Estos días estoy pensando que para muchos la
pandemia estará siendo parecida a lo que vivió ella; que esta lotería
dependía entonces y depende hoy de tu casilla de salida, de dónde te pillara el asunto y de lo que hubieras hecho antes, de cómo
de larga y movida hubiera sido tu vida.
Mi abuela se llamaba Lola. Se había casado un 18 de julio de 1936, a los 21
años, en una iglesia que quemaron al día siguiente. Ahora sí que la puedo
entender cuando la imagino en la calle tragándose el miedo a un
final rápido o a uno doloroso. O encerrada pensando en si le traerían la muerte
a domicilio, como al vecino al que vinieron a buscar los milicianos, que se
escondió bien. Pero el portero les dijo que sí, que sí que
estaba, que buscaran mejor. Y le encontraron.
Ella sabría que se jugaba la vida a cada paso que la alejaba de casa y que también se la jugaba a cada hora que pasaba en casa. Y luego resulta que también se estaba decidiendo mi existencia.
Lola pasearía por calles transfiguradas que ya no eran las de junio. Leería alborozo insensato, pero esperanzador, en las risas de unos; y se reconocería en las miradas de inquietud y hambre futuro de otros. Entraría en el mercado para comprobar, unos días, que las lechugas seguían siendo del verde del jade y, otros, que al cartel de la pescadilla se le había caído la ce.
Ella sabría que se jugaba la vida a cada paso que la alejaba de casa y que también se la jugaba a cada hora que pasaba en casa. Y luego resulta que también se estaba decidiendo mi existencia.
Lola pasearía por calles transfiguradas que ya no eran las de junio. Leería alborozo insensato, pero esperanzador, en las risas de unos; y se reconocería en las miradas de inquietud y hambre futuro de otros. Entraría en el mercado para comprobar, unos días, que las lechugas seguían siendo del verde del jade y, otros, que al cartel de la pescadilla se le había caído la ce.
Un día tras otro, mientras cumplía los 22, los 23, los 24
con una tarta que cada vez llevaba menos azúcar, tuvo que turnarse entre la
felicidad de una vida recién inaugurada y el dolor de todo lo demás, de lo que se
vivía y de lo que se esperaba. Y me imagino hacia dónde caía su balanza contra
todo lo predecible, porque la recuerdo cantando como una niña canciones
de los dos bandos a los noventa y pico años, con ese brillo en los ojos de cuando cantaba y de cuando me
veía. A pesar de todo lo que había perdido ya, de todos los que había perdido
entonces, dos hijos y casi todos los demás. Y sé que el pozo del que sacaba su
alegría tenía que ser muy profundo.
Y puede que esto concluya para la mayoría de nosotros de una
manera similar a como terminó para ella: como un tapón que se abre y desatasca
las angustias y lo renueva todo. Quizás lo que entre no tenga la forma perfecta
de un coche conducido por los que más echas de menos y lleno hasta los topes de lo que llevas años necesitando. Pero un poco de esa sensación se coló en mi
cocorota el primer día que pude pasear una hora casi en libertad por la orilla
del Atlántico, mirando feliz y alucinado las olas que chocaban contra las rocas
y las murallitas de Cádiz, las que tocaban la punta de mi zapato en la arena, contenidas,
pero libres, como me veía yo ese día.
Viene una explosión de alegría, claro que viene.
Por supuesto, este texto, que habla de personas y de
ninguna otra cosa más, no es para quienes creen que las guerras recientes solo
se pueden contar como un cuento de buenos y malos y se olvidan de que, la
mayoría de nosotros, en tiempos de paz, por la mañana delatamos a un compañero de trabajo y por la tarde le cedemos el asiento a una embarazada. Y que, en tiempos extremos, seremos un día
héroes y otro, canallas. Incluso el mismo día.
2 comentarios:
Te leo habitualmente y te superás en cada post. Este post es para encuadrar, y el anterior idem. Un beso
¡Gracias! Uno no sabe si esto siquiera lo leerá alguien que lo entienda, porque según las estadísticas la mayoría de los (pocos) visitantes vienen de Alaska. Un comentario así es el combustible de cohete espacial del siguiente post.
Publicar un comentario