domingo, 7 de febrero de 2021

Mal buen rollo en Formentera

Llevo sólo medio día en Formentera, me he sentado a comer unas vainas fresquísimas con jamón en el restaurante de la plaza, le he dado un trago al vino, que estaba muy seco para haber llegado por mar, y he pensado que éste era uno de esos sitios cadavezmenos en los que me podría quedar a vivir.

Y, a los cinco minutos, se me mete dentro del tórax y me sube a la cabeza un terror, uno nuevo y apabullante, y me pongo a escribirlo sobre la marcha, a escribir esto. La sensación es la de que la gente con la que me voy a ver luego y la de mañana pueden ver a través de mí y darse cuenta de que qué estoy haciendo, que estoy entrevistando a representantes de una isla que es un pueblo y no tienen nada que decir, ni yo tampoco. La variable periodista de baja estofa del síndrome del impostor, antes llamado tener criterio. Esto es nuevo, un terror que se debe a la isla, a sus 15 kilómetros de lado a lado, a no poder salir de la gente. Lo bautizaría insuloclaustrofobia, pero no quisiera pillar una hipopotomonstrosesquipedaliofobia.

Porque, por lo demás, la cosa no iba mal. Ayer entregué un reportaje sobre Delibes que me han celebrado como si fuera bueno de verdad (y como si lo hubiera entregado en fecha) y este viaje lo he empezado como se hace en estos casos, perdido como un pollito de secano en el puerto. Forzándome el sentir cosas al hacerme a la mar rollo "arranca la aventura": salida a la cubierta sin cubierta, cara al viento, mirada fija al horizonte, como de exprimidor ante una naranja azul; andares de hacer como que no temes caer al agua. 

La dueña del hostal, entre alojarme en las habitaciones que dan al Mediterráneo, misterioso de ahogados, y las que dan a la calle, misteriosas de isleños desahogados, ha elegido tirar por el callejón del medio, que es donde me ubica, con vistas a una pared y una alcantarilla. Formidable fenicia, se ha llevado un mal rato cuando le he contado que la bici me la habían alquilado en otra isla, siendo que ella las alquila (o sea, que se lleva una comisión de otro que sí que las alquila). La peor habitación de su pulgoso hotel vacío ya me la había adjudicado sólo con mirarme y echarme cuentas de la cabeza a los pies. 

Luego he ido a ver una plantación de aromáticas, que es el nombre táctico de las plantas que, además de oler bien, se pueden vender. Y una higuera senecta. La chica que me lo estaba enseñando no sabía muy bien qué decir, aparte de que era muy vieja y tenía muchas ramas y estaban muy bien sujetas con palos y daban sombra a las bestias entre las que supongo que estarán los payeses. Y a mí la higuera me parece muy vieja y muy venerable y las ramas muy retorcidas y la sombra apetecible, pero como no puedo tumbarme ni escalar ni comer higos tampoco sé muy bien qué decir. Y nos lo decimos. No sé qué más decirte. Ni yo tampoco. Casi consigo que cumplamos con lo que se espera de nosotros (¿quién?) preguntando cómo de vieja es la higuera, pero, antes de que lo haga, ella me dice que no sabe cómo de vieja es la higuera. Nos quedamos callados otra vez y nos da un poco igual, aunque lo cierto es que parece muy anciana, como sus brazos y su sombra.

Y con todo esto, en el momento feliz en que dejo la bici eléctrica con la que los caminos se están haciendo solos y meto el tenedor en el huevo pochado de las judías con jamón; en el rato beato que media entre la primera cerveza y el segundo vino; en el instante en que el aire se arremolina sobre mi aura para refrescar lo suyo es cuando el terror de haberme jibarizado, de quedarme para siempre miniatura como la isla, me pisotea un poco y me expulsa de Formentera. Me queda día y medio.