En los últimos tiempos he tenido que
oír más de lo que me gustaría lo de, “bueno, es que hay otra
versión”. Yo estoy muy a favor de las versiones, las versiones son
la literatura: Shapeskeare o Goethe son pura versión, la del tipo
en el que el amor es homicida o suicida o la del que se transforma en
el Hulk de los ojos verdes cuando se imagina cosas. Nabokov glosa bien clarito qué es lo que hace que un señor mayor pierda la cabeza
por una preadolescente. Baudelaire deconstruye la receta del vino de
los asesinos. Capote etcétera.
Leyendo somos más capaces de
distinguir las versiones de los hechos, de evitar convertir las
explicaciones en justificaciones y de poner distancia entre Ofelia o
Humbert Humbert y nosotros, por muy concienzuda o certeramente
explicados que estén. Pero cuando la versión novelescamente
elaborada nos la dan en la vida real, moqueándonos a los ojos, es
mucho más difícil sustraerse a la complicidad que nos están
suplicando por el procedimiento de dónde está la bolita.
En general somos buena gente o al menos
estamos programados para creer que el sicópata que siempre saludaba
en el ascensor es buena gente porque siempre saludaba en el ascensor.
Pero una versión es siempre una mentira. En el mejor de los casos,
una que encierra una verdad poética. Ni Walter White mató a una
persona menos de las que mató porque le acabáramos cogiendo cariño
ni a Ruiz Mateos se le puede descontar un euro del botín de sus
ingenierías financieras por lo gracioso que hablaba.
Fuera de la literatura, en la vida
real, una versión es un cuento o una estafa (depende de si te la
crees o no) que no debería tener ni media bofetada frente a un
hecho.
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