Nueve atardeceres de Ibiza. SEIS.
La única nube que cubre todo el
cielo me hace pensar en un atardecer del invierno castellano. Luego me doy
cuenta de que no, que no es por el cielo cubierto, que lo puedes encontrar en
cualquier parte, hasta en un desierto, según creo. Lo que me recuerda a mi
pueblo son los tintineos de metal de los barcos del puerto, que chocan entre el
viento y las olas, y se convierten en cencerros de un rebaño de ovejas cruzando
el páramo a la hora de la recogida. Y, ahora lo recuerdo, hace nada también he
oído el mugido de una sirena. Es en el atardecer cuando se ven a las claras las
diferencias entre esto y aquello, entre una isla y una inabarcable superficie
de tierra, entre la vida renovándose cada minuto entre las olas y la sucesión
de un infinito tras otro, inmóviles sobre los terrones. Todo debería ser al
revés. “La isla atrapa”, he oído hoy en una tienda. La isla es finita y se
acaba enseguida, mientras que para cruzar la tierra firme nuestros antepasados
tuvieron que usar varias vidas, todas sus vidas hasta completar su parte de la
historia, la que ni siquiera sabemos y casi nunca nos paramos a imaginar. Así
que, bueno, no hay rastro del sol, pero la luz se va atenuando. Las ovejas y
las vacas no cruzan más que un recodo de mi subconsciente. Los barcos no se
mueven. El viento parece soplar siempre en el mismo sitio y las olas rompen tan
idénticas que parecen todo el rato la misma. En lo que llega una noche que ya
recién nacida se parece mucho al resto del día, la isla me confirma sin hacer
nada que todo ese movimiento que yo le suponía era poco más que la fantasía de
una mente de secano.
30 de octubre de 2012
1 comentario:
Fantásticos los seis atardeceres. Esperando los tres restantes, aunque haya que rescatarlos del recuerdo. O inventarlos... ¿qué atardecer estabas esperando? ¿Lo llegaste a ver?
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