Hace unos días nos hablábamos con cariño, ella me pedía
fotos para no borrar nada, yo las ordenaba para que no se me perdieran. Era la continuidad
natural de un año y medio en el que habíamos creído el uno en el otro por
encima de todas las cosas, por encima, sí, de la realidad que, a coscorrones, nos iba
imponiendo cada vez más límites. Es posible que ya no nos veamos
mucho, es posible que ya no nos veamos más. Seguro que nos merecíamos otra
despedida, la que se merecían los chicos sentados en el portal de su casa
aquella noche, acariciándose con la mirada y con las palabras, abrazándose sin
besarse. O sin irse tan lejos, los que se amaban hace unos meses en la cabaña
entre la nieve alpina. Eran días como esos los que se alzaban brillantes y hacían
que todas las dudas parecieran tan poca cosa y que valiera la pena haber
llegado hasta allí.
Yo no quiero creerme que seamos estos, porque no lo somos, porque somos aquellos otros, sólo que hoy estamos abrumados y confundidos. Prefiero, cada vez que piense en ella, susurrarle desde lejos, una vez más, su frase bálsamo: "todo va a salir bien". Y que funcione como un sortilegio para que todo, algún día, acabe estando bien.
Yo no quiero creerme que seamos estos, porque no lo somos, porque somos aquellos otros, sólo que hoy estamos abrumados y confundidos. Prefiero, cada vez que piense en ella, susurrarle desde lejos, una vez más, su frase bálsamo: "todo va a salir bien". Y que funcione como un sortilegio para que todo, algún día, acabe estando bien.