sábado, 5 de octubre de 2013

Por qué enamorarse

Si no me hubiera enamorado nunca, no estaríamos aquí ni vosotros ni yo. La primera vez que se me ocurrió torear lo que quería era impresionar a una chica rubita de 9 años que me habían dicho que quería ser mi novia. Ya me diréis qué otras razones puede haber para jugarse la vida delante de un animal que pesa exactamente 10 veces más que tú y al que no le hacen falta ni cuernos porque te podría zampar de un bocado. Mi carrera taurina terminó con mi hermano lanzándome por encima del burladero agarrado del pellejo, como a los chotillos, mientras pataleaba en el aire. Luego, ella y yo nos fuimos a un lugar apartado y oscuro y como no sabíamos qué hacer la besé en la mejilla y salimos corriendo. Al cabo de los años aquel rincón de romanticismo rudimentario se destapó como el desagüe de todos los vecinos de alrededor. Y eso es una metáfora tan diáfana como apestosa sobre la esencia del amor.
Si una francesa de 15 años no me hubiera dado mi primer beso con lengua en un ascensor mientras yo apretaba los dientes con terror, quizá yo nunca hubiera tenido esa imagen de las francesas como unas frescas muy deseablemente avanzadas y no me hubiera apuntado a francés en la Escuela de Idiomas. Llegué hasta la parte de la fonética y ahora soy capaz de leer cualquier texto en francés con un acento perfecto y siendo perfectamente capaz de no entender una palabra. Nunca más me he vuelto a besar con una francesa, pero voy a seguir intentándolo.
Si no hubiera pesado sobre nosotros, adolescentes de epicentro removido, la promesa de hipotéticos amores no hubiéramos construido una chimenea en la fábrica de ladrillos que nos servía de peña durante los veranos castellanos. Cuando estuvo terminada, conseguí besarme con una chica en el sofá frente a la chimenea, hasta que el humo, que salía por todas partes menos por donde debía, hacía de antidisturbios del amor y nos evacuaba muy bien. La chica sabía a pepinillos.
Luego vino lo de escribir. Mi primer poema lo escribí pensando en una chica que me sacaba diez años. Como era casto y entusiasta, lo amplié en un par de versos místicos y lo enseñé diciendo que estaba dedicado a la Virgen. Creo que a San Juan de la Cruz le pasó lo mismo. Luego esto de los parches y los añadidos y el hacer como que estás escribiendo de otra cosa lo he trasladado a los artículos y me ha funcionado muy bien y me ha salvado algunas tardes.
Tras eso, me dio por escribir para ligar, una cosa muy de tímidos. Funcionaba en teoría, pero con el tiempo descubrí que a ellas no les interesaba lo que escribieras, que lo que querían era un amante, un novio o un marido, dependiendo de relojes biológicos varios, que siempre parecen están pitando. O hasta de relojes de verdad, porque hay novias que te tienen cronometrada la relación hasta que pasa el verano o hasta que llega el siguiente. Y entonces ya no les interesa lo que escribas, tus dotes taurinas, tu poliglotismo o tu pericia poniendo ladrillos.
Y sin embargo, amigos, el amor sigue siendo lo que mueve el mundo. Piensa en la cosa más loca que hayas hecho y ahí detrás, en alguna parte, está el amor o la falta de amor. El amor romántico, el amor de pareja, el amor como eufemismo de “estoy salido”, da igual. Ahí te tiene, varado en la estación de autobuses de Zaragoza a las 4 de la mañana, paseando por un congreso de peluquería en la feria de muestras de Bilbao, deslomándote en mudanzas de cinco pisos sin ascensor en Malasaña, pegándote trompazos entre la nieve mientras escalas una montaña en Guadarrama, cargando por todo Palencia con un equipo de grabación que requeriría una mula (que eres tú), sometiéndote a un tratamiento exfoliante para que practique su prima en Ronda, poniéndole a las cosas nombre de pastelito en el barrio Salamanca.
Eso es el amor y si nos sigue funcionando, aunque sepamos como termina, es porque no encontramos un motor tan poderoso para hacer las cosas que transforman el mundo. Y consuela saber que no somos los únicos. El tipo que lió a 20.000 obreros para levantar el Taj Mahal en la era previa al gotelé quería recordar a una de sus esposas, una tal Muntaz Mahal. Y por amor. Sus 14 hijos en común son la prueba. Bueno, y el Taj Mahal. Groucho Marx empezó a levantar las cejas porque una tía suya, pelirroja y mullida, le dijo que qué ojos más bonitos tenía. Enrique VIII cambió de religión a todo el país para poder enamorarse a gusto las veces que quisiera (que fueron seis). El tipo de El paciente inglés vendió a sus amigos a los nazis por amor, al parecer, como cerca de hora y media después de que yo me durmiera en el cine.
Por no hacer esto muy largo, atajaremos diciendo que no todo lo que somos, pero sí buena parte de lo que hacemos se lo debemos al amor. Yo tenía esta barba antes de que estuviera de moda (por fin he podido decirlo) porque una novia me dijo que odiaba las barbas en todos menos en mí. Aprendí todos mis trucos de comunicación no verbal porque quería atreverme a hablar a una chica. Estudié periodismo porque Clark Kent tenía a Lois Lane. Me vine a Madrid porque aquí el amor tenía menos letra pequeña. Me trasladé a esta terraza desde la que escribo y que siempre me hace sentir como que he pasado un día en el campo porque quería probar a vivir solo con esa chica. He hecho grandes amigos porque siempre estoy en los bares, unas veces buscándola y otras huyendo de ella. Aprendí a conducir porque una novia me llevó a un pinar para “enseñarme a conducir”, dijo. Y resulta que me enseñó a conducir.

Así que, ¿por qué enamorarse?: porque aún te gustaría aprender esgrima, pasarte 14 horas seguidas bailando (13 ya lo he hecho), pilotar un avión, tener fuerzas para escribir una égloga pastoril de mil versos, irte a vivir a lo alto de un faro, tener a alguien que te mire dentro de los ojos y le guste lo que ve y no pida más. Por probar.

viernes, 20 de septiembre de 2013

No voy a pedirte nada

No voy a pedirte nada.

Que no haya tanta prisa
por terminarse el beso.
Que me tengas a un click
de un filtro de tus ojos.
Que me tumbes a veces
en la hierba,
o a, o ante, o cabe
o etcétera en la hierba.
Que midas en narices
la altura de mi pecho.
Que te descalces siempre
que entres en mí.
Que me robes helado
en las costillas.
Que des cinco minutos más
cada cinco minutos.
Que coloques tus pies sobre la mesa
y que hoy comamos eso.
Que me hagas una fiesta sorpresa
cada vez que encontremos una esquina.
Que decidas los saltos de cama
con espíritu olímpico.
Que si me encuentras zombie
me comas el cerebro.
Que cada ascensor sea
la máquina del tiempo.
Que tirando de un hilo de tus bragas
encuentre la salida al laberinto.
Que no me escuches mucho
porque estés ocupándome la boca.
Que elijas de las cosas de tu armario
el quedarte desnuda.
Que me grites
que más.
Que me llores
de menos.
Que salgas de la cama con la cara
de final de naufragio,
famélica, cegada y tropical.
Que me hagas muchas cobras
de abrazos de titanio.
Que si hay un terremoto
elijas mi epicentro.
Que cuando me hago el fuerte
seas asedio.
Que hagas con mis normas y tus normas
un código inflamable.

Y que lo inflames.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Los pequeños detalles

Merteuil quería que tuviéramos una hucha y guardáramos dinero periódicamente para hacer algo con él al cabo de un año. Nunca lo consiguió. Ahora, su novio y ella ahorran cien euros por cabeza al mes y se van a algún país asiático cada verano.
S no podía ver que tirara una colilla al suelo sin pisarla. Yo me empecé a sentir culpable si no la apagaba del todo, pero nunca dejé de hacerlo. Apostaría a que su novio no fuma.
M quería que fuera puntual y que estuviera ya vestido cuando venía a recogerme. Pensaba que era una señal de respeto. Sigo siendo tan impuntual como siempre y si alguien viene a casa me pilla, invariablemente, saliendo de la ducha. Estoy seguro de que a ella no le ha costado encontrar a alguien capaz de llegar a la hora.