"Es que no sé si hay diferencia entre el amor y la simulación del amor”. La frase se quedó flotando sobre el diván un miércoles cualquiera de la época en la que estaba llevando como podía esa relación tan tensa. La psicóloga podría haberme confirmado que se me daba regular discernir sentimientos para qué hablásemos de por qué. O haberme tranquilizado explicándome que eso no significaba que me hubiera convertido en un psicópata. Pero no, ella ya no estaba tampoco, ya solo emitía carraspeos o subrayaba algo en su bloc hasta que cobraba, en billetes, en mano, al final de la sesión.
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