En la página 35 del quinto tomo del Salón de pasos perdidos de Trapiello, mil y pico páginas y cuatro años de diarios después, al autor por fin le pasa algo (liga por la calle) y se ve que se alegra, y el lector también.
Hace muchos muchos años, cuando estaba haciendo las prácticas de la carrera en Palencia, me recomendaron que leyera El buque fantasma, también de Trapiello, para que viera cómo se ponía allí a Valladolor. Este año lo abrí de una vez y lo abandoné cuando llevaba la cuarta parte. Que no es raro en mí, pero esta vez tenía mis razones. Primero porque ya había llegado a donde quería llegar, a donde cuenta lo que siente por la ciudad, que, aunque, ay, es lo mismo que yo he sentido tantas veces, es injusto de tan despiadado. Sólo al final parece que la quiere salvar ligeramente del encono hablando de un brillo que le descubre mirándola desde fuera. Pero no, y hasta lo deja claro, eso último que ve es un efecto óptico, algo que el cielo, la niebla y la luz reflejan en la ciudad, todas ellas cosas externas. No le va a conceder ni eso. Pues nada, leído, hay tantos villanos en la vida de Trapiello que hasta hay una ciudad supervillana. Me da un poco de envidia, con lo que a mí me cuesta dividir el mundo en buenos y malos. Mejor me iría.
Los otros motivos tienen que ver con que en tiempos de rapiña, donde salto de Cervantes a Mutis, de Quevedo a Umbral, de Sedaris a Galdós y Valle-Inclán, a ver qué les saco, la prosa de este libro no me servía para nada. Una historia lineal que se resuelve yendo de a a b, poniendo un ladrillo y luego otro y luego otro hasta que tienes, supongo, un bonito buque de ladrillos. No se surfea por los párrafos, se va mirando al suelo para que no te espachurre el pie un ladrillazo.
El caso es que el sitio justo donde había dejado El buque fantasma era una digresión sobre Valladolor a la mitad del encuentro del protagonista con su primera chati. Y la historia del diario -en el tomo Los caballeros del punto fijo- me recordó mucho a aquella otra. La revisé y sí, la historia parece ser la misma, aunque con finales distintos: una chica guapa que aborda a un protagonista un poco menesteroso después de un encuentro casual, que es rica (bolso de cocodrilo / ropa elegante) y guapa, que le propone irse a un picadero que pica alto (el hotel Palace / un piso con largas vistas al río) y con la que el protagonista vive un momento incómodo cuando, inoportunamente, se saca el tema de los condones. Pero, sobre todo, ambas chicas tienen la nariz llena de pecas ("como si alguien se las hubiera salpicado", algo así). La novela la escribió justo después o quizás a la vez que ese diario.
¿Fue así? En otro tomo de los diarios cuenta que redactó Las armas y las letras en un mes. Lo
cuenta como una hazaña, no como lo normal, y lo justifica quitándole valor al
género (ensayo), que considera una artesanía en la que sólo tiene que colocar
en orden cosas que ya sabe. Aquí parece que hace lo mismo, contar lo que le
pasó en Valladolor en aquella época, que también es un tema que se conoce de
memoria, y, si acaso, coloca alguna que otra peripecia nueva, como la de la
chica.
Hay muchas otras posibilidades, claro. Que lo de la chica le
pasara mucho antes y que lo haya colocado en esa fecha de ese diario como si
fuera de entonces. O que sea pura ficción: coge una historia inventada (y
deseada) y le planta dos desarrollos distintos. No pasa nada por ficcionar en un diario, pero yo
no lo leo igual sabiendo que es en parte o en todo ficción, que, cuando quiera, el autor se va a inventar situaciones y conversaciones. Entonces pensaré
si ese párrafo tiene sentido, cómo encaja con todo lo demás, a dónde me quiere llevar… pensaré las cosas que se piensan leyendo ficción.
Yo apuesto por que todo sucedió como lo cuenta y me maravillo de que en los 90 se pudiera escribir ese libro tan rápìdo y con esos materiales y
ganar el premio Plaza y Janés y me pregunto si se seguirá pudiendo. Espabila.
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