Nos empeñamos todo el rato. Buscamos y buscamos. Sabemos que no,
decimos que no, pero creemos que ese amor nos va a salvar de nosequé.
En lugar de mirar las cosas que son, lo que vemos, lo que es
evidente, nos contamos un cuento futuro de algo que recordamos dulce
y algodonoso y que igual ni hemos vivido. Perseguimos a una chica
posible y existente y sólo habría que levantar la vista y mirarla,
porque eso es lo que es. Pero luego buscamos que se parezca a una ficción que ni sabemos si queremos. Hipotecamos por hipotetizar. Vivimos
el amor en el futuro y los futuros sólo son las motas que
flotan en las rendijas de luz o los charcos en el asfalto de
cuando atraviesas La Mancha un día de verano a la hora de la siesta.
Y luego, con suerte, si las cosas salen bien y todo se parece a
algo que imaginaste, en medio de la euforia le entregarás esa parte
de tu vida que le reservabas y luego también esa otra que era sólo
tuya. Y luego se va a ir y se las va a llevar. Una y otra vez. Por
eso esto es un callejón sin salida.
A lo mejor porque lo veo así,
me empeño en que no puedo tener una relación como las demás con
una chica como las demás. Y a lo mejor eso no es verdad y acertaba
más antes cuando creía que lo importante es que a ella le importara
yo y no hacía falta nada más, porque ella ya sabía que a mí me
importaba ella y todo salía solo. Igual todo lo demás, el esquema,
el molde, es lo de menos.
Estoy harto de escribir sobre ese amor, sé que lo volveré a hacer, pero no quisiera siquiera tener que pensar en ello nunca más. Como si no hubiera otras formas de amor menos
sicosomáticas, menos sísmicas y más alumbradoras.
Hace tres años pasé el verano en uno de los agujeros más
inmundos del planeta. Desde la casa en la que vivía, enrejada como
una cárcel frágil, oía los tiroteos y veía pasar a las niñas
embarazadas, a la comitiva del chaval al que mataron para robarle la
moto, a los camiones cargados de policías embutidos en protecciones
como armaduras, subiendo a empujones a la gente parada en las
esquinas como en una novela futurista de un futuro de mierda. Todos
los días me inventaba una especie de taller de periodismo para
niños. Venían a clase con hambre o con ojeras y me cantaban raps de
narcos o de peleas a muerte que convertíamos en noticias y crónicas.
No sabía qué mierdas pintaba allí y lloraba todos los días.
Había un pequeñísimo grupo de vecinos que querían cambiar las
cosas. Una noche les di una charla, les expliqué cómo cualquier
periodista querría hacerse amigo de alguien que pudiera guiarle con
seguridad por el barrio, como redactar una nota de prensa y cómo
llamarles para crear una relación con ellos. Estaban agotados, la más
mayor se quedó dormida. Llevaban todo el día preparando una jornada
de limpieza para el día siguiente por las calles de un barrio hasta
arriba de una basura que traía el cólera. Y aún así entendieron a
la primera lo que les decía, redactaron notas de prensa
decentes, me lo preguntaron todo una y otra vez. Aquella noche me fui
a un colmado. Fue mi única borrachera del mes, pero me lo bebí
todo, conseguí vodka y me lo metí a morro. Me desperté con una
resaca tropical taladradora, de las que el calor pegajoso multiplica.
Estaba en aquel cuartucho celda en el que la salida del aire
acondicionado de la habitación de al lado sonaba como un motor de avión y el
sudor lo impregnaba todo todo el rato. Mi amigo roncaba al lado y
hasta sus ronquidos me asfixiaban. Decidí que quería limpiar. Corrí
a la calle donde estaba la brigada de limpieza, pedí una escoba y me
puse a barrer. Barrí sin descanso bajo el sol, iba de una calle a
otra con la escoba, dando empujones a la basura, metiendo cajas y
botellas en la carretilla con un ritmo enloquecido. Sudaba y barría
y recogía y se me rompía la escoba, que era un palo con unos
mechones de paja, y seguía barriendo como podía. Algunos vecinos
tiraban más basura a mi paso, otros se reían de nosotros. Los de la brigada me
dijeron que descansara un poco, pero les contesté que no iba a
parar. Barría tanto y tan sin mirar que al final me metí en una
calle fuera de la ruta, una de las peligrosas incluso de día, y vinieron a
buscarme, alarmados, y me obligaron a parar. Tenía las manos llenas
de callos, olía fatal, tenía el pelo y la ropa llena de mierda. Y
lo había entendido todo. Nunca había sentido un amor tan universal y desinteresado y generador como el de aquel día, nunca había sabido tan a las claras lo que
es. No sé si volveré a pasar por algo parecido, pero de alguna
manera lo llevo conmigo desde entonces.
Dice Iñaki que mientras un amigo diga “estoy jodido” y otro
conteste “Estoy cerca ¿un par de latas?”, hay esperanza. Claro
que hay esperanza, pero nos empeñamos en buscarla donde no es.