martes, 20 de junio de 2023

Lunes

Al retomar el libro, decidí también volver a los ayunos. Cuando escribía el primero, descubrí que las digestiones son inversamente proporcionales a la concentración y las reduje al minimísimo: sólo por la tarde o por la noche. Anteayer y ayer escribí sendos parrafitos que al menos me garantizan que hoy empiezo en otro punto, el punto pegado al punto, pero necesito esa ilusión de movimiento que al final arriba a libro terminado, lo sé.

Había empezado a llover, así que saqué del invernadero a la terraza esas plantas que me regaló aquel botánico loco de Donosti (tomates, chiles, pimientos...) y que no sé si van a pasar de esta semana. Y escampó. Salí disparado (siempre tarde) hacia una comida de unos chavales que han conseguido una estrella Michelin en su pueblo. De camino, mi amiga Y. me contó lo de su cáncer y lo que le espera. Estas cosas te dejan con ganas de vivir o de beber.

El primer cóctel, de un trago. Luego hubo otro y otro y otro y otro. Luego fui con mi amigo A. a Lovo, una coctelería nueva y oscurecida que se parece a… nada que esté a este lado del Atlántico. Y allí, otro y otro. Resulta que. en la calle, el sol de rayos-x se había vitaminado, 32 grados de canto para forzudos. A. me llevaba a una cata de tintos en el nuevo hotel de cinco estrellas más pijo de todos y empecé a ver que no era buena idea. Se lo dije. “Yo también estoy borracho, qué más da”.

En cuanto pisé la azotea, fui directo al baño a hacer algo que yo nunca hago. Sudoroso y amarillo, me senté en una esquina de la fiesta, con vistas a las tejas rojas y negras, a las azoteas del centro, a esos mascarones de la Gran Vía que no sé lo que son. Vino A. a presentarme a la organizadora, que me dijo que estaba muy pálido “no me encuentro bien” y volví a empezar sobre el suelo de alguna madera noble que tampoco sabía cuál. Entendieron la indirecta y me volvieron a dejar solo. Miré envidioso a una familia rusa que chapoteaba en la piscina con vistas. Ojalá estar potando allí. Y seguí con lo mío y allá fueron el mero del Cantábrico, los guisantes lágrima con cocochas, el tomate cuerno de los Andes, la presa de bellota en perigord y así hasta 11 platos, todos revueltos. Lo llaman fusión. ¿Qué fueron sino verduras de las heras?

Antes de lograr escabullirme de aquel hotel tuve que pasar por dos baños más. Eficientes y silenciosos empleados con fregona seguían todos mis pasos. Apenas me tenía en pie, pero tuve el detalle de salirme del perímetro de moqueta del hotel para terminar de vaciarme entre dos coches de policía, con la esperanza de que me auxiliaran o me detuvieran. Pasaron. Luego decidí tomar el metro, donde el conductor no te insulta si lo manchas todo. Y luego, no sé cómo, conseguí caer inconsciente en mi cama, después de atravesar en zigzag, y sin que me matara nadie, este barrio nuevo mío que no hacen más que decirme que es peligrosísimo, incluso los que viven aún más allá. Y más luego, ahora, muchos mensajes de disculpa: “bajada de tensión”, “la nueva dieta”, “tú sabes que yo bebo el doble un lunes cualquiera, a veces contigo J, y nunca vomito”. 

Y a seguir la semana a tope, que sólo es martes.