Como ayer era Víspera de Difuntos, mi hermana me mandó la foto de la lápida con los nombres de Mamá, la Agüe, Papá, por orden de despedida. Al despertar, mi cabeza lo ha enlazado con El club de los poetas muertos. La vería hacia el final de la primavera de 1990 (el cine de mi padre era de riguroso reestreno), uno de los sábados en los que iba con él en el Supermirafiori que compró con la taquilla de La guerra de papá. O seguramente ya fuera en el Twingo y le pulcreara el pelo y yo iría de copìloto, tan contento, hablándole como una cotorra de tonterías que a él no le interesaban mucho y tal vez no entendía, cosas de críos. Aún leería, entre semáforo y semáforo, alguno de los tebeos de Marvel que ese día y esa película arrumbarían del todo a favor de la poesía. Jose iría en el asiento de atrás. Sé que la vimos juntos, puede que en los dos pases de la sesión continua, y al día siguiente otra vez, porque Jose fue el presidente del club de fans del Club.
Aquello le impactó aún más que a mí, porque se ligó a su novia de entonces (otra loca de la peli) recitando el poema de Whitman (“que estás aquí,/ que prosigue el poderoso drama/ y que tú puedes contribuir con un verso”) y, sobre todo, el infalible capítulo 7 de Rayuela (“Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano”), con esos prodigiosos graves de rapsoda que le hubieran hecho famoso y que, al final, no usó para nada, para vivir supongo. Cuando se hizo profe, abominaría de esa película por la cantidad de compañeros “flipaos” que empezaban el curso subiéndose a las mesas. Y sí, en fin, pasado el tiempo todo aquello daba un poco de vergüencita y, como todos los ex adolescentes de la historia de la humanidad, renegamos de nuestro grupismo. Pero ese año fuimos del Club. Nos llegó justo a tiempo y nos confirmó en las cosas que entreveíamos. Él empezó a hacer teatro y yo contribuí con versos que eran un drama.
Pero no fue en ese coche ni en esa época en donde me metió esta mañana mi cabeza. Fue tan sólo en la escena de la película en que Keating pide a los alumnos que se acerquen a las viejas fotografías para escuchar lo que dicen los que ya no están. Les dicen carpe diem. ¿Qué? ¡Carpe diem! El verso de Horacio ya lo había leído en clase antes de la peli, en mi primera experiencia de literatua comparada con los de Garcilaso (“todo lo mudará la edad ligera/ para no hacer mudanza en su costumbre”) y los de Góngora (“en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”). Y seguro que ya en el libro de texto "me flipó”. Era la época en que yo también empezaba a aprenderme de memoria poemas enteros, con menos éxito que Jose, porque yo no conseguía novia ni nada (ni nada). La glosa del carpe diem de la peli (“cortad las rosas mientras podáis”) iluminó de nuevos arrebatos mi confusión adolescente ya llena de añoranzas. Que la poesía era el camino, pero que no se trataba de llegar a sitio alguno, que todo lo que podías desear estaba frente a tus ojos, en el día de hoy, en ese momento. Sólo había que exprimirlo.
Hace un rato, en el cortísimo trayecto entre la cama y el invernadero-despacho de mi casa, he decidido pasármelo bien escribiendo los veintitantos textos presuntamente insignificantes sobre gastronomía que tenía que haber entregado ya. Y, como calentamiento, me he subido a la mesa de la terraza y he gritado “¡Oh capitán mi capitán!”, pensando en que Jose me habría dicho: “¡chorradas!”. Desde ahí arriba, sobre los tejados del intersticio nulo que es este barrio madrileño, he visto a tiro de piedra la cumbre verdísima de un monte que no sabía que estaba. Y me ha venido a la cabeza el poema de autoestima urbana de Auster que decía algo así como "No desprecies el esmeralda/ que brilla entre las hojas de los árboles/ sólo por que se trate/ de la luz de un semáforo". Y he recordado bien de qué iba lo de la mesa: de mirar el mundo de siempre desde donde nunca.