Se titulaba LOS TERTULIANOS. Era para un concurso que dejé para el último día. Luego, una vez mandado, me di cuenta de que no era un cuento sino un post. Claro, lo había escrito en un ratito, después de mucho tiempo escribiendo muchos posts y cero cuentos. Tuvo el éxito que se merecía como cuento. Como post también espero que tenga lo suyo: una larga vida en éste camposanto al que no le falta de ná, ni la llama eterna de arriba del todo. Y que, de momento, blogger me deja mantener.
Ah, y como post se titula:
Valladolore
Había signos por todas partes, chispazos ininteligibles para nosotros. La poesía se nos acercaba con timidez, un par de cervezas hacían que nuestras neuronas bailaran claqué, las chicas pálidas atravesaban la Plaza Santa Cruz acarreando instrumentos de cuerda, nunca íbamos a la primera hora y nadie nos pillaba. Todo parecía anunciar el comienzo de una época fabulosa. Pero nosotros no veíamos nada. O peor, sólo veíamos las tardes grises y todos esos pequeños contratiempos. Los madrugones, eso sí que lo recuerdo bien. Soy un buho y nunca pude despertarme del todo antes de las 12 o la 1. Así que vagaba entre clases. A veces me llevaba una radio, otras el periódico y casi siempre dormitaba. Las chicas estaban ahí, al alcance de nuestra mano. Alguna bofetada con sonido de piedra que rompe un charco confirmaba lo cerquita de nuestra mano que estaban, lo lejos que se ponían. No había nada que hacer, tan pocas escapatorias. Corrupción en Miami en la tele, un bocadillo de Nocilla y unos pocos libros de mis hermanos mayores. Una temporada en el infierno. Me gustaba el título y no entendía nada. Poesía con nombres de Blas de Otero. Un poema a Sancho Panza debió de ser el culpable de nuestra locura caballeresca. Exiliados de todas las ofertas primaverales, Miguel y yo escalamos rápidamente el monotema de la literatura. Tres lecturas en diagonal nos confirieron una fascinación por lo que no entendíamos en contraposición con la insoportablemente tangible vida a nuestro alrededor. La poesía, eso sí que era vida. Eso sí que era un buen rábano al que agarrarse por las hojas ardiendo, no sé si se me entiende. Baudelaire, el Romancero gitano, verde, verde, verde, las mulas tordas de Alberti, estaban bien. Pero si nos hubieran dado a elegir y en el imposible caso de que hubiesemos decidido sincerarnos, nos habríamos quedado con la postura. Sí, la postura de poeta, con el puño sujetando el mentón, como para que la boca del poeta no se desboque y ponga la acera perdida de versos fundamentales. La de César Vallejo en la foto aquélla.
Ahora sí que nos íbamos a poner morados.
Nuestras primeras tentativas eran cartas de amor anónimas. Cuando llegaban a la destinataria ella y toda su clase ya sabían que estaba de camino. Y por si acaso, los versos que contenían describían al detalle situaciones y conversaciones que delataban al autor de aquí a Tordesayas. "Quedé contigo, llovía/ me dije, bonito día..". No funcionaba. En el colegio estaba mucho mejor visto dárselas de falangista o de deportista que de poeta. Aunque quizá los deportistas fueran mejores de ver. Lo de los falangistas, en cambio, aún no lo he conseguido entender. Sólo se sabían una canción.
Era cuestión de echarle paciencia. La poesía nos haría ricos y famosos. Sólo había que leer el arrobo en los prólogos, esa admiración académica por la vida de privaciones de Valle-Inclán o la muerte temprana de Miguel Hernández. En esas instrucciones biográficas se hallaba la cifra de nuestra entrada por la puerta grande de la sociedad. Fama. Mujeres. Dinero. Porque había premios literarios en los que se repartían fajos de 25.000 y hasta de un millón. Nos veíamos recogiendo el premio, del brazo de la reina de las fiestas, haciendo un paseillo triunfal del Ayuntamiento a la plaza de toros de Lagunilla de Douro, la charanga pisándonos los talones. Lo que no veíamos era aumentar nuestra famélica obra. Tres poemas mal alimentados con menos duelos que quebrantos. Había que ser trágico y quejarse. En consonante a ser posible.
A medida que nuestros objetivos inmediatos se estiraron hasta el medio plazo, nos fue invadiendo un gusanillo de soledad que tenía aún menos sentido que todo lo que habíamos hecho desde que se nos trago la pitón de la Poesía no presencial. La sociedad no entendía nada. Nosotros intentábamos entendernos una y otra vez, pero es que ellos ni eso. Tenía que haber más como nosotros. Claro que los había. Los tertulianos. Ahí estaban, en el libro de Francisco Umbral. Se trataba de una reunión de sabios en la que todos se lanzaban versos, caían como hienas sobre los compañeros ausentes o agrandaban su obra a manera de pozo. Ese era nuestro hogar. Sólo había que buscar su plano de situación en el periódico.
Sorprendentemente en el periódico sí que estaban las tertulias. Bueno, la tertulia, la única que en Valladolore trascendía, a la espera de que trascendieran sus integrantes. Era en la Casa Cervantes y allí nos presentamos, apestando a colonia, costumbre de buen tono los domingos. La concurrencia se encontraba en esa jovial edad entre los 60 y la muerte. Y precisamente de esta última iba el tema de la tertulia. Nuestro entusiasmo ni se inmuto ante la materia escogida. Teníamos tanto que decir, tantas frases épicas y alegres sobre ese o cualquier otro tema que nos pusieran por delante... Pero para que tuviera mérito el vuelo hacia esa fuente de preocupación que existe desde que el hombre no es mono, los doctos tertulianos comenzaron la disertación desde abajo del todo, desde el tema más terreno que encontraron.
-Bueno, antes de nada quiero señalar que algunos se fueron la semana pasada sin pagar los cafés. Los tuvimos que abonar Puri y yo de nuestros bolsillos. A ver que hacemos hoy, que aquí me parece que hay mucho choricete.
Lo que siguió, oh, que fabuloso espectáculo retórico para Miguel y para mí. Las mejores mentes de su generación -que fue hace dos generaciones- despertaron por fin para arrojarse mutuamente epítetos que hacía décadas que nadie alzaba desde el diccionario. Pasmosas construcciones verbales con la contundencia de un silletazo, silletazos con la ligereza de un enrevesado insulto que nadie más que el ofensor comprende del todo. Maravillados, nos sentimos parte de algo más grande que nosotros, un calambrazo de palabras que venía desde Homero, una llama de la que genios locales o tontos en varios idiomas nos habían hecho depositarios. Queríamos estar a la altura. Cogimos una silla y empezamos a repartir estopa.
Nuestra primera tertulia no podía haber sido más didáctica. Qué precisa escenificación de la muerte había hecho aquella señora sobre la tarima. Pero no podíamos mirar atrás. Había que dejar algo de nosotros para la posteridad. Nuestra propia reunión. Ilusionados, decidimos juntar a nuestros amigos menos zoquetes con un atractivo programa que no pudieran rechazar. Les llevamos a La patata brava. La tertulia, les contamos, iba sobre la guerra. "La guerra es mala", decía éste. "La guerra mata", respondía aquél. Y entonces fue cuando aparecieron las patatas y la discusión finalizó abruptamente. Mientras uno de los contertulios lamía el plato y otro se guardaba servilleteros, palilleros y platos espejeantes en la cazadora, nos dimos cuenta de que habíamos fracasado. Alguien debía desasnar a nuestra generación antes de empezar a hablar. Mientras hacían tiro al plato con el botín robado, llegamos a la conclusión de que ni el hada de Pinocho.
Teníamos que adquirir conocimientos previos. Las conferencias. Ése era nuestro próximo campo de acción. Leímos la frase de Eugenio d'Ors, que a las ocho de la tarde o das una conferencia o te la dan. En espera de alcanzar la elevada posición de conferenciante, nos las daban. Y todas en el mismo lado. Oímos charlas sobre el travelling en Orson Welles, la caza menor en los Campos de Castilla o los distintos colores de la diarrea. Conocimos los diferentes tipos de oyente. El que aprovecha para dar una opinión personal sobre algo que no tiene relación más que con las cosas en las que venía pensando el hombre y lo camufla en una pregunta que nunca llega a enunciar. A la que todas las conferencias le recuerdan a una historia que le pasó a su sobrina. El que se indigna mucho con el gobierno. El que le contesta desde la oposición. El que, por fin, pregunta algo sobre la conferencia, pero nadie lo entiende. Oficio duro el de conferenciante. Pero más el de conferenciado. Estábamos a punto de retirarnos, y ojalá lo hubiéramos hecho antes.
Pero apareció ella.
Era un súcubo que caminaba entre nosotros. Miguel empezó a pensar con el pito. Siempre lo había hecho, pero ahora su pito apuntaba en una dirección. Mira que se lo dije.
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