Corren malos tiempos para las buenas intenciones. No tengo ni idea
de cómo lo he hecho, pero he conseguido llegar hasta aquí con las
ganas intactas, con una fe previa en los humanos que no sé si veo en
los demás. Siempre ha habido un precio a pagar, siempre lo he pagado
cumplidamente. Desengaños, amor vuelto odio, chicas maquinadoras de
dramas imaginarios, rondas gratis varias. Nada que no compense el
salir a la calle un día de esos en los que notas al sol
lavándote la cara y peinándote la barba y llegas a alguna parte
donde te está esperando alguien con quien sabes que es una suerte
pasar un rato y reírse o no reírse, y beber y escuchar y contar. La
clave es fácil: te quieren (a veces) porque tú quieres
(siempre) sin esperar que te quieran. Te quieren porque te entregas y
confías. No porque sigas unas pasos o unas leyes o un programa.
Hablaba con Lía el otro día sobre esa sensación de que todo se
ha acabado, de que ésta era mi última oportunidad, de que nunca
nunca nunca he querido de esa manera. De que nunca volveré a
sentirme así ni a encontrar a nadie como C, nadie con quien quiera
tener tan abiertos los ojos, con quien estuviera tan seguro de que
cada minuto eran los buenos tiempos y lo eran para siempre.
Y en lo que hago el inventario de lo que nunca tuve y, aún así, he perdido, C escribe sobre mí con la indisimulada intención de
hacerme daño y habla de mi “maldad”, de mi “veneno” y de
mi “sucio egoísmo”. Y de mi “torpeza”, y ahí sí que tengo
que estar de acuerdo: soy bastante idiota cuando se trata de
relaciones humanas, lo demuestro una y otra y otra vez, lo demuestro
demasiado como para no saberlo. Porque lo hago a propósito o porque
no sé hacer otra cosa.
Uno podría meterse en una cadena infinita de reproches,
preguntarse qué es lo que legitima toda esa superioridad moral,
cuántas veces ella se preocupó por mí en los días en que nos
alegrábamos de vernos, qué gestos, qué caricias, con qué cuidados
expresó esa limpia generosidad que parece oponer a mi “sucio
egoísmo”. O también podría ser coherente con lo que defiendo siempre y hacerme a la idea de que un texto literario es un estado de
ánimo fugaz y no se puede leer de la manera en que lees un
reglamento municipal. Un texto-estado de ánimo, uno en el que donde
pone “sucio egoísta” hay que leer un collage de palabras con la
rabia del autor. O del lector, depende. Cuesta creerlo ¿verdad?
Si yo fuera tan egoísta, tal vez el constatar que ella lo está
pasando mal no sería lo que me doliera lo primero de todo. Y tal vez
no me entristecería más que ninguna otra cosa el que ésa sea la
imagen de mí con la que va a quedarse para siempre, la de un mal
recuerdo.
Dice Lía que esto pasa todo el rato, que uno cree que nunca va a
volver a encontrar nada como eso, pero que luego pasa el tiempo y se
te olvida ese sentimiento de subsuelo y lo encuentras. Me lo dice
mientras nos llueve en la azotea del Círculo y alguien nos ofrece un
paraguas y busco una respuesta que no está, claro, entre las
gotas de la lluvia que nos asedia y nos empapa la espalda y vacía
todas las camas balinesas menos la nuestra. La lluvia, dos de hidrógeno, una de oxígeno y lo que tú le pongas, Ahora todo lo que me dice
mi estado de ánimo es que cada vez le pides un poquito menos a las
cosas, que desciendes hasta el nivel al que te venga la vida.
Malos tiempos para los optimistas. Pero uno no puede ser otra cosa
que lo que es y justo cuando está pagando lo que cuesta todo esto,
que es una pasta, con la cabeza baja y todas las ganas de tirar,
pisar, quemar la toalla para que quede claro, atisba algo entre las
luces de la ciudad -máquina tragaperras, tele sin volumen, brillo de
fluorescente-. Y escribe despacito en su móvil: “la mayoría de los
chispazos se apagan en la arena, pero hay uno que incendia el
bosque”. Terminará en espejismo, claro. Qué amor no lo es, en
cuál la materia no será de espejismos y de espejos.
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