miércoles, 14 de junio de 2023

Carmen y Fausto

Esto es un descarte del nuevo libro.

Fausto había nacido en el pueblo con un destino marcado de salinero, como el de su padre y el de sus hermanos, todos de ojos achinados para defenderse del acoso del sol por arriba y por abajo, en forma de bola o de reflejo, azul sobre las aguas estancadas, blanco como la nada desde la propia sal. Para huir de toda esa luz quiso buscar los trabajos más sombreados posibles, y encontró uno en el cine Macario y otro en el Cementerio Municipal, de enterrador. El acomodador de vivos y muertos, le decían. De aquellos acomodos y de aquellos hoyos le vendría muchos años después la vocación de hortelano. 

El punto en el que su vida hizo click, que en su caso fue catacrock, ese momento en el que se decide lo que será, ése que sólo ves de viejo cuando lo miras de lejos, ya con la historia completa, fue un viaje con su jefe a Madrid, a visitar las casas de películas por unos asuntos nunca aclarados. Fausto ya tenía veintitodos y un capitalillo en el banco con el que empezar a pensar en pagar la entrada de una casa en la que formar una familia. Lo que no había tenido nunca era novia. A bordo del Seat 131 Supermirafiori rojo del jefe, con las ventanillas bajadas para combatir casi nada el calor de un agosto que ponía borroso el paisaje y llenaba el asfalto de espejuelos, hicieron todos y cada uno de los 800 kilómetros a la capital sin parar ni para sacudirse un poco el fuego. Cuando pusieron el pie en la Gran Vía, ya con un brazo más negro que el otro para todo el verano, se había formado una de esas noches prodigiosas del estío de los rodríguez madrileños: pocos coches, mucha luna, algo de brisa, nada de prisa. Así que, cuando el jefe dejó adivinar los verdaderos objetivos del viaje dirigiéndose directamente del parking al Pasapoga, Fausto se dijo por qué no.

Desde la puerta, mientras cumplimentaban al portero, que les cobró una pasta, le llegó una risa que iba del arpeggio al jojojo sin transición. Venía de un grupo de amigas que se despidían en el ropero de sus finas chaquetas decorativas y sus bolsos de casi piel auténtica. Carmen no era la más bella del grupo, quizás la que menos, pero había algo en su mirada que a Fausto no le dejó ver ya más. Ni la orquesta en la que las versiones de Machín las cantaba el propio Machín, ni las parejas que se unían y separaban en las cuatro pistas al ritmo de los nonono caballero, ni los mármoles neocubistas de colores, ni las butacas en curva de los reservados, aún con la marca de las posaderas de Jorge Negrete y Ava Gardner, deidades del acomodador que, acodadas en la barra, esa noche le dieron un poco igual. Los espejos versallescos y las lámparas diamantinas se pasaron toda la noche multiplicando hasta el techo, tostada por los oros del artesonado, la imagen de aquella chica flacucha, liviana y nerviosa, fanática de lo que le llamara la atención, que lo hacía todo con todo el cuerpo: reír, hablar, los morritos.

Sería el acento, sería la planta garycooperiana, pero Carmen no dijo que no cuando Fausto la sacó a bailar. Y tampoco cuando la invitó a un martini (“¡hasta arriba de aceitunas!”) ni cuando le ofreció acompañarla a casa paseando. El resultado fue que, cuando, días después, su jefe anunció que se volvía, Fausto declaró que se quedaba. Se instaló en un hostal de la calle Mayor; cambiaba sus dos sombríos empleos por el incierto firme de unos días radiantes de los que sólo sabía que le habían deslumbrado hasta no ver más. En razzias nocturnas por la Gran Vía y paseos de mediodía por las Vistillas, en incursiones al Segoviano y cócteles en Chicote, gastó los tres mejores meses de su vida, unos en los que se levantaba con una sensación irrompible de que todo estaba bien, hablara con quien hablara, viera lo que viera; un drama en el cine, un posadero mal encarado, una resaca que le volvía el estómago del reves, de todo se reían. Una fascinación tan gratis, tan garantizada un día y otro, que pensó que el mundo ya era así para siempre. También gastó todos sus ahorros sin preguntarse ni una sola vez qué pasaría después. Y una tarde, mientras Carmen se abandonaba en sus brazos al abrigo de una pérgola del Retiro, le comunicó que sólo le quedaban unas pesetas, que tendría que empezar a pensar en cómo seguir financiando toda esa felicidad, que era el momento de hablar de compromisos y futuros. La risa estrepitosa de Carmen desapareció esa misma noche; todo su cuerpo se convirtió en un aparatoso, fanático y apasionado no.

Para cuando Fausto volvió al pueblo, en un crujiente vagón de quinta, ya le habían sustituido en ambos trabajos, y lo único que le quedaba era una habitación angosta en la opaca casa de su madre y un bocado de tierra cerrado de malezas que había sido el huerto del abuelo.