Subiendo las escaleras del Casino, frente a mí, se bambolea un culo glorioso. Melena rubia, vestido rojo, medias de rejilla. Un poco fuera de lugar ¿no? Antonio Gala me acababa de mirar el paquete, José Toledo me había pedido un cigarro negro (¿querría rollo?). Sigo a la chica de rojo. En cuanto se siente me pongo a su lado. Se para en una mesa a hablar con alguien. Vaya. Freno un poco y me hago el despistado. Me adelanta. La sigo. Se para con el camarero para preguntar dónde se tiene que colocar. Yo cojo una silla en una mesa, al lado, hasta que me doy cuenta de que tiene un papelito "acompañante de doña Isabel Gemio". Uy, qué grima. Yo no quiero ser ese. Me levanto y me acerco al mismo camarero, que sigue con ella, haciendo como que es mudo, ciego y sordo, para preguntarle lo mismo. Decidido, donde se siente me siento yo, qué nariz tan mona. Viene un conocido. "Estamos ahí, siéntate con nosotros". Ah, gracias. Grrr. Me siento, no se puede luchar contra el destino, el que nace lechón muere gorrino. Abro el menú para no pensarlo. Dío mío, otra vez la tortilla desestructurada de Ferrán Adríá. Y sigo teniendo sólo un traje. Estoy meditando sobre la maldición que nos persigue a este traje y a mí cada vez que venimos al Casino cuando una mano se posa en mi hombro. ¿Te importa que me siente contigo? La chica de rojo. Así que existen los finales felices.
Toda la cena charlando. La coca gratis en las redacciones de los periódicos peruanos, el número de su novio, que borra cuidadosamente del móvil, debajo de mi nariz, lo bien que sienta el cava, los reportajes de viajes... Cuando me giro casi sólo quedamos en la sala la Gemio, su acompañante y nosotros dos. Salimos. En Sol una hora hablando bajo su paraguas, buscando un taxi pero sin buscarlo. ¿Qué es lo que debería haber dicho? Encuesta: ¿debí hacerle una amable invitación? ¿debí pararle un taxi? ¿qué creeis que hice?
Hoy tengo dos fiestas sucesivas y quiero que me acompañe una chica que me guste. pero no quiero que Noe me diga que no puede. Así que aquí estoy, esperando a Ana, quien, por cierto, no lee este diario (¡ni ella!) para que me dé un teléfono de una amiga suya adoradora del glamour, que pega conmigo y que tiene un polvo. Francamente, no sé si debo meterme en un club en el que admitan a socios tan parecidos a mí, no sé si me entendeis.
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