La noche en que conocí a Laura en el Tupper me contó que tenía dos trabajos, niñera y stripper. “Como en Ana y los siete”, nos reímos. Tenía un tatuaje que le ocupaba todo el pecho. En el centro estaba la cabeza de una niña (que era ella) de la que salían ramas de manzano (que eran sus enredados futuros). Tampoco sé si era un manzano, recuerdo las manzanas que igual no estaban, pero pienso ahora que sí. Acabamos la noche colándonos en la parte de arriba y escondiéndonos detrás de la barra recién clausurada para siempre, para beber, desde el suelo y a morro, las botellas que quedaban por allí, mientras ella me convencía no sé cómo de que en el bar les iba a parecer bien nuestro pillaje de salteadores etílicos.
Esta noche me la reencuentro en Instagram al pinchar en una
foto de un after casero ya rococó en la que nos etiquetaron a los dos hace mucho. Recuerdo esa
noche, o esa mañana, que empecé desnudándome encima de una mesa y que acabé con más ketamina de
la que me recomendaban y recorriendo un túnel. No un túnel con luz al final,
sólo un túnel.
Las tres últimas veces que hablamos fueron un descenso
trepidante hacia el adiós. La antepenúltima quedamos en su casa. Llenamos una
de las paredes de su cuarto de post-it en busca de un proyecto en común cuya
única coherencia era que queríamos tener un proyecto en común. De aquello salió
una idea difusa de un blog de vídeos malasañeros y otra más concreta de recitar
nuestros poemas en algún slam. Recuerdo los suyos, sucios y rabiosos, largos y
sin tregua. Tenían algo o más bien gritaban, berreaban que ella tenía algo. Por
un ventanuco enano salimos a la terraza que se había inventado sobre unas tejas
que daban al aire de Malasaña. Nos prestamos dos libros. Yo, Las
afueras, de Pablo García Casado, que espero que siga teniendo, pero que seguro
que no, porque es un adiós a una forma extinta de escribir poesía, la mía
también, que no creo que le dijera nada. Ella, el Querido diario de Lesley Arfin, con
toda esa parte central emborronada de heroína que tanto nos advertía y que termina
expandiéndose hasta ocupar todo el libro y todo su recuerdo. Las páginas estaban manchadas de purpurina.
La penúltima vez que hablé con ella fue en una calle de
Malasaña. En el lugar donde tan bien nos habíamos entendido todo me contó algo
terrible que le había pasado en París y no supe qué decirle. Pensé luego que
allí, en ese proscenio donde habíamos sido felices, en un encuentro
callejero casual no podía decirle nada que mitigara la metralla de esa bomba
que traía y seguirá llevando, y que entonces arrojó entre nosotros. Ahora pienso que da igual, que no habría sido
distinto si me lo hubiera contado en una barra, en una academia, en una cabina
de sex shop, en un cementerio. ¿Qué hubiera cambiado eso? Las bombas no
distinguen dónde las desentierras ni, casi, en qué las envuelves.
La última vez que me llamó me pidió algo que no podía darle.
Digámoslo, qué tontería, fue dinero. Justo en la semana en que me iba a vivir
con mi hermano porque no tenía fuerzas para conseguir la mínima mierda que
necesitaba para seguir, porque no quería seguir, y eso que era fácil,
palabritas por moneditas. Todavía es de lo que más siento de esa época, no
tener nada, no poder ayudar a nadie, no poder ayudar a Laura.
Ahora veo las fotos de sus casi treinta. Pongo una lista de
tangos de Discépolo bajo sus vídeos de pole dance y se enroscan inesperadamente
adecuados. Se mueve asaetada a la barra con un oleaje lírico curvado. Sólo se puede
pensar que es lo suyo. Leo sus pocos textos largos que sigue pareciéndome que tienen algo, que tiene algo ella más que los textos, como me
pasaba antes de la noche en que la conocí en el Tupper, cuando leía sus reseñas musicales sobre grupos que nunca había oído. A
veces parece forzarse en los pies de foto la niña que desmiente su mirada de
lago de fondo oscuro, como de profeta harta de sus iluminaciones. Y veo que se
encontró donde yo creía que había ido a perderse. O eso parece. Quién sabe, es
Instagram.
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