jueves, 21 de junio de 2007

Decíamos ayer

DECÍAMOS AYER

Vengo de una cata horizontal de ternera, que todo el mundo me pregunta, ¿es comer ternera tumbado como los romanos? Pues no, es comer ternera de la misma añada pero de distintas vacas. Ya, yo tampoco lo entiendo. ¿Una cata vertical es comer ternera de la misma vaca pero de distintos años? ¿una cata vertical se hace con gente que te cae mal?
Le estaba viendo venir. Era un señor con un tipín Michelín y una barbita al estilo Jaime de Mora y Aragón (¿alguien se acuerda?). Cuenta que ha abierto el local que acoge la cata para los amantes de la gastronomía. O sea, para políticos que no quieren que les llamen chorizos en un concurrido restaurante y para furbolistas que no quieren mezclarse con la plebe. Como Beckham. Gastrónomos. Cuenta que para comer en el local hay que ser socio, porque no quiere patosos que se emborrachen y gente… bueno, chusma. O sea que quería montarse un bar pero sin las cosas que odian los bareros y que adoramos los borrachines. Así que le estaba viendo venir. Y se lo pregunté. Oiga, esa insignia que lleva, ¿qué es? La Cruz de Malta. Vaya, la Cruz de Malta (todo con mayúsculas) ¿y eso qué es? Levanta una ceja, duda entre la condescendencia y la vanidad, pero se decide por la última. Es una orden, la de los Caballeros de Malta, yo soy Caballero de Malta (mayúsculas, mayúsculas). ¿Y cómo se consigue? Bueeeeeno. La versión corta. Pues es muy complicado, es por familia, hay que tener algo de sangre noble… Y cuando voy a hacer la pregunta fundamental, ¿y para que sirve? el tipo me ve venir a mí y me dice “no dejes la puerta abierta al salir ¿eh?”.
Le veía venir desde el principio, estaba dudando entre un nuevo rico o un hermano menor de alguna familia aristocrática, que son los que se dedican a la mesonería de altura, bodegas y clubes de gastrónomos y viajeros. Los pobres, presumiendo de amistades plebeyas, despilfarrando las últimas goticas de sangre azul, tratando de retener, sin mucho éxito, los aires de grandeza que se respiraban en casa, invirtiendo lo que queda de las últimas tierras vendidas en negocios ruinosos, porque les queda el pudor de los hidalgos a trabajar con las manos en algo que no luzca (y que viene de Platón, ojo), desprendiendo aromas de pueblo porque la globalización les ha igualado por abajo y no pueden desprenderse de una vulgaridad que horrorizaría al abuelo monárquico.
De eso va a ir mi libro, de los recuerdos de un hombre que enterramos en mi pueblo una mañana de sol de hace un mes. El último de un linaje que provenía de la reconquista. Que murió solo. Que encargó que sus cenizas descansaran en el cementerio del pueblo en el que sus antepasados ganaron las tierras y el título, en un funeral sin llantos, rodeado de unos hijos que no le conocían y charlaban del estado del panteón familiar y de dónde habría que dar una capa de escayola. Él, que había hecho fiestas nudistas y reuniones espiritistas nunca vistas en su palacio, que había alimentado gorrones a punta pala y había puesto leones en lugar de perros para cuidar su jardín (hasta que los regaló porque comían cinco pollos diarios cada uno) y había leído todas las noches junto a la chimenea de una biblioteca inagotable que me ponía los ojos como platos. Quinientos años nada más y se acabó. La historia conclusa de una familia. Alguno de sus hijos pedirá la Cruz de Malta.

(Y este post lo he hecho por lo que siempre los hago, por una genio, para que vea que hay gente más inadaptada que ella –y eso no quiere decir que les vaya mal– y para que se fugue conmigo).

jueves, 18 de agosto de 2005

PEGGY SUE SE CASÓ

PEGGY SUE SE CASÓ

Me gustan las películas de viajes en el tiempo. Hasta las de Van Damme. Me chiflan especialmente las de aquellos crononautas que visitan su pasado y arreglan todo lo que hicieron mal, aunque estén llenas de paradojas y no tengan ningún sentido. Yo no es que fantasee mucho con eso, pero a veces me gustaría haberme despedido de la gente que he perdido de una u otra manera. Incluso de los que sí me despedí. Porque los adioses, si se dan, se dan siempre justo al final, un instante antes de la separación. Y esos no me valen. Porque lo que yo quisiera es haberme despedido en el momento en que tú eras tú y yo era yo y nuestro amor estaba intacto. Entonces sí que me hubieras entendido y sí que habría tenido cosas que decirte. No sé, despedirme por ejemplo en una de nuestras últimas juergas hilarantes del amigo al que no sé por qué dejé de ver, decir adios a aquella chica en uno de los últimos ratos de cama sin preguntas, cuando todo estaba bien y todo era deseo y planes. O a mi madre en uno de sus últimos paseos por el pueblo o a la tia Carmen cuando aún conservaba esa memoria prodigiosa de 90 años. No cuando todo se ensució de lágrimas, odio o indiferencia o cuando el fin se nos echaba encima, sino en nuestro mejor momento, cuando aquél instante parecía indestructible.
El lunes se me ilumino esta mente de chatarrero y vi diáfanamente lo que va a pasar. Calcule los tiempos y el proceso, cómo y cuándo me iba a quedar sin Selina. Y decidí despedirme. Sin motivo aparente, claro, porque era una tarde tranquila después de un día feliz, y estábamos tumbados en la cama y nos acariciábamos y nos mirábamos a los ojos y nos brillaban los ojos. Le conté algunos secretos, le revelé que la espío cuando anda por la casa, le expliqué cómo siento sus presencias y sus ausencias, cómo disfruto tanto del viaje juntos en autobús o en avión como del sitio al que llegamos, qué poemas y qué canciones son sólo suyas, cómo me ha ido enganchando esta relación poliédrica llena de bandazos y cambios que la volvían distinta cada pocos meses, en qué cosas me ha hecho digievolucionar y de qué estoy más orgulloso, cuáles son los hitazos de estos últimos dos años. Porque se cumplen dos años de aquellas absurdas noches malagueñas y yo lo único que quiero es que las recuerde y no haga nunca como que no existieron. Porque yo sé que las recordaré y no quiero ser el único. En lo demás estaré solo, no se lo he ocultado, y me esperan tiempos difíciles que quizá no entenderé, porque no creo que pueda volver a encontrar mi cosa-rara gemela. Para una carambola como ésta hay que entrenar mucho y yo cada vez soy más burro y aprendo menos, así que no creo.
Ella se puso a llorar, juraba que después de esa conversación no iba a pasar nada de eso. Calculé que se olvidaría de ella a los tres días. Ha tardado dos. Quiere que pasemos más ratos juntos, que luche por ella (eso le gustaría, los dos peleando por ella a base de caricias, regalos, pic-nics, salidas y citas literarias, y son estas cosas las que la hacen tan encantadora) y no sabe que, digan lo que digan, no pienso competir. Cree que la estoy intentando reconquistar, pero eso es porque no me ha escuchado bien, lo que estoy haciendo es despedirme. Sólo he prometido disfrutarla hasta el final, ser más que nunca su confidente y su amante, su compañero de juegos. Memorizar sus gestos, su postura cuando llego a la cama y ella ya no me espera, sus canciones extemporaneas y sus bailes en el salón.
El absurdo prestigio de los números redondos que tanto cabreaba a Vila-Matas (con razón, cumplía 50) me sirve de percha para enviarle regalos de segundo aniversario que en realidad están hechos para no quedarme con las ganas de haberle hecho regalos. Las vacaciones me dan la excusa para llevarla a la costa que siempre he querido compartir con ella. Todo se alía para que la despedida sea tan completa como pudiera desear y vuelvo a tener la sensación de que hay alguien velando por mí.
Anoche me hablaba conmovedoramente de las cosas que he perdido y de cómo recuperlas. Y tiene razón, y lo voy a hacer, pero no para que esto no termine. Porque todo ha pasado ya antes de suceder, como en un cuento de Borges o en un tragedia griega, y por una vez he conseguido volver para despedirme .