Nueve atardeceres de Ibiza. NUEVE.
Hoy no tengo nada que hacer, sólo
irme de la isla. Me doy un largo paseo por la costa, triscando por las rocas.
Veo algunas cosas. Una italiana baja de su chalet en albornoz y se baña casi
desnuda. Una niña pasea a un cachorro con un cordel y le habla para educarle en
el tono con que en casa le hablarán a ella. Hay muchos pescadores con caña y
todos son árabes. Hay tantas casas lujosas encaramadas a los barrancos que
enseguida dejan de tener algo de particular. Una hora antes de que se ponga el
sol, busco un lugar entre las rocas para sentarme a verlo y me topo con una
chica tan abrigada como el que más (que soy yo). Se ha puesto cómoda sobre una
toalla de colorines y escribe un poema en un cuaderno. Se detiene a menudo y
piensa cada verso como si le doliera. Me siento como el que inesperadamente
tiene que pedir la vez en su charcutería secreta, como el fan solitario que un día
oye su canción en los 40 principales. Miro un momento hacia el sol brumoso que
hoy apenas colorea otra cosa que su contorno y me pregunto quién habrá escrito
esto ya, si no habrá nada nuevo que decir sobre un atardecer.
Y es justo entonces cuando el sol
termina de caer y deja tras de sí la erupción de un volcán, con las nubes disciplinadamente
alineadas como volutas. En unos segundos, la intensidad de la luz baja, todo
parece reubicarse en el cielo y el atardecer se transforma en una explosión
nuclear con las nubes posando de hongo atómico. Y me doy cuenta de que nunca había visto a un atardecer
disfrazándose de otra cosa.
2 de noviembre de 2012
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