Esto es un descarte del nuevo libro.
Fausto había nacido en el pueblo con un destino marcado de salinero, como el de su padre y el de sus hermanos, todos de ojos achinados para defenderse del acoso del sol por arriba y por abajo, en forma de bola o de reflejo, azul sobre las aguas estancadas, blanco como la nada desde la propia sal. Para huir de toda esa luz quiso buscar los trabajos más sombreados posibles, y encontró uno en el cine Macario y otro en el Cementerio Municipal, de enterrador. El acomodador de vivos y muertos, le decían. De aquellos acomodos y de aquellos hoyos le vendría muchos años después la vocación de hortelano.
El punto en el que su vida hizo
click, que en su caso fue catacrock, ese momento en el que se decide lo que
será, ése que sólo ves de viejo cuando lo miras de lejos, ya con la historia
completa, fue un viaje con su jefe a Madrid, a visitar las casas de películas
por unos asuntos nunca aclarados. Fausto ya tenía veintitodos y un capitalillo
en el banco con el que empezar a pensar en pagar la entrada de una casa en la
que formar una familia. Lo que no había tenido nunca era novia. A bordo del
Seat 131 Supermirafiori rojo del jefe, con las ventanillas bajadas para
combatir casi nada el calor de un agosto que ponía borroso el paisaje y llenaba
el asfalto de espejuelos, hicieron todos y cada uno de los
800 kilómetros a la capital sin parar ni para sacudirse un poco el fuego.
Cuando pusieron el pie en la Gran Vía, ya con un brazo más negro que el otro para
todo el verano, se había formado una de esas noches prodigiosas del estío de
los rodríguez madrileños: pocos coches, mucha luna, algo de brisa, nada de
prisa. Así que, cuando el jefe dejó adivinar los verdaderos objetivos del viaje
dirigiéndose directamente del parking al Pasapoga, Fausto se dijo por qué no.
Desde
la puerta, mientras cumplimentaban al portero, que les cobró una pasta, le
llegó una risa que iba del arpeggio al jojojo sin transición. Venía de un grupo
de amigas que se despidían en el ropero de sus finas chaquetas decorativas y sus
bolsos de casi piel auténtica. Carmen no era la más bella del
grupo, quizás la que menos, pero había algo en su mirada que a Fausto no le
dejó ver ya más. Ni la orquesta en la que las versiones de Machín las cantaba
el propio Machín, ni las parejas que se unían y separaban en las cuatro pistas
al ritmo de los nonono caballero, ni los mármoles neocubistas de colores, ni
las butacas en curva de los reservados, aún con la marca de las posaderas de
Jorge Negrete y Ava Gardner, deidades del acomodador que, acodadas en la barra, esa noche le dieron un
poco igual. Los espejos versallescos y las lámparas diamantinas se pasaron toda
la noche multiplicando hasta el techo, tostada por los oros del
artesonado, la imagen de aquella chica flacucha, liviana y nerviosa, fanática
de lo que le llamara la atención, que lo hacía todo con todo el cuerpo:
reír, hablar, los morritos.
Sería
el acento, sería la planta garycooperiana, pero Carmen no dijo que no cuando Fausto la sacó
a bailar. Y tampoco cuando la invitó a un martini (“¡hasta arriba de
aceitunas!”) ni cuando le ofreció acompañarla a casa paseando. El resultado fue
que, cuando, días después, su jefe anunció que se volvía, Fausto declaró que se quedaba. Se
instaló en un hostal de la calle Mayor; cambiaba sus dos sombríos empleos por el
incierto firme de unos días radiantes de los que sólo sabía que le habían
deslumbrado hasta no ver más. En razzias nocturnas por la Gran Vía y paseos de
mediodía por las Vistillas, en incursiones al Segoviano y cócteles en Chicote,
gastó los tres mejores meses de su vida, unos en los que se levantaba con una
sensación irrompible de que todo estaba bien, hablara con quien hablara, viera
lo que viera; un drama en el cine, un posadero mal encarado, una resaca que le
volvía el estómago del reves, de todo se reían. Una fascinación tan gratis, tan
garantizada un día y otro, que pensó que el mundo ya era así para siempre.
También gastó todos sus ahorros sin preguntarse ni una sola vez qué pasaría
después. Y una tarde, mientras Carmen se abandonaba en sus brazos al abrigo de
una pérgola del Retiro, le comunicó que sólo le quedaban unas pesetas, que
tendría que empezar a pensar en cómo seguir financiando toda esa felicidad, que
era el momento de hablar de compromisos y futuros. La risa estrepitosa de
Carmen desapareció esa misma noche; todo su cuerpo se convirtió en un
aparatoso, fanático y apasionado no.
Para
cuando Fausto volvió al pueblo, en un crujiente vagón de quinta, ya le habían
sustituido en ambos trabajos, y lo único que le quedaba era una habitación
angosta en la opaca casa de su madre y un bocado de tierra cerrado de malezas
que había sido el huerto del abuelo.
2 comentarios:
“a Fausto no le dejo ver ya nada.”
¿dejó?
¡Corregido!
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