sábado, 29 de agosto de 2020

Me subí a la verja

Lo de los duermevelas sigue a tope. Es, supongo, el atajo que toma mi alma verdadera para escapar del juego de los topos y el mazo con el que la entretengo durante el resto del día. Hoy, fabulo o sueño una historia en la que hay un incidente en un colegio o una universidad: dos personajes discuten y a uno se le escapa algo que le deja en mal lugar y a la vez revela un pequeño secreto. No sale de ahí, al otro no le parece importante, ni siquiera se ha enterado. Hasta que el primero se lo cuenta a su padre, que interviene para tapar su indiscreción y manda a unos esbirros a presionar al otro para que no diga nada. Él termina necesitando contarle a un amigo que le están intimidando. Entonces, más secuaces amenazan también a este otro amigo. Ambos se dan cuenta de que lo que el otro dijo debía de ser algo importante y le dan vueltas para averiguar más. Hay más presiones, algo de violencia, y el secreto se va ampliando porque los sicarios llaman la atención y los dos amigos se ven obligados a dar más explicaciones a todo el mundo. La bola crece y cuanto más tratan de tapar el secreto más se difunde: los responsables de la universidad ven que pasa algo, las amenazas obligan a llamar a la policía y el poderoso personaje manda a unos sicarios a callar definitivamente al primer chico con amenazas de muerte o a matarlo, él no sabe. Por fin, consigue hablar con el padre. Para explicarse, coge un pastel y le muestra cómo, si lo presiona, la crema se sale por los bordes; si lo aplasta, se desparrama y llega mucho más lejos: es todo culpa del que aprieta. 

Es una historia que, mientras me quito las legañas, me parece potente. Si tiene hasta moraleja. Lo tengo difuso, pero puede que hable de mí. (En realidad -discurro luego-, de lo que habla es de lo que hice la víspera: comer pasteles de mi pueblo y, justo antes de dormir, ver la peli Algunos hombres buenos). Me había parecido uno de esos argumentos sin fisuras que igual te engendra un superventas. Tenía que hacer algo con él. 

Pero, mientras me estoy despejando, me viene también a la cabeza una letra que hace muchos muchos años cantaba a gritos por la peñas de mi pueblo, preferentemente en fiestas: “me subí a la verja con la polla tiesa y te dije: niña me la quieres ver”. Un prodigio de sutileza, como se ve, que me trae de golpe calles, gente, noches y, sobre todo -lo que tienen estas cosas-, la sensación exacta del momento, mi lugar y mi relación con el mundo hace, qué sé yo, dos décadas. Eso sí que es una sensación recia, y eso sí que recoloca mi cabeza de un trallazo como solo saben hacerlo canciones y perfumes. Y este es el motivo, ahora me doy cuenta, de que el libro que escribo, el que me tiene los dedos entretenidos menos a menudo de lo que yo querría. no tenga ni pizca de vocación de best seller, para mi disgusto. Con lo bonito que sería que se vendiera. Incluso que se publicara. Pero, ay, la única potencia que me conmueve es la de estas historias pequeñas tirando a mequetréficas que se pasean por los callejones y corrales de mi pueblo y que únicamente saben alimentarse de los saqueos sentimentales de mi memoria.

viernes, 28 de agosto de 2020

Oculto a plena vista

Cuando estudiaba la carrera, las chuletas me las hacía escribiendo en la mesa. Para que no me pillaran, les ponía encima, en grande y subrayado, el título de otra asignatura. Si era de Derecho ponía Economía y si era de Opinión pública, Sociología. Pensaba que, si pasaba el profesor, colaría. Que nadie se iba a detener a leer la letra pequeña y enrevesada. Ocultar las cosas a plena vista es un truco que funciona mejor de lo que se merecería. Así el Partido Obrero, el Ministerio de Igualdad, la Democracia... 

jueves, 27 de agosto de 2020

Sola, fané y descanganyá, por algo será

Ayer había una pareja de chicos en la piscina, brasileños parecían. Metidos en la sombra del fondo, uno meditaba en la postura del loto o la lota o lo que sea y el otro oía música y bailoteaba tumbado. Hasta en bañador, hasta en esa piscina de juguete del gimnasio, le ponían un poco de estilo a la cosa. El de la meditación llevaba un sombrero menos feo de lo que suelen quedar los sombreros en el siglo XXI y cuando vio que le miraba cogió un collar de cuentas que se llamará rosario filipino o tibetano o así para posar un poco más. 

Pensé en la de veces que a una escena pacífica en pareja conmigo dentro yo le quería poner algo más. Algo de sexo, mucho de planes, algo de poesía hablada o de aspirar el momento, exprimir el momento. Algo de estar en otra parte que no era esa que ya estaba bien. O de multiplicar el significado para que todo se elevara en intensidad, para sentir que estábamos viviendo de verdad, lo que quiera que sea que entendiera por eso. A no ser que estuviera leyendo, que entonces pasaba de todo. La santa paciencia de mis novias.

lunes, 24 de agosto de 2020

Cómo desabrochar un cinturón en los 90

Parece ser que, hasta que se congele el Leteo, el duermevela de amanecida me va a estar trayendo uno por uno el recuerdo de cada beso que he dado. He tenido despertares peores. Lo único, es que empiezo los días, cada día, con un bucle nostálgico que necesita una mañana entera para irse deshaciendo. Alguna vez me dura hasta la noche y más. Habría que besofacturar algunos nuevos, aunque supongo que esos me vendrían en sueños dentro de unos años, así que me iba a dar igual.

Hoy le ha tocado a la primera vez que estuve retozando en una cama con mi novia de la carrera, a los 19. Hasta entonces solo había ensayado todos esos movimientos de pulpo sabio en el montón de arena del cocedero de ladrillos de mi pueblo, en el sofá de la peña, en algún portal y en otros asientos de calambres amorosos por el estilo, sitios todos muy de afueras. Aquella vez, el campo de plumas rasposo fue la colcha vieja de la cama de mi compañera de piso. Por encima, porque meterse dentro era demasiado audaz. Y hubo mucho nonono, sisisí, esas cosas que no es que se estilaran entonces, si no unos 30 años antes, pero que a mí me pasaban. Puse la música que tenía para darle un poco de ambiente. La música que tenía para los ambientes y para todo lo demás era una cinta que proyectaba ir grabando de la radio, pero que no pasó de una canción: La cabalgata de las valkirias. Le ponía el toque épico a cada una de aquellas primeras veces. Las valkirias sorteaban con sus caballos alados manos, botones, corchetes, noes, risas aleatorias, hilos de colcha que se enredaban... Cualquier obstáculo terrenal era nada para ellas, tan celestiales. 

No son las 11 y el sol ya me está mirando de frente para decirme "ola" (de calor). Y las valkirias siguen revoloteando por mi cocorota como abejorros. Y estoy menos concentrado en el libro que tengo que terminar de escribir que en la ecuación irresoluble de cómo desabrochar un cinturón en los 90. Me tomaría un vodka.

domingo, 23 de agosto de 2020

Otra cosa

El viernes me desperté con un mensaje de Ana. Había soñado conmigo y quería ver qué tal estaba. Le conté que yo a veces también soñaba con ella y se abrió una compuerta a entonces. Al día siguiente me levanté pensando en ella y en aquella época. Los 17 años. Las primeras imágenes que me vienen siempre son la de un ensayo de una orquesta que vemos desde el gallinero de un teatro de Valladolor y la de la esquina de la pastelería de la Plaza Santa Cruz donde hablamos durante una hora. Creo que esas fueron las primeras veces que la vi como a otra cosa, no sólo como a una chica que conocía. 

Me levanté con una sonrisa, pensando que estaba todo bien, que estaba bien haber pasado un ratito allí otra vez. Luego la busqué en Facebook porque hace muchos años que no la veo y quería acordarme bien de su cara y ver cómo está ahora. Sólo había fotos de hace diez años, que es de cuando tenemos todos fotos en Facebook, de la última vez que lo usamos. Habíamos quedado en hablar el lunes y me dio por pensar que estaría bien que las cosas fueran así de fáciles siempre, que por qué no llamar a cualquiera de los que echo de menos desde hace años, quizás a M. y decirles, qué tal, estaba pensando en ti ¿hablamos? ¿quedamos? Que podría ser así de fácil. Ana lo hace parecer así de fácil. Y luminoso, claro. Hace mucho que escribí que ella es una bombilla, un foco o un faro que ilumina cualquier habitación a la que entra. Hasta a una plaza mayor en un mediodía de agosto la pone más brillante.

El lunes hablamos durante una hora y ella dijo lo que los dos pensábamos, que era como si nos hubiéramos visto ayer. La compuerta se quedó abierta y entraron más cosas. Ponernos al día fue plantarme frente a un espejo para contarme cómo son mis días y comparármelos con los de entonces. Hoy no he dormido tan bien, puede que sea el calor que tiene el aire suspendido en espirales de fuego por toda la casa. Pero también puede que tenga que ver con lo que soñaba en el duermevela, Entre esas brumas, Ana, la conversación y el ensayo que vimos desde el gallinero ya no eran los recuerdos de los materiales de los que estoy hecho, si no una sensación de fin de algo, una despedida desde lejos que se me viene haciendo crónica. Al despertar, yo era Tom Sawyer asistiendo a su entierro desde el coro.

sábado, 22 de agosto de 2020

Madurar es de frutas

Vienen otros diarios, unos casi diarios. Al contrario que en otras veces en que (me) anuncio cosas, esta vez sé que va en serio porque los estoy escribiendo y ya llevo un par de decenas de textos. Los dejaré reposar un poco, un mes, y luego los corregiré y los publicaré. Por eso, en el blog a veces me estaré asando mientras en la calle me pongo una chaqueta. Solo quiero atender a esos textos dos veces: el día que los escriba y el día que los publique. Así que, no estoy muy seguro, pero creo recordar que los que tengo almacenados tienen más de confesión que de peripecia; menos de intento literario con autobiografía, de cuento, ensayo o artículo, que de trocito de vida al pasar. También puede que hablen de los engranajes de alguien más maduro, pero de eso sí que no sé nada.