jueves, 5 de noviembre de 2020

Mofeta en su tierra

Pues ya ha pasado, ya me he alcanzado. No tengo más material diario semidiario que publicar aquí.

El experimento ha sido un fracaso enorme precisamente porque ha sido un fracaso mínimo, irrelevante, a unos átomos de nada de la inexistencia. He fracasado con todo. Fracasé en lectores, 50 diarios de media durante estos meses, la mayoría desde Estados Unidos. Casi nunca he llegado a los 20 por post, ni aunque lo enlazara en las redes. Fracasé cuando puse un mensaje durante días pidiendo comentarios y recibí cero comentarios. Fracasé cuando puse un formulario durante semanas prometiendo una newsletter a quien se apuntara, pero sólo recibí un correo que decía hola k ase y era mío, para ver si es que esto funcionaba o qué. Fracasó mi idea de sentirme menos solo mientras escribía e incluso la que no me reconocía de sentirme menos solo porque alguien real aparecería por aquí o por el bar de abajo. Fracasó la intención de tunear formas y contenidos al corregirlo un mes después, porque no tenía mucho sentido editar una polaroid, y le peinaba las comas y a publicar.

El algoritmo de Google no me ha dejado de odiar ni un milímetro. Ningún puchero le ha enternecido. A ratos he sido bastante turras y debería haber salido más a menudo de mi cabeza para recolectar los temas con los que he terminado de hundir este blof (blog+bluff). Tendría que haber contado más a menudo lo que ha pasado, porque cosas han pasado, como todo eso de la pandemia. No hablar demasiado de eso debe de haber sido lo mejor del blog. Porque opiniones he tenido, como esa sobre el fatalismo con que se aceptan las medidas aleatorias que se contagian como modas entre gobiernos, esa sobre el adictivo y rico vicio de prohibir cosas a bulto o su hermano aún más feo, el volver cosas obligatorias a voleo. El mundo necesitaba escuchar mi "oigo patria tu aflicción", pero ya para otra pandemia.

Podría haber metido alguna movida, la fuga de Ariel del piso porque va a ser padre, y la búsqueda de un nuevo compañero en día y medio, porque al día siguiente huíamos los tres como ratas del Madrid debate de La Sexta. Y allí estará, él solo, ese mejicano tan discreto que vivía con sus padres y nunca había salido de su país. Estará o no estará, qué sé yo, no he vuelto a saber nada de él. 

O mi viaje a Ibiza en avión, pendiente como un crío de la llegada para ver la isla desde arriba para sentirme un poco astronauta, y cómo me dormí contra la ventanilla unos segundos antes de que apareciera. 

O la excursión en bici a Cala Bassa, entre pinos, caminos de cabras y carreteras en las que los de los coches no distinguían si mi pachorra veranoazulesca era un efecto óptico o es que iba marcha atrás. 

También podría haber traído a artistas invitados, a Lucía y Yoyo en la última vez que les vi en Madrid. Podría haber sido graciosa la escena en la que llegamos tan borrachos al sótano de Yoyo que ella bajo las escaleras por donde no estaban y se hizo no se qué de unos líquidos fuera de sitio en el brazo y se tumbó en el sofá quejándose del dolor y me empecé a poner las rayas en su escote y llamamos a un amigo médico a las tantas y nos dijo que si lo podía mover dejáramos lo de urgencias para cuando se nos entendiera mejor y cómo Andrea me pasó su porro y acabé abrazado a la taza y si me movía un centímetro el mundo se volvía remolino (de váter) y Lucía gemía al otro lado de la puerta, sólo la mitad de dolor. Y cómo se cogió el virus al día siguiente en urgencias y cómo sabemos que se lo cogió al día siguiente porque nos besuqueamos mucho y yo no lo tengo.

Podría haberle puesto épica a la noche en que salvé la vida a un inglés canoso y borracho que se cayó al agua con su bici al salir de su barco y solo dijo help help help help hasta que le saqué y entonces lo cambió por fuck fuck fuck. O contar cosas más sencillas, como los largos paseos por la costa en bici o a pie o los baños extemporáneos en el Mediterráneo con los que a veces me acuesto y a veces me levanto. O cosas menos sencillas, como el recuento de las botellas de vino y de vodka que me he terminado aquí en esta terraza con vistas al mar y a las fotos de las chicas de las redes sociales de ligar con citas de Paulo Coelho de las que copian hasta las faltas de ortografía y que no quieren quedar conmigo aunque yo lo único que quería a esas alturas (que son éstas) era no beber solo.

Cualquier mandanga hubiera funcionado mejor que las espirales paranoicas a las que les he puesto letra mala y música dudosa.

Pero aquí estoy, 18 años, 7 meses y 17 días después de empezar este diario porque me sentía un poco solo en Madrid; escribiendo desnudo y solo en Ibiza después de bañarme desnudo y solo en el  Mediterráneo, con una copa de un vino que, condescendientemente, se llama ¡EA! y con vistas a una bahía en la que el mar es de piscina de plástico y ya no me dice nada después de mes y mucho mirándolo a diario; con el sol dándome en la cara y la palabra fracaso tan en los dedos, tan de la casa, que la he querido escribir muchas veces pensando en los fracasos que vienen y -yo tampoco lo entiendo- con ganas de los fracasos que vienen. A por el siguiente.