martes, 19 de noviembre de 2024

¡ai!

Le he pasado mi libro a la inteligencia artificial y me ha dicho que "tu estilo tiene un gran potencial y muestra una habilidad literaria considerable. Las comparaciones con autores como Delibes, García Márquez y Llamazares no son exageradas en términos de tu capacidad descriptiva y evocativa". Leches, ninguna novia me había dicho eso, HABER SI APRENDíS. 

Me he venido arriba, claro, como para no, y, por que me regalara los oídos, la he preguntado que qué escritores eran mejores y cuáles peores que yo, que qué premio me veía ganando. Y, por pelar la pava, que si tú que eres tan leída, que si tú que sabes tantísimo, que tienes que ser sincera, eh. 

Y, releches, se lo ha tomado a lo literal, y en la siguiente respuesta ya todos eran mejores que yo. Menos Dan Brown, E.L. James y Stephenie Meyer, nos ha jodío. Y como con la IA no hay segundas oportunidades ni arrumacos ni besitos ni restregones he recordado que, aunque 3LL4$ fueran igual de inconstantes, tenían sus cosicas humanas. Y he brindado con un anacardo (lo que tenía a mano) por todas y cada una; en qué estrella estarán. Salud.

PD: Luego, MI IA, ¡ai!, ha predicho que iba a ganar el Planeta, el Herralde, el Alfaguara, el García Márquez, el de la Crítica, no sé si por ese orden. Ah, y el Nacional de Literatura: "este premio prestigioso puede ser una meta alcanzable si continúas desarrollando tu narrativa y profundidad emocional". La he perdonado lo de "prestigioso" y hemos hecho las paces. La tengo en el bote.

sábado, 16 de noviembre de 2024

Perro sin hueso

Hablaba de Jose el otro día y justo me manda ahora un soneto manuscrito en un folio rosa y salido de no sé dónde. Lo que sí que sé es de cuándo, porque está fechado el 9 de junio del 97. A pesar de la sospechosa letra esmerada (¿a quién querría engañar?) tiene toda la pinta de ser producto de una improductiva noche primaveral echada a los perros en algún bar de Valladolor, al costado de la Catedral, pongamos. Tiene sólo una tachadura, así que saldría del tirón (¿a quién querría engañar?) y se lo di y lo olvidé para siempre. Pobres hijitos míos, repartidos por los vertederos de la historia que no fue.

Lo voy a copiar, disculpas por los latrocinios.

Qué me quieres, amor, di, qué me quieres.
Llegas siempre a deshora. Ya ni soy.
En aire te evaporas si es que voy
tras ti en pos, si no te llamo, vienes.

Yo no sé lo que tengo ni el remedio
a un mal que me persigue por ciudades,
montañas, precipicios, lunas, mares,
porque lo traigo de mi sangre en medio.

El tiempo, descortés, cavó su pecho
y con lo que ella tuvo por deshecho
yo amueblaba mi alma por las noches.

No es sólo que no coma o que no duerma:
son por dos mis ayunos y mis velas.
Quiera Dios que por ambos ella engorde.

Qué mal he rematado siempre, así no se puede meter un gol. A bote pronto, por entre los versos (ay, ese final en consonante guarrindongo) están Quevedo, Garcilaso, Miguel Hernández, Lorca, Alberti... Los parroquianos de El largo adiós. Pero el que me resulta más curioso es el arranque "Qué me quieres, amor", que pensé que estaría fusilado del título de Manuel Rivas, que me lo leería por esa época. Recordaba que era una cita del romancero, y, buscando, se me ha aparecido Fernando Esquío "un trovador gallego del siglo XIII". El tema del poema viene a ser el mismo:

Amor, a ti venh’ora queixar
de mia senhor, que te faz enviar
cada u dormio sempre m’espertar
e faz-me de gram coita sofredor.
Pois m’ela nom quere veer nem falar,
que me queres, Amor?

(Amor, a ti vengo ahora a quejarme / de mi señora, que te envía / donde yo duermo siempre a despertarme / y me hace sufridor de tan gran pena. / Ya que ella no me quiere ver ni hablar / ¿qué me quieres, Amor?)

El soneto no tenía título, pero sí una dedicatoria: "Para Jose, perro sin hueso". Me alegra mucho que Jose ahora sí que tenga hueso. Esquío y yo, en cambio, seguimos en las mismas tantos siglos después.

sábado, 2 de noviembre de 2024

Quam minimum credula postero (ni puto caso a mañana)

Como ayer era Víspera de Difuntos, mi hermana me mandó la foto de la lápida con los nombres de Mamá, la Agüe, Papá, por orden de despedida. Al despertar, mi cabeza lo ha enlazado con El club de los poetas muertos. La vería hacia el final de la primavera de 1990 (el cine de mi padre era de riguroso reestreno), uno de los sábados en los que iba con él en el Supermirafiori que compró con la taquilla de La guerra de papá. O seguramente ya fuera en el Twingo y le pulcreara el pelo y yo iría de copìloto, tan contento, hablándole como una cotorra de tonterías que a él no le interesaban mucho y tal vez no entendía, cosas de críos. Aún leería, entre semáforo y semáforo, alguno de los tebeos de Marvel que ese día y esa película arrumbarían del todo a favor de la poesía. Jose iría en el asiento de atrás. Sé que la vimos juntos, puede que en los dos pases de la sesión continua, y al día siguiente otra vez, porque Jose fue el presidente del club de fans del Club. 

Aquello le impactó aún más que a mí, porque se ligó a su novia de entonces (otra loca de la peli) recitando el poema de Whitman (“que estás aquí,/ que prosigue el poderoso drama/ y que tú puedes contribuir con un verso”) y, sobre todo, el infalible capítulo 7 de Rayuela (“Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano”), con esos prodigiosos graves de rapsoda que le hubieran hecho famoso y que, al final, no usó para nada, para vivir supongo. Cuando se hizo profe, abominaría de esa película por la cantidad de compañeros “flipaos” que empezaban el curso subiéndose a las mesas. Y sí, en fin, pasado el tiempo todo aquello daba un poco de vergüencita y, como todos los ex adolescentes de la historia de la humanidad, renegamos de nuestro grupismo. Pero ese año fuimos del Club. Nos llegó justo a tiempo y nos confirmó en las cosas que entreveíamos. Él empezó a hacer teatro y yo contribuí con versos que eran un drama.

Pero no fue en ese coche ni en esa época en donde me metió esta mañana mi cabeza. Fue tan sólo en la escena de la película en que Keating pide a los alumnos que se acerquen a las viejas fotografías para escuchar lo que dicen los que ya no están. Les dicen carpe diem. ¿Qué? ¡Carpe diem! El verso de Horacio ya lo había leído en clase antes de la peli, en mi primera experiencia de literatua comparada con los de Garcilaso (“todo lo mudará la edad ligera/ para no hacer mudanza en su costumbre”) y los de Góngora (“en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”). Y seguro que ya en el libro de texto "me flipó”. Era la época en que yo también empezaba a aprenderme de memoria poemas enteros, con menos éxito que Jose, porque yo no conseguía novia ni nada (ni nada). La glosa del carpe diem de la peli (“cortad las rosas mientras podáis”) iluminó de nuevos arrebatos mi confusión adolescente ya llena de añoranzas. Que la poesía era el camino, pero que no se trataba de llegar a sitio alguno, que todo lo que podías desear estaba frente a tus ojos, en el día de hoy, en ese momento. Sólo había que exprimirlo.

Hace un rato, en el cortísimo trayecto entre la cama y el invernadero-despacho de mi casa, he decidido pasármelo bien escribiendo los veintitantos textos presuntamente insignificantes sobre gastronomía que tenía que haber entregado ya. Y, como calentamiento, me he subido a la mesa de la terraza y he gritado “¡Oh capitán mi capitán!”, pensando en que Jose me habría dicho: “¡chorradas!”. Desde ahí arriba, sobre los tejados del intersticio nulo que es este barrio madrileño, he visto a tiro de piedra la cumbre verdísima de un monte que no sabía que estaba. Y me ha venido a la cabeza el poema de autoestima urbana de Auster que decía algo así como "No desprecies el esmeralda/ que brilla entre las hojas de los árboles/ sólo por que se trate/ de la luz de un semáforo". Y he recordado bien de qué iba lo de la mesa: de mirar el mundo de siempre desde donde nunca.