Nueve atardeceres de Ibiza. OCHO.
Un dios egipcio anima el sol de
hoy. Por una parte, es fácil imaginarlo dentro. Este sol brillante y puro,
redondo e imparable, es la encarnación de la fuerza y está sobre todos nosotros
y deja claro que es enorme y poderoso. Por otra, resulta difícil imaginar a un
dios de la antigüedad redondo. Ahora, con las religiones adaptándose como el que más y con la ciencia ficción ya inventada y deconstruída, y con
los dibujos japoneses y con el átomo dibujado y reventado, no resulta tan
difícil imaginarse a un dios bola de energía. Pero entonces las religiones eran
orgullosamente antropomórficas. Hasta para adorar a un animal. Hasta para
tallar sus tótems. Cuando el sol ha caído del todo y sólo nos llega un recuerdo irreal como el del aroma de una amante en la almohada, puedes imaginar todo un
reino divino al final del mar, puedes creer que es el sol el que se ha alejado
y no nosotros. Es la explicación más sensata, es lo que ves: un dios cotidiano
que nos perdona un día más. Y que se retira a seguir con sus cosas en otra
parte. Justo después de observarnos y calentarnos y prevenirnos y convertir cada día en una
oportunidad nueva, un camino sin pisar que no tiene nada que ver con el
anterior, por mucho que se parezca todo lo demás alrededor.
Las diosas isleñas mayas de la
fertilidad y las divinidades doradas que decoran los bares del paseo de Sant
Antoni de Portmany, el hippismo y el nudismo de por aquí deben de tener algo
que ver con esto, con cómo te rodean en una isla las cosas fundamentales, el
mar, el sol y lo demás. Porque parecen nacer, vivir y morir sólo para ti y sólo alrededor de
ti.
1 de noviembre de 2012
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