viernes, 15 de mayo de 2020

Te va a explotar el corazón

Mi abuela decía que el día más feliz de su vida fue aquel en el que las tropas de Franco entraron en Barcelona. Con ellas venían sus hermanos, que fueron directamente a buscarla con un coche lleno de comida (estaban en intendencia).
Estos días estoy pensando que para muchos la pandemia estará siendo parecida a lo que vivió ella; que esta lotería dependía entonces y depende hoy de tu casilla de salida, de dónde te pillara el asunto y de lo que hubieras hecho antes, de cómo de larga y movida hubiera sido tu vida.
Mi abuela se llamaba Lola. Se había casado un 18 de julio de 1936, a los 21 años, en una iglesia que quemaron al día siguiente. Ahora sí que la puedo entender cuando la imagino en la calle tragándose el miedo a un final rápido o a uno doloroso. O encerrada pensando en si le traerían la muerte a domicilio, como al vecino al que vinieron a buscar los milicianos, que se escondió bien. Pero el portero les dijo que sí, que sí que estaba, que buscaran mejor. Y le encontraron.
Ella sabría que se jugaba la vida a cada paso que la alejaba de casa y que también se la jugaba a cada hora que pasaba en casa. Y luego resulta que también se estaba decidiendo mi existencia.
Lola pasearía por calles transfiguradas que ya no eran las de junio. Leería alborozo insensato, pero esperanzador, en las risas de unos; y se reconocería en las miradas de inquietud y hambre futuro de otros. Entraría en el mercado para comprobar, unos días, que las lechugas seguían siendo del verde del jade y, otros, que al cartel de la pescadilla se le había caído la ce.
Un día tras otro, mientras cumplía los 22, los 23, los 24 con una tarta que cada vez llevaba menos azúcar, tuvo que turnarse entre la felicidad de una vida recién inaugurada y el dolor de todo lo demás, de lo que se vivía y de lo que se esperaba. Y me imagino hacia dónde caía su balanza contra todo lo predecible, porque la recuerdo cantando como una niña canciones de los dos bandos a los noventa y pico años, con ese brillo en los ojos de cuando cantaba y de cuando me veía. A pesar de todo lo que había perdido ya, de todos los que había perdido entonces, dos hijos y casi todos los demás. Y sé que el pozo del que sacaba su alegría tenía que ser muy profundo. 
Y puede que esto concluya para la mayoría de nosotros de una manera similar a como terminó para ella: como un tapón que se abre y desatasca las angustias y lo renueva todo. Quizás lo que entre no tenga la forma perfecta de un coche conducido por los que más echas de menos y lleno hasta los topes de lo que llevas años necesitando. Pero un poco de esa sensación se coló en mi cocorota el primer día que pude pasear una hora casi en libertad por la orilla del Atlántico, mirando feliz y alucinado las olas que chocaban contra las rocas y las murallitas de Cádiz, las que tocaban la punta de mi zapato en la arena, contenidas, pero libres, como me veía yo ese día.
Viene una explosión de alegría, claro que viene.



Por supuesto, este texto, que habla de personas y de ninguna otra cosa más, no es para quienes creen que las guerras recientes solo se pueden contar como un cuento de buenos y malos y se olvidan de que, la mayoría de nosotros, en tiempos de paz, por la mañana delatamos a un compañero de trabajo y por la tarde le cedemos el asiento a una embarazada. Y que, en tiempos extremos, seremos un día héroes y otro, canallas. Incluso el mismo día.