sábado, 23 de abril de 2022

No es fácil de contar.

No ha tenido ningún sentido. Sé, porque me lo tengo muy mirado, que las cosas no se hacen así. Terminé el libro en noviembre de 2020. En enero lo mandé a un agente, que tres meses después me dijo que no lo veía, y que, en estos tiempos, si no lo ven claro, nanay. Porque no es un libro para agentes, que buscan otras cosas, cosas de dinerito. Luego, de vez en cuando, lo mandaba a los concursos de los pueblos. Pero no es un libro para concursos, donde buscan otras cosas, cosas que no les compliquen mucho la vida. Que, dependiendo del concejal, son o bien que tengan aire de experimento o bien que avancen mascaditos y  lineales (planteamiento, nudo, desenlace) para que se entiendan bien, para que nadie les pueda decir "pero qué carajo habéis premiado" antes de tirarles el pilón.

Así que, ahora ya sí que sí, vamos al turrón. Lo voy a mandar a editoriales que no me lo han pedido, porque en cada editorial buscan una cosa y quién sabe. Y cuando eso falle, me lo autoeditaré. He hecho un texto de presentación para las editoriales que ya sé que es demasiado largo, pero que espero que sintonice con alguien, con una sola persona me valdría. Aquí va:

 

No es fácil de contar. Sale un jípster de pueblo, pero no es ese hípster ni es esa España vacía; hay una verbena, pero no es Feria; aparece un tipo en burro, pero no es Panza de burro. Todo empieza con una historia de amistad y descubrimiento que rompe la superficie de espejo de una piscina helada, con agua de pozo, en la estepa pinariega castellana.

Hay cinco historias en las que, sin salir de ese pueblo, se viven los fogonazos de una primera amistad adolescente y un primer amor; una ruptura y la locura de su depresión vistas desde dentro; la nada de los modernos malasañeros vista desde fuera; un caso detectivesco sobrenatural (o no) en el que el bien y el mal se tocan tanto que se confunden; y una pelea entre la cocina tradicional y la tecnoemocional en la que todos salimos perdiendo. Y luego está el capítulo final, en el que todo y todos confluyen para darle un nuevo sentido a lo que hasta entonces eran trocitos de vida pueblerina deslavazados a lo largo del camino. Y, después de eso, nada (y cuando digo nada es NADA) volverá a ser como lo conocemos. En este libro, lleno de referencias y juegos, todos los finales son abruptos y le dan un nuevo sentido a lo que acabamos de leer.

Y hay 7 protagonistas: cinco son masculinos y uno es femenino, Diana. Al principio, ella es un personaje de la vida de los demás, que la cuentan a su modo. Pero en el último capítulo se explica y su punto de vista lo vuelve a cambiar todo. Digamos que se apropia de la polisemia de su nombre, Diana, para pasar de ser el objetivo de los amores y humores de los demás al toque de corneta que despertará a todos, incluída ella misma. Así que también se puede leer como un historial de relaciones fallidas o como la evolución del amor entre la adolescencia y la madurez o como un relato de las distancias entre las miradas de los otros y la del yo o como…

¿Y el séptimo personaje? ese es el pueblo. Uno concreto, que sale por todas partes y se cuenta más a fondo en un prólogo que lo retrata y en los pequeños textos que dividen los capítulos (los ambigús) a través de momentos de su historia detenidos en el tiempo. Un pueblo, y eso es una novedad, que se cuenta de una manera que no es condescendiente ni exotizante, pero que sí que está llena de vida, una vida hecha de pasados y futuros resintonizados en el presente, como todas las vidas.