados aforismos de Ferlosio en El País o un artículo de Vázquez Montalbán que le parecía hipócrita o lo que se publicó sobre un viaje de escritores progres a Cuba en el que participó sin mucha fe, un fragmento que está en un tomo que aún no he leído, pero que encontré por internet. Es una de esas lecturas que, claramente, engendra lecturitas, algo que pasa mucho más con su Las armas y las letras. Ese ensayo sí que es un constante podio de nombres y vidas desde el que tirar del hilo.


Ante tanto juicio sucesivo, lo que podría haber aprendido es que a Trapiello no le gusta que le lleven la contraria. Que queda claro, pero no lo tuve en cuenta cuando, el otro día, entré en su blog y encontré un artículo que hablaba del 15M con unas asunciones tan decepcionantemente vulgares y cortas de miras que me decidí a contarle lo que me parecían, porque al parecer yo también tengo resortes en buen estado para saltar con los que me parece mal y muelles oxidados para lo contrario. El comentario que redacté ni se ha publicado ni se publicará en su casa, claro, por eso lo voy a copiar aquí, en la mía. (O igual sí, igual se publica estos días y entonces me la envainaré con una reverencia). Es divertido imaginarse a Trapiello leyendo mi comentario en diagonal, indignándose (entre mínimamente y nada, eso sí) por que un tipo de internet con un nombre estrafalario le lleve la contraria, y tirándolo a la basura.

Su artículo está en este enlace que copio. Y, ya de paso, podéis daros un paseo por su blog, Hemeroflexia, que está muy bien y demuestra que sigue habiendo una internet subterránea desinteresada que hace que valga la pena pagar la conexión. Solo que, como siempre, está fuera de los radares; casi fuera del alcance de los periódicos y de las redes vigoréxicas en las que todos picamos:

      
Y mi comentario fue éste:

Diría que cometes un error de base aquí. El 15M como movimiento espontáneo no es, nunca ha sido Podemos. Por más que se lo traten de apropiar con apariencias como los Círculos y las asambleas iniciales, cosméticas, como se vio enseguida, e incluso con placas en la Puerta del Sol. No fue una movilización de izquierdas, al menos tal y como se entiende la izquierda mezquinita de partido en España; tampoco fue la mamarrachada en la que derivó al final y, desde luego, no tiene nada que ver con el Podemos de hoy. Nada de nada. Nace de una protesta contra un sistema en el que se turnan dos partidos cuyo objetivo no parecía ser otro que tener éxito en perpetuarse (PPSOE en muchas pancartas) y contra una democracia deficitaria en la que no hay posibilidad de participar más que, como se sigue viendo con los partidos populistas, apuntalando un sistema que tiende a la corrupción incluso al hacer como que lo combates ("Lo llaman democracia y no lo es"). Se protestó a través de la forma más básica de democracia: preocupándose y hablando. No eran 20.000, éramos unos cientos, simplemente se hablaba con el de al lado, mostrabas tu punto de vista y oías los del resto. Se oían cosas sensatas, por ejemplo, recuerdo algunas sobre medio ambiente de unas recién licenciadas o las mismas reuniones de periodismo donde participé yo, en las que se cortaba a los del "qué hay de lo mío" y se escuchaba a los que llegaban un poco más lejos, hasta la responsabilidad del periodismo en lo que pasaba y su papel futuro. No había soluciones, había propuestas de caminos a recorrer.
Es normal creer que aquello fue otra cosa si se siguió por los telediarios o si se compra la apropiación publicitaria de todo aquello que hace el partido que ahora es socio de aquel contra el que se protestaba. Pero en realidad fue la última gran oportunidad cívica de tomar las riendas, una chispa minúscula que podría haberse extendido solo con que se hubiera escuchado a los ciudadanos al estilo del Detroit Future City, que puso espacios para que se hiciera eso, charlar sobre el modelo de futuro como paso inicial para todo lo demás. Es una pena que no estuviéramos preparados, como nunca (históricamente) lo estamos para dar un saltito de progreso de manera civilizada, estoy seguro de que no estaríamos como estamos.
Y es una pena que la visión de tu artículo es lo que haya quedado de una iniciativa en la que algunos madrileños salimos a la calle a hablarnos y reconocernos, y no, no éramos de Podemos (que no existía, claro). Pero es lo que hay.

viernes, 15 de mayo de 2020

Te va a explotar el corazón

Mi abuela decía que el día más feliz de su vida fue aquel en el que las tropas de Franco entraron en Barcelona. Con ellas venían sus hermanos, que fueron directamente a buscarla con un coche lleno de comida (estaban en intendencia).
Estos días estoy pensando que para muchos la pandemia estará siendo parecida a lo que vivió ella; que esta lotería dependía entonces y depende hoy de tu casilla de salida, de dónde te pillara el asunto y de lo que hubieras hecho antes, de cómo de larga y movida hubiera sido tu vida.
Mi abuela se llamaba Lola. Se había casado un 18 de julio de 1936, a los 21 años, en una iglesia que quemaron al día siguiente. Ahora sí que la puedo entender cuando la imagino en la calle tragándose el miedo a un final rápido o a uno doloroso. O encerrada pensando en si le traerían la muerte a domicilio, como al vecino al que vinieron a buscar los milicianos, que se escondió bien. Pero el portero les dijo que sí, que sí que estaba, que buscaran mejor. Y le encontraron.
Ella sabría que se jugaba la vida a cada paso que la alejaba de casa y que también se la jugaba a cada hora que pasaba en casa. Y luego resulta que también se estaba decidiendo mi existencia.
Lola pasearía por calles transfiguradas que ya no eran las de junio. Leería alborozo insensato, pero esperanzador, en las risas de unos; y se reconocería en las miradas de inquietud y hambre futuro de otros. Entraría en el mercado para comprobar, unos días, que las lechugas seguían siendo del verde del jade y, otros, que al cartel de la pescadilla se le había caído la ce.
Un día tras otro, mientras cumplía los 22, los 23, los 24 con una tarta que cada vez llevaba menos azúcar, tuvo que turnarse entre la felicidad de una vida recién inaugurada y el dolor de todo lo demás, de lo que se vivía y de lo que se esperaba. Y me imagino hacia dónde caía su balanza contra todo lo predecible, porque la recuerdo cantando como una niña canciones de los dos bandos a los noventa y pico años, con ese brillo en los ojos de cuando cantaba y de cuando me veía. A pesar de todo lo que había perdido ya, de todos los que había perdido entonces, dos hijos y casi todos los demás. Y sé que el pozo del que sacaba su alegría tenía que ser muy profundo. 
Y puede que esto concluya para la mayoría de nosotros de una manera similar a como terminó para ella: como un tapón que se abre y desatasca las angustias y lo renueva todo. Quizás lo que entre no tenga la forma perfecta de un coche conducido por los que más echas de menos y lleno hasta los topes de lo que llevas años necesitando. Pero un poco de esa sensación se coló en mi cocorota el primer día que pude pasear una hora casi en libertad por la orilla del Atlántico, mirando feliz y alucinado las olas que chocaban contra las rocas y las murallitas de Cádiz, las que tocaban la punta de mi zapato en la arena, contenidas, pero libres, como me veía yo ese día.
Viene una explosión de alegría, claro que viene.



Por supuesto, este texto, que habla de personas y de ninguna otra cosa más, no es para quienes creen que las guerras recientes solo se pueden contar como un cuento de buenos y malos y se olvidan de que, la mayoría de nosotros, en tiempos de paz, por la mañana delatamos a un compañero de trabajo y por la tarde le cedemos el asiento a una embarazada. Y que, en tiempos extremos, seremos un día héroes y otro, canallas. Incluso el mismo día.